Secuestros. Decapitaciones. Cristianos que huyen. Las bombas intentan detener los horrores del Estado islámico. Y el Papa reza para que la violencia se acabe. ¿Pero qué es lo que la Santa Sede le pide a la comunidad internacional? Monseñor SILVANO MARÍA TOMASI, representante de la Santa Sede ante la ONU en Ginebra, explica lo que más preocupa a la Iglesia. Mientras el mundo está al borde de un conflicto mundial «combatido por partes»
Las imágenes de los FA-18 americanos despegando de los portaaviones se alternan con las de los escombros en los objetivos situados al este de Siria y al norte de Iraq. Mientras continúa el éxodo de los refugiados que huyen del Estado islámico, la comunidad internacional trata de detener con bombas el avance de los fundamentalistas. ¿Es el camino adecuado? ¿Se están repitiendo errores del pasado? «La guerra es siempre una locura», ha repetido el Papa Francisco. Pensaba en los cristianos asesinados en Iraq, las decapitaciones en Siria, las bombas en las iglesias de Nigeria. Pero también la violencia en Palestina, Libia, el Congo y República Centroafricana. Los carros armados rusos en Ucrania. La guerra. Guerra también contra los cristianos. El Papa pide poner fin a la violencia, incluso con la fuerza si fuera necesario. Pero también sabe que intervenir de un modo equivocado puede empeorar las cosas en vez de resolverlas. ¿Y entonces? En la práctica, ¿qué le pide la Iglesia a la comunidad internacional? Cuando habla de intervenir, ¿a qué se refiere realmente?
Monseñor Silvano Maria Tomasi, observador permanente de la Santa Sede en las Naciones Unidas en Ginebra, es la voz del Papa en uno de los puestos diplomáticos más importantes del escenario mundial. Conoce las posibilidades y los límites de las organizaciones internacionales. Y se desgasta cada día para lograr que el mensaje de la Iglesia interpele a los grandes de la Tierra.
El Papa ha hablado de una «tercera guerra mundial combatida por partes». ¿Es solo un eslogan? ¿En qué está pensando cuando usa esta expresión?
El Papa Francisco expresa una preocupación muy arraigada. Actualmente hay muchos brotes de guerra. La novedad es que con frecuencia los que combaten no son ejércitos regulares, sino grupos igualmente capaces de causar miles de víctimas. Las grandes potencias no están implicadas directamente, pero están interesadas en lo que sucede y actúan de un modo silencioso. No es la clásica guerra mundial, pero hoy igual que ayer el mundo está dominado por la lucha de poder, el uso de las armas y las ideologías sanguinarias. La persona humana y la paz no interesan y son sacrificadas sin vacilar. Existe un riesgo real de que estos enfrentamientos se extiendan y degeneren en conflictos mayores.
En Redipuglia el Papa dijo que «la guerra es siempre una locura».
La historia muestra que la violencia no lleva a ningún resultado positivo y, a la larga, genera más violencia. Los cristianos defendemos el camino del amor, del diálogo y la paz. Pero a este ideal se contrapone la realidad del mal. Juan Pablo II hablaba de «pecados estructurales»: hay comportamientos que por sí mismos entran en conflicto con los principios fundamentales de la ética cristiana y la ley natural. Es evidente que el mensaje evangélico no se escucha. Es una opción de la libertad de las personas. Pero eso lleva a tragedias que tenemos ante nuestros ojos.
¿Cuál es la preocupación de la Santa Sede en este momento respecto a la situación en Siria e Iraq?
El llamado Estado islámico, el Isis, actúa de un modo totalmente inaceptable: genocidio, violación del derecho a la vida, a la libertad de conciencia, a la libertad de religión, a la integridad personal. Estamos hablando de mujeres vendidas por 150 dólares, cabezas cortadas por no convertirse al islam suní… El Papa Francisco pide detener al agresor injusto. Cuando un Estado no es capaz de proteger a sus propios ciudadanos, la comunidad internacional tiene el deber de intervenir con los instrumentos de los que dispone: la Asamblea general y el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
¿La guerra también es uno de esos instrumentos?
El uso de la fuerza no es sinónimo de guerra. Es necesaria una acción eficaz. Es como un policía en un barrio difícil de una metrópolis: no declara la guerra a la población, protege a los habitantes. Nosotros pedimos eso: que se detenga la violencia en acto.
¿Los ataques aéreos americanos van en la dirección adecuada?
El camino correcto para la comunidad internacional es el diálogo, el encuentro con el otro, la negociación. Pero se ha desarrollado una situación de emergencia, extremadamente compleja y marcada por una violencia increíble. El Isis es una amenaza para los países cercanos y para el mundo entero. Para detener a este agresor injusto el uso de la fuerza parece indispensable. Varios expertos se preguntan si es suficiente con los ataques aéreos o si hace falta también una acción sobre el terreno.
La intervención americana no tiene el visto bueno de la ONU, aunque Washington insiste en el hecho de que EEUU no está actuando solo.
La coalición actualmente implicada en la campaña militar contra el Califato supone un enfoque aceptable, desde el momento en que incluye a países de mayoría musulmana. Junto a las naciones occidentales, estos países de Oriente Medio representan en cierto modo a los miembros de la ONU. Una intervención que no incluyera a los países musulmanes de la región se percibiría como una agresión. O peor aún, como una guerra de religión.
Pero algunos países árabes implicados han financiado al Isis, al menos hasta hace poco tiempo.
Oriente Medio es una tierra de contradicciones. Hay intereses que van más allá de los países afectados directamente por la violencia. Si se consigue hacer algo juntos por el bien común, ya sería un paso adelante…
El año pasado, la vigilia de oración por la paz contribuyó a detener los bombardeos norteamericanos. También entonces quien lo propuso lo hacía en nombre de una «injerencia humanitaria». ¿Qué ha cambiado?
Ha cambiado el enemigo, que ya no es un estado miembro de la ONU sino unos grupos terroristas que se han adueñado de un territorio en el que actúan con una crueldad inaudita. El deber de proteger a las comunidades que sufren tales tragedias está claro. Es signo de una solidaridad hacia personas que los gobiernos de Iraq y Siria ya no son capaces de proteger.
¿Qué más pueden hacer las Naciones Unidas?
La comunidad internacional puede emitir sanciones, bloquear el envío de armas y la venta de petróleo que se está haciendo de manera clandestina. También podrá pedir cuentas por tantos crímenes en el Tribunal criminal internacional de Roma.
¿La Santa Sede tiene una propuesta de solución?
No nos toca a nosotros definir los aspectos técnicos de la intervención. Nosotros intentamos sensibilizar a las instituciones internacionales. En septiembre, por ejemplo, invitamos a los patriarcas católicos y ortodoxos de Siria e Iraq a venir a Ginebra para que contaran lo que está sucediendo sobre el terreno. La Santa Sede es un poco la voz de la conciencia, que dice: mirad, la situación es difícil y complicada, debéis hacer algo.
¿Por qué tanta insistencia en la implicación de las Naciones Unidas?
Porque garantiza una objetividad jurídica de la acción de la comunidad internacional. Es la manera de hacer prevalecer el bien común sobre los intereses de las partes. La maquinaria de la ONU es farragosa, lenta y a veces exasperante. Pero es el lugar de encuentro de todos, y por tanto el lugar adecuado para concordar una acción del interés de todos. Su verdadero objetivo es salvaguardar lo que tenemos en común. Y como seres humanos tenemos en común los derechos fundamentales, que son propios e inherentes a la persona.
Las experiencias de Ruanda o Bosnia nos enseñan que la ONU no siempre llega a tiempo para desarmar a los que matan. ¿Vale la pena seguir siempre esta vía?
Las dificultades del funcionamiento de la ONU son objetivas y están ligadas a la cantidad de intereses que se contraponen. Pero con una intervención unilateral se corre el riesgo de causar más daño en comparación con el bien que, sobre el papel, se quiere alcanzar.
La Iglesia está preocupada por la situación de los cristianos, a menudo perseguidos precisamente por ser cristianos. Pero al mismo tiempo no considera que lo que está pasando sea un choque entre religiones. ¿De qué se trata entonces?
Hoy, dentro del llamado Califato, los cristianos no tienen elección: o se convierten o, en el mejor de los casos, son obligados a pagar un impuesto y vivir como ciudadanos de segunda clase. En el peor de los casos, son decapitados. Les persiguen precisamente por ser cristianos. Pero las víctimas no son solo los cristianos. En los países musulmanes, la identificación de la dimensión religiosa con la civil elimina el pluralismo y no garantiza la libertad para todos. Por eso, los líderes cristianos, de Siria a Afganistán, pasando por Iraq y Pakistán, insisten en el concepto de ciudadanía. Es al ciudadano a quien se le deben garantizar los mismos derechos. Por eso no es un choque religioso. Es una forma distinta de concebir la sociedad. No es un fenómeno nuevo y no es noticia que en países como Siria o Turquía los cristianos, que hace un siglo eran el 50 y el 20 por ciento, hoy estén reducidos a cero o poco más. Una minoría tan insignificante que no tiene peso político ni militar para resultar útil a los grandes poderes. Por eso se la olvida tan fácilmente.
Los llamamientos a la paz hechos por tantos Papas en el último siglo han sido tan proféticos como ignorados. Hay un fuerte componente de realismo en esa «voz de la conciencia». No se trata solo de buenos sentimientos. ¿No es así?
La voz de los Papas que invoca la paz y muestra todas sus ventajas a veces parece que resuena en el desierto. Intereses económicos e ideológicos de parte prevalecen demasiado a menudo sobre las exigencias del bien común. Pero no es inútil el llamamiento del Papa que reza, pide y testimonia el camino de la paz. Es la voz del bien, un llamamiento al corazón del hombre para animarle a volver a empezar de cero y perseguir la paz, con la que todo se gana, mientras que con la guerra todo se pierde. No se trata solo de una inspiración ideal, sino de una forma de acompañar los esfuerzos de la comunidad internacional, para mantener viva su esperanza y que no se cansen de buscar la paz. El Príncipe de la Paz, aparentemente, fue derrotado en la cruz. Hoy la historia se sigue haciendo a través de estas aparentes derrotas.
«Hoy, tras el segundo fracaso de otra guerra mundial, quizás se puede hablar de una tercera guerra combatida “por partes”, con crímenes, masacres, destrucciones… Para ser honestos, la primera página de los periódicos debería llevar el titular: “¿A mí qué me importa?”. En palabras de Caín: “¿Soy yo el guardián de mi hermano?”»
Papa Francisco, Redipuglia, 13 septiembre 2014
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