Suspender un curso
Al salir de la sala de profesores, Ana la ve al fondo del pasillo. La reconoce inmediatamente. Es la madre de Felipe, un alumno de segundo que ha suspendido. Los resultados se publicaron hace unos días. ¿Qué hacer? ¿Volver atrás y esperar unos minutos para evitarla? No hay tiempo. Sus miradas se cruzan. Sale a su encuentro para saludarla y preguntarle por Felipe. Pero la mujer se le adelanta: «Buenos días. Profesora, usted y yo deberíamos vernos». Ana traga saliva, el tono no es muy prometedor. «Estábien. Pero después de los exámenes de selectividad. Antes para mí es imposible». «Claro. Tengo su teléfono. Yo la llamo».
Pasan los días, Ana espera no recibir esa llamada que sin embargo llega puntual después de los exámenes. La invita a tomar un café en su casa. Se prepara para el encuentro tratando de recordar todas las evaluaciones, las puntuaciones, la discusión de la nota final... Un suspenso siempre es una decisión difícil. Con Felipe lo intentó todo, pero es el clásico «chico inteligente que no se aplica». Le invitó a GS, a Portofranco. Nada que hacer. Nunca fue. Incluso habló con su madre cuando el chaval lió una de las suyas y no se atrevía a decírselo a su familia.
Suena el timbre. Ana está tensa. Un momento para saludarse, servir el café y la mujer dispara: «Oiga, profesora, yo con mi hijo estoy perdiendo la batalla, pierdo mi tiempo dándole buenos consejos, pierdo mi dinero en clases particulares. Pero tengo una cosa muy clara en la cabeza: no quiero perderla a usted. Es más. Yo quiero mirar a mi hijo como le mira usted».
Sin duda, esto Ana no se lo esperaba. ¿Es posible que «fracaso» no sea la última palabra de esta historia? Todas las barreras se derrumban. Una hora pasa volando mientras hablan de los hijos, de ser madres, de la vida. Al final, se dan un abrazo. En la puerta la mujer le pregunta: «¿Cuándo podemos volver a vernos?». «¿Qué le parece un aperitivo uno de estos días?». «¡Estupendo! Hasta pronto».
Unos días después, Ana acude a la cita con dos amigas. En torno a una mesa hablan de todo, hasta que una de ellas pregunta: «¿Por qué fuiste a buscar a Ana?». «Es la única que nos ha querido, a mí y a mi hijo. Cuando iba a las reuniones con los profesores que me avisaban del suspenso, salía hecha polvo. Luego iba a hablar con ella y era distinto. Ella me animaba. Hasta me dio su número de teléfono. Nunca se rindió. Yo he visto algo que no sé definir pero que nunca había visto antes». Se detiene y luego sigue: «Sé que parece absurdo, pero casi me alegro de este fracaso escolar. De otro modo nunca nos habríamos conocido».
Durante las vacaciones se intercambian sms, mantienen el contacto. Ana la invita al Meeting de Rímini. La respuesta es inmediata: «Encantada. Vivo en Rímini y nunca he ido». Quedan a las cuatro. Pasan la tarde viendo exposiciones, saludando a los amigos de Ana. A última hora, se sientan en un bar. Ana le pregunta: «¿Cansada?». Ella sonríe: «Un poco. No importa. Lo que me urge decirte es que no quiero que “esto” termine». «Escucha, hay un lugar, la Escuela de comunidad, donde tengo las conversaciones más verdaderas con mis amigos, esas que sirven para vivir. ¿Quieres venir? Piénsalo».
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