Muchas cosas nos han resultado novedosas en el último Meeting de Rímini. Entre ellas, hay una imagen que ha utilizado el padre Antonio Spadaro, director de La Civiltà Cattolica, en un espléndido encuentro dedicado a este Pontificado. Decía Spadaro que se puede entender a la Iglesia «como un faro», una luz que alumbra el camino a las naves en medio de la tormenta: «Estoy aquí, el puerto está aquí. Aquí está la seguridad». Es absolutamente cierto. La Iglesia es una roca luminosa. Indefectible. Pero hay otro modo de alumbrar a quienes andan en la oscuridad, el de la antorcha. Que no se queda quieta, sino que «camina allí donde viven los hombres, ilumina la humanidad allí donde vive. Si los hombres van hacia el abismo, la antorcha va hacia el abismo, es decir, acompaña a los hombres en sus peripecias». De esta manera, «a lo mejor, consigue arrancarles de la inercia, avisándoles del peligro ante el abismo».
Muchas reacciones en la sala, muchas preguntas luego. En la confusión que se apodera de las palabras cuando nos separamos de la experiencia, alguien pensó que este «ir hacia el abismo» sugiriera una fe en retirada, complaciente, que sigue las consignas de la cultura dominante en lugar de guiarla contracorriente. Una especie de cristianismo débil, que se contenta con el “testimonio” o como mucho con dar el buen ejemplo, sin que esto pueda cambiar de verdad el curso de la historia.
Nada más equivocado. Nada más contrario a la experiencia. Porque para «acompañar» a la humanidad de hoy hasta las “periferias existenciales” tan queridas por el Papa, cuando se han extraviado las evidencias y los valores se confunden, hace falta mucho más que una idea justa. Hace falta una certeza viva. Algo que se renueve constantemente, que descubres y profundizas sin cesar, que te genera de nuevo. Hace falta tener la experiencia de una relación viva con Cristo. «El cristiano no tiene miedo a descentrarse» porque «tiene su centro en Jesucristo», escribía el Papa en su mensaje al Meeting. Es esto lo que permite comprometerse con la vida del otro y acompañarle, ir mucho más allá que repetir las cosas verdaderas. Y que proporciona el gusto de descubrir poco a poco el amor a su libertad. No solo el respeto, sino realmente el amor. Porque solo de la libertad pueden volver a aflorar las evidencias y las existencias que constituyen el corazón humano.
Justo después del Meeting, en La Thuile se ha celebrado la Asamblea internacional de los responsables de CL. Entre lo mucho que hemos vivido y escuchado, hubo un testimonio de una ginecóloga, en primera línea respecto de muchas cuestiones calientes. Entre otros ejemplos, contó cómo había acompañado a un matrimonio que había optado por recurrir a la fecundación asistida y cómo su malestar iba creciendo. Hasta el momento en que el maridó saltó: «Doctora, pero ¿qué es el hombre? Porque tengo la impresión de que justo en el momento más sagrado de la relación con mi esposa se ha introducido algo ajeno». Acompañar a otro en un descubrimiento así, a partir de la experiencia, incide más que cualquier reclamo ético. «Una definición debe formular una conquista ya alcanzada», enseña don Giussani: «En caso contrario, resultaría la imposición de un esquema».
En esto se centra la batalla hoy. En la reconquista de lo humano, de lo verdadero, de los valores, incluso del significado de ciertas palabras esenciales, a partir de la experiencia. Esto está en juego en los desafíos que nos esperan. Empezando por la familia, a la que la Iglesia dedicará nada menos que dos Sínodos precisamente para alumbrar a los hombres en medio de una confusión enorme. Es un trabajo largo, una aventura llena de incógnitas porque, como dice el Papa, nos obligará a «buscar formas y modos» para comunicar «la perenne novedad del cristianismo». Es un trabajo que acaba de empezar y que supone un bien para nosotros y para nuestros hermanos los hombres.
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