Va al contenido

Huellas N.7, Julio/Agosto 2014

IGLESIA / Corea del Sur

Espero al Papa para darle las gracias

Alessandra Stoppa

Es el primer italiano a ganar el “Nobel” surcoreano. Después de 22 años de misión a las puertas de Seul, el padre VINCENZO BORDO nos explica por qué se siente como santo Tomás. Y nos cuenta la vida de su extraño pueblo que vive el Evangelio y quiere escuchar a Francisco

No sabe si tendrá el honor de encontrarse con el Papa en su visita a Corea a mediados de agosto. Sabe que querría darle las gracias. Para el padre Vincenzo Bordo la presencia de Francisco es una llamada y un bálsamo sobre las heridas de veintidós años de misión a las puertas de Seúl.
La última vez que un Papa vino aquí (Juan Pablo II) fue en 1988, y él todavía no había llegado. Aterrizó en Corea del Sur el 12 de mayo de 1990, con 33 años, como misionero de los Oblatos de María Inmaculada. Hoy ya no se llama Vincenzo, sino Kim Ha Jong (Kim es el primer mártir coreano, Ha Jong significa “siervo de Dios”). Ya se acerca la noche cuando se para a charlar, después de un día de fogones y mercados de barrios. Está acalorado, los rizos despeinados y el mandil puesto. Exactamente como hace un mes, cuando le llamaron para darle la noticia de que había ganado el Premio Ho-Am, el Nobel coreano, y él pensó que era un error: «Pero yo trabajo en la cocina». «Precisamente por eso». Por haber gastado cada día su tiempo, durante todos estos años, en dar de comer a miles de personas sin techo.
Este Premio es el máximo reconocimiento que Corea del Sur otorga a quienes destacan en cinco campos: Ciencias, Medicina, Ingeniería, Artes y Servicio a la comunidad. Los primeros cuatro galardones están reservados a surcoreanos, el quinto puede ser otorgado también a extranjeros. Esta es la primera vez que lo gana un italiano. «Por haber contribuido al crecimiento del bienestar público», se lee en las motivaciones. Qué extraño, porque después de los dos primeros años de misión dedicados a aprender la lengua le había parecido que ni el país ni la Iglesia local lo necesitarían. Desde Viterbo, donde nació, llegó aquí con el solo objetivo de servir a los últimos. Pero todo a su alrededor era rico, rápido, ultracompetitivo. No era el mundo con el que soñaba de chico, leyendo las poesías de Tagore, que le hicieron enamorarse del Extremo Oriente. «Estaba decepcionado y preocupado, creía haberme equivocado por completo. Así, en un encuentro de sacerdotes, se armó de valor y preguntó: disculpad, pero ¿dónde están los pobres? “Ven a mi parroquia”, me contestó un cura coreano». Fue a visitarlo a Sungnam, en el suburbio chabolista de la ciudad. Poco después, se fue a vivir allí.
Durante casi dos años sigue las huellas de sor Mary Angel, una benedictina que visita familia por familia. La acompaña para aprender la lengua, la pastoral, todo. Hasta que ella se traslada a otra ciudad, dejándole ante un gran interrogante: «¿Y qué hago yo?». La respuesta llega puntual porque el Ayuntamiento confía a la parroquia la gestión de un pequeño comedor: entonces, por la mañana trabaja en la cocina y por la tarde visita a las familias. Pero todo se ensancha de nuevo cuando una mujer pobre le pide que le dé clases de inglés a su hijo: empieza con ese niño y llega a tener a su alrededor a setenta chavales, muchos de los cuales viven en la calle, que empiezan a pasar las tardes con él, entre clases de inglés, matemáticas, guitarra y baloncesto. «Se convirtió en un oratorio, el lugar parroquial para los jóvenes».

La casa de Ana. En 1998, Corea atraviesa una fuerte crisis financiera y las fábricas cierran una tras otra. Un tal Mateo, coreano, se presenta en la parroquia: «Tengo un restaurante de tres plantas. Sé que trabajas para dar de comer a los pobres. Si quieres, te cedo una planta para tu comedor». «¿Por qué lo haces?». «Soy católico, pero rezo poco. Quiero hacerlo en memoria de mi madre, Ana, y me gustaría rezar por ella de esta manera».
Nace la “Casa de Ana”. Un comedor que da de cenar dos veces por semana. Cuando el padre Vincenzo les pregunta a sus invitados: «¿Dónde comes mañana?», la respuesta es: «No como». Entonces se pasa a tres cenas, luego a cuatro. Hasta abarcar la semana entera, dando de cenar a 500 personas. Poco a poco, llega gente que ofrece su tiempo y su trabajo voluntario: por esta gratuidad existe hoy un ambulatorio, un peluquero dos veces por semana, un centro de solidaridad que ayuda a buscar trabajo, un abogado, cursos para desintoxicarse del alcohol, duchas, un dormitorio, reparto de ropa que cosen algunas señoras de la parroquia. Y una pequeña fábrica de shopping bag que da trabajo a 15 sin techo.
También los chicos de la calle acuden al comedor y, cada noche, el padre Vincenzo los mira alejarse por los caminos, aquí que en invierno se llega a veinte grados bajo cero: «Nos vemos mañana». No lo puede soportar. «¿Qué significa “nos vemos mañana”? Ellos necesitan ser cuidados, porque son amados y creados para ser felices». Alquila una pequeña casa con dos habitaciones, donde los chicos empiezan a vivir con una única condición: que estudien. «Algunos son huérfanos, otros rechazados por sus familias o han huido a causa de la violencia sufrida. Aquí el número de las separaciones es altísimo: en el 90% de los casos los hijos se asignan al padre y la nueva mujer no los acepta». Hoy cuida de cuarenta chicos, distribuidos entre un centro de primera acogida («en un primer momento intentamos acercarles a sus familias»), dos casas para los que estudian, y otra para quien quiere trabajar.

Un fracaso. «Lo que se hace es siempre insuficiente. Pero yo hago mi parte, no la de Dios. Es Él quien lleva a cabo su obra». No acepta cumplidos. «Mi vida es un fracaso. Ayudo a los pobres y los pobres no hacen más que aumentar. Los veo morir, veo a los chicos que toman caminos malos. Pero la verdad es que Cristo me ha cautivado y yo quiero seguir sus pasos. Me siento amado y quiero amar. Soy feliz. Porque él está vivo y yo lo puedo encontrar cada día en mi camino». De estos años recuerda el don de los nuevos bautizados, pero también las calumnias y las denuncias. La sociedad coreana está muy orgullosa de sí y de su economía, que se cuenta entre las diez primeras del mundo. «No acepta fácilmente a un extranjero que se ocupa de los pobres, porque delata su debilidad». Por este motivo está muy agradecido de que le hayan asignado el Premio. «Lo que pasa aquí se convierte en un signo de la presencia del Señor para el hombre moderno».
En Corea los cristianos son el 25%, los católicos el 10%. La mayoría de las personas conocen poco la Iglesia católica. Sin embargo, la expectativa de la visita del Papa Francisco es grande. «No solo en las parroquias, donde se está estudiando la Evangelii Gaudium y rezando cada día por la visita. También la sociedad civil lo espera: se habla de él y la gente quiere escucharle». Como sus voluntarios, que son un pueblo (350 fijos, otros tantos que van y vienen), formado por cristianos, budistas, no creyentes.
Y él, en medio de ellos, espera al Papa perseverando en esas «tres o cuatro pequeñas cosas que hacen grande mi vida». Cocina toda la tarde para preparar la cena. Comparte con los voluntarios la hinchazón de las piernas, los zapatos manchados de aceite y la inclinación ante los pobres en la verja de la entrada, y eso quita todo el cansancio. También él se inclina delante de cada uno: «Bienvenido, estás en tu casa». Cuando acaba, pone en orden las cosas y se va a visitar a los chavales en sus casas-familia. Pasa un rato de tiempo con ellos, los escucha, les da a cada uno una caricia y les desea las buenas noches. Vuelve a la comunidad cuando ya es de noche, agotado, justo a tiempo de «atar los cabos antes de ir a la cama», como él dice: «Vuelvo a poner mi vida en el corazón del Señor. Reparo en los grandes favores que me ha concedido durante el día. Los sacos de arroz inesperados, el amigo recién conocido, los chicos que siguen bien... Ese es el momento más bello de mi misión». En la oscuridad y la soledad de su habitación. «Soy yo quien tiene que convertirse mirando las maravillas que obra Dios. Nos lo recordó el Papa citando a san Francisco: “Predicad, predicad sin cansaros nunca, y, si sirve, hacedlo también con las palabras”. Se testimonia con la vida».

«¿Por quién trabajo?». La suya está apoyada totalmente en la experiencia de santo Tomás apóstol. «Necesito tocar al Señor, como él, y le reconozco en las heridas de la humanidad. Aquí no recibo a miserables. Aquí cuido de las llagas de Cristo». No es un asistente social, para él la “Casa de Ana” es un tabernáculo. «En los Hechos de los apóstoles los nuevos cristianos son llamados: “Aquellos que caminan por una nueva vía”. Yo no encontré a Dios meditando, sino caminando. Ver en el otro la presencia del Señor, al comienzo es una intuición, luego se convierte en una experiencia familiar». Prepara la cena, en medio del humo de los fogones y solo tiene un pensamiento: «Que esté rica, para ellos».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

Vuelve al inicio de página