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Huellas N.7, Julio/Agosto 2014

INMIGRANTES / Emergencia Siria

Nuestro gran viaje

Alessandra Stoppa

Siguen llegando familias enteras que llevan un año viajando para arribar a Europa. Visitamos a los refugiados que huyen de la guerra siria: la decisión de la travesía marítima emprendida pensando en el futuro de los hijos y ahora, en Milán, una etapa hacia los países del Norte. En busca de «un lugar donde vivir»

Tendrá unos cuatro años. Pero su llanto retumba en el largo pasillo desangelado de este antiguo colegio. Los lagrimones acaban en la camiseta y la respiración se entrecorta con los sollozos. ¿Quién sabe qué tendrá dentro huyendo de la guerra tan pequeño? «La hermanita. Le ha dado una bofetada. Está muy ofendido». Un voluntario desvela el secreto sonriendo. Los niños no tienen miedo de todo lo que les cae encima porque están con sus padres. Los hombres, en corros, hablan en voz baja, llaman por teléfono, las caras preocupadas. En cuanto cruzan la mirada con otro saludan con una ligera inclinación de la cabeza. Las mujeres miran en silencio a los críos jugar, elegantes bajo el velo y sus atuendos. Todos han huido de Siria. Son refugiados porque son madres y padres.
«Debía irme, por su futuro». Suleiman acaricia los rizos de la maravilla que tiene en brazos, la menor de sus tres hijos. Desembarcó en Sicilia hace unos diez días y Milán es una parada para poder continuar el viaje. Más que el viaje, la vida. Salió de Damasco para Europa hace año y medio. Lo repite con la mano, para asegurarse de que hemos entendido. Lleva solo dos días en el Centro de acogida de vía Salerio, periferia oeste, pero en cuanto pueda partirá de nuevo. Hacia el Norte. Todavía no sabe hacia dónde: Alemania, Holanda, Suecia... Ciertamente no quiere quedarse en Italia.
Como todos los sirios que desde octubre a hoy han llegado a Milán. Solo los Centros de la cooperativa Farsi Prossimo (el brazo operativo de la Cáritas ambrosiana) han recibido a tres mil refugiados. «Tan solo siete de ellos han pedido asilo. Y solo porque han sido identificados», dice Desio De Meo, que coordina todo el proyecto “Emergencia Siria”: «Quien llega tiene la obligación de presentarse en la Jefatura de policía en un plazo de ocho días para identificarse. Pero entonces se vería obligado a pedir asilo a Italia y esta a concederlo».

«Abrid». Entonces se quedan aquí, pero es como si no estuvieran. Justo el tiempo de recobrar las fuerzas, organizarse, pedir que les envíen más dinero. Es la primera pregunta nada más llegar: «¿Western Union?». Luego se disculpan, les importa precisar que «Italia es bellísima, gracias Italia». Pero «no hay trabajo», admiten, y «la burocracia es lenta». Además, la inmigración siria desde siempre se ha dirigido a los países nórdicos y muchos parientes o conocidos ya viven allá.
Farsi Prossimo trabaja por encargo del Ayuntamiento y de la Prefectura. El Centro de vía Salerio es el último que se ha abierto. Un ala sin utilizar de la Casa de Nazaret, el antiguo colegio para chicas propiedad de las Hermanas de la Reparación, que ante la invitación del Papa, «abrid, abrid», se han sentido interpeladas. Los cien puestos disponibles están siempre ocupados. El relevo es continuo. Desde la estación central los reparten entre los centros donde hay plazas libres, en las distintas obras de acogida. Solo aquí cada día llegan unos veinte o treinta. Esta tarde el minibús de Protección Civil ha traído a 26 hombres jóvenes con niños, con bolsas demasiado ligeras y chaquetas demasiado pesadas. Detrás de ellos, las sonrisas cansadas de las mujeres.
En general, son familias numerosas y acomodadas. Hay ingenieros, médicos, profesores. Dejan Siria los que pueden permitírselo y tienen el coraje de emprender el gran viaje. «Un coraje», dice De Meo, «que es una cuestión de cultura, de educación, que no todos tienen». Cala el silencio, solo los niños pasan corriendo y se divierten. «Después de estos meses tan duros, estresantes, este es el primer lugar donde se paran realmente a descansar». Los voluntarios les preguntan lo menos posible. «Cuando llegan, no les recibimos con papel y lápiz para registrarles. Es intencionado. Primero le ofrecemos un té. Para ellos es importantísimo, es como sentirse en casa. Luego, si quieren, les damos de comer, una habitación y ropa», explica Aldayeb, el mediador que viene de Yemen: «Cada día me pregunto cómo me gustaría a mí ser recibido. Para mí farsi prossimo significa esto».

La travesía. La tranquilidad inicial se interrumpe en cuanto uno de ellos empieza a contar su historia. Aflora la tensión. Hablan interrumpiéndose unos a otros, inquietos, buscan la atención del intérprete y acaban discutiendo entre ellos de no se sabe qué. Unos lloran pero no quieren que los veamos. Lo primero que cuentan es la travesía por mar. Varios intentos antes de embarcar en Al Zawara, en las costas libias. Mil dólares cada uno para partir, los niños gratis. Algunos lo han conseguido en seguida, otros después de meses, porque allí, en la playa, pasa de todo. Raptos, detenciones, muchos robos. Pero, pase lo que pase, ya no pueden renunciar a ese viaje. Bashir ha grabado un tramo de la travesía y nos lo enseña en el móvil: 370 en 16 metros de lancha. Una hilera de rostros hasta llegar al suyo: todos enmudecidos. «El viaje duró catorce horas, pero luego pasamos quince parados, esperando a la nave italiana que nos llevó a salvo».
Suleiman ha decidido irse de Siria después de que en la plaza cerca de su casa degollaran a diecisiete personas. Cuando ya no podían ir a trabajar, la sal costaba 20 euros el kilo y empezaban a comer perros y gatos. Bashir también ha grabado con el móvil un saludo vía skype de sus padres, así los puede ver siempre que quiera: una imagen borrosa, dos viejecitos en el sofá que se despiden con pocas palabras y cuyos rostros lo dicen todo. «No habrían aguantado semejante viaje. Y no sé si volveré a abrazarlos nunca». Pero el deseo de todos es volver a Siria. Todos dejan allí parientes y amigos. «De Damasco y provincia han huido tres millones de personas. Otros se han desplazado a las zonas cercanas». Otros están en la cárcel. Shahir tiene 30 años, una mujer y dos hijos aquí con él. En Duma comerciaba con coches usados. Su hermano era un soldado del ejército de Assad, desertó y está en la cárcel desde el comienzo de la guerra. «Desde hace siete meses no sabemos nada de él».
Todos, más o menos, han hecho el mismo camino. De Siria al Líbano, pero dicen que allí, en los campos de refugiados, «las condiciones son inhumanas, no se puede estar allí con la familia». Están enfadados con los países del Golfo. «¡Emiratos, Dubai, Qatar!», grita Muhafaq: «Países árabes, deberían ser nuestros hermanos. En cambio, huimos de la guerra y no nos dejan entrar». «Europa es distinta. Europa, gracias. Solo aquí podemos venir». Llegados a Egipto, tuvieron que escapar pronto: tras la caída de Morsi, los sirios se encontraron en el punto de mira. Entonces, en un autobús, hasta Libia. Allí reina el caos total y nadie te echa. Se quedaron casi un año. La mayoría en casas en alquiler, algunos encontraron un trabajo. Pero tenían miedo, por la violencia de un país fuera de todo control. Y, sobre todo, la preocupación por los hijos: «No iban al colegio desde hacía demasiado tiempo». Algunos eran activistas de la revolución y la apoyaban a distancia: «Tratábamos de hacer llegar dinero y comida a Siria», cuenta Suleiman: «Assad empezó a enviar a los suyos a vengarse. Era peligroso salir».
Bashir, que trabajaba en la construcción, se quita una chancla para mostrarnos el pie mutilado, lleno de cicatrices. «Bombas». Sacude la cabeza. «Era una manifestación en favor de la libertad. Nadie se esperaba lo que pasó. Siempre hemos vivido juntos, todos, en paz». «Yo los vi, con estos ojos», se agita Muhafaq. Habla de iraníes, rusos, Hezbollah. «Estaban allí todos. Para luchar. Es el gobierno el que ha golpeado al pueblo, la culpa es suya desde el comienzo». Alguien rebate. La discusión se enciende. «Algunos grupos de revolucionarios son tan solo asesinos, matan por dinero». «Ay, Iraq, ¡Iraq!». «Pero, Siria está acabada, como Iraq».
¿Vuestra esperanza? «La esperanza es un lugar donde vivir», responde Shahir. Esta vez, todos callan. Vuelven a pensar en cómo partir de nuevo. En tren o pagando los pasos fronterizos. Suleiman, una vez llegado a Milán, encontró a alguien que podía llevarle a Alemania. «Le di mil euros. No le volví a ver el pelo. Tenía cinco mil dólares cuando salí de mi tierra y ahora ya no tengo nada. ¿Qué hago ahora?».
Encargados y voluntarios hacen todo lo que pueden por ellos, con la ayuda también de gente común que se presenta aquí para echar una mano después de haberse enterado de su llegada. Recogen ropa, reparten comida, juegan con los niños. De Meo está aquí de sol a sol, con el móvil siempre en la mano para mantenerse en contacto con la estación. Está feliz cuando va a su casa y ha podido procurarles una cama a todos. «Es la realidad misma la que me defiende de cualquier delirio de omnipotencia. No soy yo quien les salva. No sé lo que les pasará mañana. ¿Pero, esta noche? Quiero responder a esta pregunta que me surge: esta noche, ¿qué puedo hacer por ellos?». A algunos ni siquiera les ve irse, porque salen de noche.

La noche de Suraya. Como la familia de Suraya, la primera hija de refugiados sirios nacida en Milán y que ahora da el nombre de “esperanza” a este Centro. Eran las ocho en vía Monluè. «La madre tenía una tripa enorme, así que trajimos a una ginecóloga para que la viera. Todos los días la Obra San Francisco nos envía un médico». El niño estaba sufriendo, pero los padres no querían ir al hospital por miedo a que los identificaran. «Tuve que insistir, no fue fácil, pero Suraya nació esa noche, sana como un pez». Una tarde, al cabo de unas semanas, la madre se le acerca y sin decir una palabra le pone a Suraya en los brazos. «La mañana siguiente ya no estaban allí. Quiso que me despidiera».
Se conmueve este hombre que tiene a sus espaldas una vida de voluntariado y a los 68 años ha salido de nuevo a la palestra para hacer frente a la emergencia siria. «Soy afortunado solo por poder acogerles. Me completa. No sé si me entiende, pero para mí tiene que ver con el por qué vivo y el por qué muero». Insiste en que su obrar es «laico, súper laico». Luego añade: «Yo no creo en Dios. Pero me siento un instrumento. Hay días en que trabajo bien; otros, mal. Y algunas noches me pregunto: ¿por quién he trabajado?».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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