La historia
Un bis de Dante
Finales de mayo. Daniela entra en el patio del colegio y oye que alguien grita: «Buenos días, profe». Se da la vuelta para averiguar de dónde procede la voz. «¿Le echo una mano para llevar los libros?». «Perdona, pero ¿quién eres?». El muchacho se quita el casco y se acerca. «Profe, soy Marco, quinto C». Entonces le reconoce. «Claro, gracias. Voy cargada de papeles. Entre los deberes de tercero y cuarto y los libros de quinto para el año que viene…». «¿Para los que ocuparán nuestro lugar? Pero como nosotros no hay nadie, ¿verdad, profe?».
Daniela sonríe mientras suben las escaleras hacia la sala de profesores. Apenas le llega a Marco a la altura de su hombro. Y eso que es uno de los más bajos de su clase. El mítico grupo de quinto C. Ocho chicas y dieciocho chicos que parecen jugadores de rugby. Tres años juntos, explicándoles a Ariosto, Foscolo, Manzoni y ese Leopardi «tan triste, profe». Por no hablar de Dante, que les queda a años luz, no solo por la dificultad de la lengua. Para la mayoría de ellos, la religión y la Iglesia son algo lejano, sin incidencia alguna en la vida de todos los días, figúrate el mundo de Dante… A veces ha sentido la sensación de estar delante de un muro de goma. Recuerda perfectamente cuando, ante un nuevo autor, de antemano los alumnos resoplan: «¿Este también? ¿Pero es obligatorio, profe?». O cuando empezaba a explicar una poesía o algún fragmento con toda su pasión y la primera pregunta era: «¿Cuándo hacemos un descanso?». Más que suficiente para enfriar cualquier entusiasmo. Si no fuera porque, después de treinta años de clases, al releer esas cosas ella todavía se conmueve.
Así, día tras días, clase tras clase, los conquistó. Los comentarios cambiaron. Las preguntas aburridas fueron menguando. Tenían afecto hacia ella. La estimaban. Pocos días antes, uno de ellos la había interrumpido mientras explicaba el «aire de vidrio» de Montale: «¡Caramba, le gusta de verdad! Hasta yo siento el aire de vidrio». Llegan a la puerta de la sala de profesores y le dice a Marco: «Gracias. Déjalos en la mesa. Nos vemos luego».
Suena el timbre de la tercera hora. Daniela entra en la clase de quinto C. Saca la Divina Comedia, último Canto del Paraíso, y empieza a leer.
«Virgen madre, hija de tu Hijo,
la más humilde y alta de las criaturas,
término fijo del consejo eterno…».
Explica, recita, pregunta. Esta vez nadie se inmuta. Y ella sigue leyendo. Piensa en quien le enseñó a amar esos versos, a sentirlos tan cercanos. A hacerlos suyos.
«Aquí faltó la fuerza a mi elevada fantasía,
pero ya eran movidos mi deseo y mi voluntad,
como rueda cuyas partes giran todas igualmente,
por el Amor que mueve el Sol y las demás estrellas».
Cierra el libro y, resignada, levanta la mirada. Son versos difíciles, piensa, esta vez no lo han entendido. Además estamos a final de curso, están cansados… Silencio. Solo un instante, cargado de silencio. Rompen a aplaudir. «¡Grande, profe!». «Precioso». Hasta esa voz que se alza desde el último banco, bromeando pero no demasiado: «¡Un bis!». ¿Un bis? ¿De Dante? «Sí, profe, de verdad: ¿puede volver a leerlo?».
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