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Huellas N.5, Mayo 2014

IGLESIA / El 27 de abril

La sorpresa de la santidad

Luca Doninelli

Las canonizaciones de Juan XXIII y Juan Pablo II fueron el acontecimiento de un pueblo. La insistencia en los “cuatro Papas” podía haber generado un clima similar al de un concierto de rock, pero no fue así. Había un mensaje muy preciso, que cada uno estaba llamado a recibir en primer lugar para sí mismo

Toda narración debería, o al menos intentar, estar a la altura de la historia que quiere narrar. Esta es, en mi opinión, la principal diferencia entre “narración” e “interpretación”.
No es que todas las interpretaciones sean lo mismo. Pero hay algo que está antes, y es la experiencia de ese hecho, del evento que se narra, antes que todos sus significados universales. Todo eso requiere el esfuerzo de la observación y de la narración. Sobre esto quisiera intentar hablar.
Empecemos por la gente que estaba presente en Roma, porque los dos Papas canonizados son Papas muy amados por el pueblo cristiano, y quizás esa jornada de domingo nos ayude a entender mejor qué es el pueblo cristiano.
En algunas zonas de Roma hubo problemas, debido en parte a una coordinación aproximativa entre el Vaticano y el Ayuntamiento de Roma. Pero son cosas que pasan. Por el contrario, al telespectador, que podía disfrutar de encuadres desde diversas perspectivas, le llamaba la atención el orden que reinaba tanto en la plaza de San Pedro como en la Vía de la Conciliación.
La plaza estaba llena, pero no abarrotada. Era evidente que quien lo había organizado buscó que cada uno pudiera, dentro del contexto, disponer de un pequeño espacio para dedicarse a la dimensión personal propia del acontecimiento. La insistencia en los “cuatro Papas” podía generar una expectación similar a la de un concierto de rock, pero no fue así.
En definitiva, había un mensaje muy preciso que el orden en la plaza y en la celebración sugerían: un mensaje personal, que cada uno estaba llamado a recibir en primer lugar para sí mismo. Me pareció entender que precisamente esta dimensión personal se quería subrayar como lo más importante, lo fundamental.
El propio Papa Francisco, en su límpida homilía, no presentó a los dos pontífices canonizados como dos propagandistas: «En estos dos hombres contemplativos de las llagas de Cristo y testigos de su misericordia» moraban «la esperanza y el gozo que Cristo resucitado da a sus discípulos, y de los que nada ni nadie les podrá privar».

Homenaje a Benedicto. El Papa Francisco destacó el coraje de los dos nuevos santos. Pero no se trata de un coraje físico, de un temperamento audaz. Es un coraje distinto, que viene de Jesús, de la compañía personal con Él, y de nada más.
La misa durante la cual tuvo lugar la canonización de los dos Papas fue sobre todo breve. En el centro: la liturgia, que significa “servicio del pueblo”. El canto, al contrario que en otras ocasiones en San Pedro, formaba parte de este servicio. Las lecturas eran las lecturas del día, octava de Pascua, llamada antaño domenica in albis, hoy fiesta de la Divina Misericordia.
La lectura de los Hechos de los Apóstoles, dedicada a la vida de la primera comunidad cristiana, ofrecía un ejemplo de vida muy bien descrita por una famosa frase de san Juan XXIII, quien recomendaba privilegiar siempre lo que une respecto a lo que divide.
El doble homenaje del Papa Francisco – al comienzo y al término de la liturgia – al Papa emérito Benedicto XVI era un testimonio de esta vida, que no en vano conmovió a mucha gente. Aquel hombre pequeño y humilde, de rostro alegre, es uno de los más importantes de la Historia de la Iglesia, aparte de una de las mentes más preclaras de la humanidad. Con una confianza ilimitada se hizo a un lado, no pensó ser indispensable para el destino de la Iglesia, dando lugar a ese «nuevo inicio» del que habló al mundo durante su última audiencia general.
Esta es, en mi opinión, la verdadera potencia de la Iglesia, que hace arrodillarse a quien ya no se arrodillará ante la violencia y la arrogancia de los poderosos de este mundo.

La extranjera. El pasaje evangélico era uno bien conocido, el de la incredulidad de santo Tomás. En su Exégesis de los lugares comunes el gran León Bloy se burla de aquellos que definen a Tomás como «el patriarca de los positivistas, es decir, de los hombres sin fe», y yo le agradezco estas palabras porque es verdad que a nosotros los modernos nos cuesta bastante comprender cómo aquel descreído llegó a ser santo.
Sin embargo, precisamente a Tomas, Jesús le dirige unas palabras únicas, nunca pronunciadas antes: «Dichosos los que crean sin haber visto». ¿Qué significan estas palabras? ¿Acaso quieren decir dichosos los tontos, dichosos los crédulos? Por supuesto que no: creer sin haber visto significa creer en la Iglesia, en este grupo de pecadores al que Cristo confió el ministerio de Su Presencia (sacramento). Dichosos los inteligentes, por tanto; dichosos aquellos que tengan la sencillez de corazón de reconocer los signos de Dios en la imperfección humana.
Una vez pregunté expresamente a don Giussani cuál era, de los muchos autores cristianos que nos hizo conocer y amar, su preferido. Esperaba que me respondiera Dante, o Claudel, o bien Péguy, pero respondió: Eliot. Y a mi pregunta «por qué precisamente Eliot» respondió que Eliot tenía más vivo que ninguno el sentido de la Iglesia – «la Extranjera».
Las imágenes aureoladas de los dos Papas canonizados ocupaban la fachada de la basílica. No eran imágenes especiales, se podría decir que incluso no eran muy bonitas, recordaban a las imágenes colgadas al fondo de las iglesias en el tablón de anuncios, o a esas imágenes devocionales que siempre guardan nuestras ancianas abuelas o tías, enmarcadas en la mesilla o colgadas encima de la puerta de casa, o en la mesa de la cocina donde cena la familia. Esto también remitía a la idea de sencillez, que parecía ser el verdadero leitmotiv de la ceremonia.
Las palabras del Papa Bergoglio dedicadas a los dos santos se parecían a esas imágenes. En su sencillez, también en ellas subyacía una pedagogía muy clara.
Del Papa Roncalli exaltó su docilidad al Espíritu, su ser un «guía-guiado» (ante estas palabras no pude evitar pensar en la «compañía guiada hacia el destino» con la que Giussani identificaba nuestro movimiento).
Del Papa Wojtyla retomó la definición de «Papa de la familia». Si pensamos en el papel histórico de este Papa al final de la Guerra Fría, que sufrió en sus carnes los signos de un odio ciego y obtuso, lo de «Papa de la familia» casi parecería una definición reductiva.
En cambio, si pensamos cómo ese mismo odio se ha desencadenado en las últimas décadas precisamente en contra de la familia, llegando casi a destruirla desde dentro, entonces los nexos se hacen más claros. La familia es el lugar de la persona, donde se ayuda a crecer al yo, y nada daña más que esto a un poder que quiere ser tan persuasivo como el de la sociedad globalizada y el llamado “pensamiento único”.
Pensando en los cuatro Papas presentes ese domingo en la plaza de San Pedro, es inevitable pensar en la extrañeza del cristianismo, cuyos santos son tan visiblemente distintos entre sí.

La extrañeza. En el cristianismo no hay lugar para una santidad imperturbable, indiferente a la carne, a la concreción de la vida. Pensemos solo en las personalidades de Roncalli, Wojtyla, Ratzinger y Bergoglio: cuatro personas, cuatro “yoes” diferentes, con pensamientos distintos, caracteres distintos, opiniones distintas sobre muchas cosas. No existe una tipología predefinida de la santidad cuando la fe se realiza en su coincidencia con la persona humana: vir qui adest. Este vir es siempre un acontecimiento, incluso diría más: una sorpresa.
Es también la extrañeza del pueblo cristiano, siempre expuesto al sufrimiento, al pecado, a la muerte y a menudo también a los bandazos de la ideología, y sin embargo tan arraigado en el Misterio que quien lo guía, Papas y obispos, reconocen su profunda autoridad llegando hasta proclamar nuevos dogmas universales a partir de la devoción popular, hasta adoptar sus oraciones como oraciones de la Iglesia, hasta invocar Concilios para la renovación de la Iglesia y del mundo.


IGLESIA / El 27 de abril

Testigos que hicieron visible lo esencial

La herencia viva de Juan XXIII y Juan Pablo II (La Razón, 28 de abril de 2014)

Julián Carrón

Habría que remontarse a la situación de la Iglesia en los años cincuenta para comprender el alcance histórico de los dos Papas canonizados. Una Iglesia que corría el riesgo de quedar encerrada en sí misma, con una gran dificultad para establecer una relación adecuada con el pensamiento moderno, necesitada de un punto de inflexión para volver a anunciar a Cristo de un modo convincente y atractivo para los hombres de nuestro tiempo.
«La paciencia misericordiosa de Dios para la salvación del hombre», con estas palabras sintetizó don Giussani el testimonio del Papa bueno, que en la Pacem in Terris intuyó que la «inconsecuencia» entre fe y razón en los bautizados era resultado «de su insuficiente formación en la moral y en la doctrina cristiana. Es, por tanto, del todo indispensable que la formación de la juventud sea integral, continua y pedagógicamente adecuada» (n. 153).

¿Quién habría podido imaginar, aunque solo fuera un poco antes, un evento como el del Concilio Vaticano II? Hacía falta una personalidad sencilla como la de Juan XXIII para asumir toda la responsabilidad de convocar un concilio ecuménico. Aunque será Pablo VI quien guíe los trabajos de las sesiones, el mérito de haberlo convocado y de haber dado los primeros pasos siempre será del Papa Roncalli. Como observó en el lejano 1968 Joseph Ratzinger, él «forma parte de esos pocos hombres que son verdaderamente grandes, quienes, superando todos los esquemas, experimentan personalmente, de un modo creativamente nuevo, lo que está en el origen, la verdad misma, y consiguen ponerlo nuevamente de relieve». Da la sensación de estar leyendo uno de los muchos reclamos a lo esencial del Papa Francisco.

Si a Juan XXIII le corresponde el honor de haber convocado el Concilio, se debe sin duda al otro Papa canonizado, Juan Pablo II, el haber recogido el mandato conciliar y el deseo de su realización manifestado por Pablo VI. Después de años de desorientación en el llamado post-Concilio (Papa Montini habló de «jornada de niebla, de tempestad, de oscuridad, de búsqueda, de incertidumbre»), donde se veía con claridad lo que ya no servía pero todavía se buscaba algo que pudiera responder verdaderamente a los desafíos del presente, la llegada de Juan Pablo II representó un bocanada de aire fresco para una Iglesia en dificultades.

Tal vez solo ahora empezamos a darnos cuenta de la naturaleza del impacto que su elección tuvo en la vida de la Iglesia. Él llegó a invertir «con la fuerza de un gigante – fuerza que le venía de Dios – una tendencia que podía parecer irreversible», ayudando «a los cristianos de todo el mundo a no tener miedo de llamarse cristianos, de pertenecer a la Iglesia, de hablar del Evangelio» (Benedicto XVI, homilía de beatificación de Juan Pablo II, 1 de mayo de 2011). Papa Wojtyla encarnó, como dijo de él don Giussani, «la clara certeza de lo que significa el contenido del mensaje cristiano también para la historia de este mundo: la fe en el Dios hecho hombre, con el consiguiente entusiasmo por este Hombre, en el que puede descansar toda la esperanza de los hombres y del mundo entero».

¿Quién no recuerda el impacto de la encíclica programática Redemptor Hominis? «El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente. […] El hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo — no solamente según criterios y medidas del propio ser inmediatos, parciales, a veces superficiales e incluso aparentes — debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en Él con todo su ser, debe “apropiarse” y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo» (n.10).

Con su testimonio personal de un cristianismo vivido con una conciencia y audacia únicas, Juan Pablo II volvió a proponer de un modo genial el fundamento teológico de la fe católica en las encíclicas trinitarias: Cristo, centro del cosmos y de la historia (Redemptor Hominis); Dios Padre, rico en misericordia (Dives in Misericordia); el Espíritu Santo, Señor y dador de vida (Dominum et Vivificantem). Y al mismo tiempo, Papa Wojtyla mostró también todas las implicaciones antropológicas y culturales de la fe cristiana en la vida del hombre: la razón exaltada y sanada por la fe (Fides et Ratio); la dependencia de la moral respecto de la fe (Veritatis Splendor); la importancia de la fe para la economía y el trabajo (Encíclicas sociales); la naturaleza misionera de la fe (Redemptoris Missio); la capacidad de la fe para iluminar el misterio del dolor (Salvifici Doloris), de la vida humana (Evangelium Vitae), de la familia (Familiaris Consortio). Así el hombre puede entender la promesa que la fe cristiana lleva consigo para responder al anhelo de cumplimiento en cada aspecto de la vida.

En 2005, el entonces cardenal Jorge Mario Bergoglio rindió homenaje a Juan Pablo II refiriéndose a él como «un hombre que pone en juego toda su persona, y con toda su persona y con su vida entera, con su transparencia, avala lo que predica». Un testigo que hizo visible lo esencial, es decir, a Jesucristo, el Único que salva lo humano y llena de alegría el «corazón inquieto» de cada uno.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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