Los tres de la otra mesa
Alejandra recoge rápidamente los folios de la mesa. Mira el reloj de la pared: decididamente, llega tarde. Los chicos aún estarán esperándola en el monumento de Dante donde se han citado. Toma el teléfono y envía un sms a Stefano: «Nos vemos directamente en el mesón. Id pidiendo». Aún le quedan algunos formularios que rellenar… Una profesora, compañera suya, se asoma a su puerta: «¿Todavía aquí? Mi clase es un desastre. ¡En la prueba de griego, han suspendido casi todos. ¡Sólo hay tres aprobados! Menos mal que es sábado y hasta el lunes no vuelvo a verlos. Buen domingo».
Qué diría si supiera que ella voluntariamente volverá a ver a algunos de sus alumnos en unos minutos. Cada quince días queda a comer con un grupo de chicos de GS, algunos alumnos suyos y otros amigos a los que invitan. Es una cita que no se perdería por nada del mundo.
A la carrera, baja las escaleras, atraviesa la ciudad y llega a su destino. Al entrar, el camarero, reconociéndola, le dice: «Están en la sala de siempre. Pero, profesora, le pido que no hagan demasiado ruido. No están solos». Razón no le falta, porque esta nunca es una comida silenciosa. Nada más cruzar el umbral, se eleva un coro de voces: «¡Aquí estás!». «¿Quién te ha entretenido?». «Siéntate en el centro». En la mesa de al lado, tres caballeros se giran para mirar. «Chicos, bajad la voz». «¡Venga, Ale, no estamos en el convento!». Emma, la creativa del grupo, muestra su nueva colección de anillos y brazaletes. Mateo, al fondo de la mesa, pregunta: «¿Te has inspirado en el alfabeto griego o en los capiteles romanos?». «Vete a paseo, empollón. Luego ven a pedirme un descuento para hacerle un regalo a tu novia». Empiezan las risas. Es un día especialmente alegre, por las ganas de estar juntos, de compartir la vida. No siempre sucede. Todos tienen algo que contar.
En un cierto momento, Stefano levanta la copa: «Quiero hacer un brindis: por mi primer seis en matemáticas. Esperemos que no sea el último». Julia se pone en pie: «Entonces brindemos por todos los aprobados. Tú también, Carla, aunque tus notas sólo sean de ocho para arriba, te aceptamos igualmente». Más risas.
Con el rabillo del ojo, Alejandra mira a los tres señores de la mesa de al lado. No parecen molestos por el ruido. De hecho, casi da la impresión de que estén pendientes de su conversación. Pero tal vez se equivoque. Sin embargo, cuando les lanza la pregunta: «Pero chicos, ¿vosotros por qué estudiáis?», le parece que uno de los tres hombres quiere incluso abrir la boca y responder. La discusión se anima. Ricardo es duro: «Por accidente, para mí estudiar es sólo una gran fatiga. Yo deseo algo más. ¿Qué tiene que ver con el hecho de que todo lo que sucede es para mi bien? ¿Dónde está mi bien?». Ana lanza una propuesta: «¿Por qué no estudiamos latín juntos?». Todos saben que es un genio, pero que siempre estudia sola.
Ya son las tres. Hora de irse. Alejandra recoge el dinero para pagar. Al llegar a la caja, va a entregar el dinero cuando el camarero de siempre le dice: «No hace falta. Ha pagado ese señor de allí al fondo». Alejandra no sale de su asombro: «¿Lo de todos?». «Sí, los doce». En la puerta, uno de los tres hombres de la mesa de al lado está saliendo. Los chicos lo han oído, y uno de ellos le dice alegremente: «Nos vemos cada quince días. Si quiere volver, será bienvenido». El hombre sonríe: «Lo he hecho porque es muy bonito que os reunáis así. Es una pequeña contribución para que podáis veros de nuevo». Y después de unos segundos: «Gracias».
Fuera del mesón, todos lo comentan. Giovanni: «Pero, ¿qué habrá visto?». Julia: «A nosotros».
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