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Huellas N.7, Julio/Agosto 2008

SOCIEDAD - Taiwán

El señor Xiao y sus amigos Shén fù

Massimo Camisasca

Sus amigos “sacerdotes”. Después de la entrevista al cardenal Zen, volvemos a hablar de la vida de los católicos chinos. Esta vez hablando de Taipei, donde la Fraternidad San Carlos lleva una parroquia. Apuntes de un viaje singular entre testigos y encuentros que duran para sempre

Se sabe que llega por el ruido metálico de su bastón de tres pies. Lo lleva con él, arrastrándolo desde el fondo de la Iglesia hasta el primer banco, en donde se sienta porque, si no, no conseguiría entender prácticamente nada. El viejo Xiao Bei Bei tiene 83 años y está casi sordo. Fue soldado del “generalísimo” Chiang Kai Shek y, junto a su bastón, arrastra una larga historia. Larga como los viajes que ha realizado durante su vida, que comenzó en el corazón de la gran China cuando todavía no se hablaba ni de Mao Tze Dong ni del comunismo. Ha tenido tiempo de verlos a todos: primero a los “señores de la guerra”, después a los invasores japoneses, y finalmente a los comunistas, que en el año 49 le obligaron a trasladarse a la isla de Taiwán junto con su comandante y todo su ejército. Desde entonces vive de los recuerdos de su patria, a la que nunca pudo volver. Pero hay un recuerdo que sobresale entre todos: el de aquel extranjero alto y gentil que, siendo él niño, les había enseñado inglés a él y a sus amigos: «No lo hago por dinero, os enseño gratis», decía, «pero con la condición de que vosotros os preguntéis por qué he hecho un viaje tan largo sólo para venir a este lugar perdido de China a dar clase de inglés». Gracias a aquel sacerdote, el pequeño Xiao conoció el cristianismo. Fue el encuentro con un desconocido que se vuelve amigo tuyo y compañero de camino, que te enseña su lengua, pero sobre todo te enseña que hay algo más antiguo todavía que la historia de tu gran nación, más antiguo que las preguntas de Lao Tse y que los dichos de Confucio: el deseo que anima el corazón de todo hombre y al que Cristo pretende dar respuesta.

Una lente de aumento
Un día el soldado –se hallaba en Taiwán desde hacía algunos años– emprendió un largo viaje. Tomó el avión y llegó a EEUU, a la costa oriental. Consiguió un coche, se adentró por los caminos que atravesaban una profunda extensión de nieve y llegó a un pueblo perdido. Cuando aquel sacerdote, ya anciano, lo vio llegar, se conmovió: «Sabía que algún día vendrías a verme». Le dijo el soldado: «Shén fù (que quiere decir sacerdote), he hecho este viaje para decirle una sola palabra: gracias». Ahora Xiao Bei Bei llega todas las mañanas a la iglesia con su bastón de tres pies. A menudo llega tarde, y camina lentamente hasta que alcanza el primer banco. Oye poco, y también ve con dificultad: para leer los caracteres chinos utiliza una gruesa lente de aumento. Pero al final de cada misa vuelve a escucharse su voz clara que dice: «Gracias, Shén fù». Es como si cada día volviese a hacer ese largo viaje y diese las gracias a los que le han permitido conocer lo más importante de su vida. Aquel misionero americano ya no está, pero él da las gracias a los tres sacerdotes de la Fraternidad de San Carlos, Paolo Cumin, Paolo Costa y Emmanuele Silanos. Sabe que ellos también están ahí por la misma razón que llevó a China a aquel sacerdote hace muchos años. Los sacerdotes de la Fraternidad cuidan de la pequeña comunidad de la parroquia de San Francisco Javier, en la periferia de Taipei, y enseñan italiano en la Universidad. Se encuentran con sus estudiantes, que no saben nada de Jesús, y traducen al chino las palabras y el método de don Giussani. De esta forma, Maura, Bruno, Verónica y Giuliana (estos son los nombres italianos que han elegido para ser bautizados) y muchos otros comienzan a hacerse preguntas que nunca antes se habían planteado, y alguno que otro empieza a ir a misa, como Valeria y Caterina. Taiwán es un lugar extraño, lleno de contradicciones. Políticamente los habitantes de la isla se dividen entre azules, favorables a retomar las relaciones con la “Madre China”, y verdes, que siguen soñando con una independencia que, probablemente, no llegará nunca. Estando aquí tengo la impresión de que Taiwán se ve cada vez más atraída hacia la órbita del continente. Y está en el orden de las cosas que sea así, en vista de la transformación de la economía de la República popular. Durante las últimas décadas, Taiwán ha sido un enorme portaaviones americano a un paso de China. Pero hoy, ¿sigue teniendo las mismas necesidades que hace treinta o cuarenta años?

«Ven y ve»
Su religión es una mezcla de supersticiones populares, taoísmo, budismo y sabiduría confucionista. Pero lo más importante es el culto a los muertos, la veneración por los antepasados, típica de toda tradición pagana. La señora Gao viene a misa todos los días. Casada y con dos hijos, es profesora de alemán en la Universidad. Hace ocho años se hizo católica, porque los protestantes no permiten que se hagan ritos en honor de los antepasados, mientras los católicos sí. Pero su relación con la religión seguía siendo un poco sentimental, individualista. Hasta que comenzó a traducir El sentido religioso. Al principio lo encontraba duro, difícil. Después descubrió que jamás habían hablado de forma tan directa a su corazón.
La diócesis de Taipei fue fundada en 1952, y es como si estuviésemos en los tiempos de San Pablo, de los apóstoles, de la fundación de la Iglesia. Y al igual que entonces, el cristianismo tiene que vérselas con el paganismo y con la superstición. Además de los chinos hay muchas otras etnias. También trece tribus aborígenes. Mei Xiang es aborigen. Tiene 30 años. Una joven bonita, que hace unos años se casó con un aborigen de otra tribu. Él era católico, ella no. Su abuela era la hechicera de la aldea. La gente acudía a ella cuando quería vengarse de alguien. «Puedes casarte con ese hombre», le dijo su abuela, «pero te pido que no te hagas católica». Mei Xiang se trasladó hace dos años a Taipei con su marido y su hija: «A menudo me sentía débil, triste. Veía a mi marido y a su familia, veía su fe, la certeza que tenían. Ellos me daban la fuerza que yo no tenía. Me preguntaba qué tenían ellos que yo no tuviera. Un día mi marido me dijo: ¿por qué no pruebas y vienes a misa? Fue como decir: ven y ve». Así fue como Mei Xiang conoció a don Paolo y a los sacerdotes de la Fraternidad. Descubrió una familia más grande que la suya, que la ayuda a encontrar la belleza y el sentido de su vida. ¡Que distinto y lejano era todo esto de la religión de su pueblo, de la religión de su abuela, hecha de miedos y maleficios! Algún tiempo después pidió a don Paolo el Bautismo, y lo recibió hace un año. He podido escuchar su testimonio. Cuando hablaba, lloraba conmovida: «Aunque no sea mejor que antes, mi vida ahora tiene un sentido, que es la gratitud por mi nueva familia, que me ha enseñado a mirarme de otra manera, a entender mi vida y la de los demás. Esto es lo que quiero decir: gracias a Dios por haberme permitido conocer a estas personas y gracias a ellas por haberme hecho conocerle a Él».

Jesús habla a todos
Cada vez que durante mis viajes conozco a personas como ella, comprendo con mayor claridad que Jesús tiene una palabra para cada hombre del mundo. Sigue siendo el mismo, y sabe hablar a cada cual de forma distinta. Contaba a los amigos del Movimiento (Julie, Steve, Naomi, Claudia, Vincenzo, Simona Eleanora...) que durante las noches que pasé en Taiwán me desvelaba a menudo por culpa del jet lag. Y a las cuatro de la mañana escuchaba a la gente que empezaba a preparar los puestos y a traer los animales para el mercado que se ubica junto a nuestra parroquia. Pensaba en aquella gente y en todas las personas que en este lugar y en la gran China no conocen todavía a Cristo. ¿Para qué están aquí estos tres amigos míos? ¿Para qué he venido yo? Para que la gente de Taipei puede encontrar lo mismo que he encontrado yo. Porque hay algo más doloroso que vivir en medio del sufrimiento, y es vivir sin saber para qué se vive. Esto es lo más doloroso de todo. Somos enviados a todos los hombres para que puedan saber para qué nacen y para qué viven. Somos llamados a ser la voz de Jesús que habla a todos, a través de la propuesta que ha movido nuestra vida. Una propuesta repleta de gratuidad y paciencia que es la misma de Dios. Una propuesta que nace del agradecimiento por lo que hemos recibido. La misma gratuidad que tenía aquel anciano sacerdote americano. El mismo agradecimiento que todavía mueve al anciano soldado chino. «Gracias, Shén fù».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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