Ratzinger imprimió el giro radical, una renovatio que desemboca en Francisco
Desde hace ocho siglos no ocurría nada parecido. Desde aquel remoto 1294 en que Celestino V convocó a los cardenales a su presencia y se despojó físicamente, literalmente, prácticamente de su hábito de Pontífice para volver a ser un monje más. Un gesto de humildad y de fe, dictado por eso que los historiadores llamarían el ansia de renovatio, típica del Bajo Medievo. En los años venideros, probablemente siglos, la decisión de Benedicto XVI se recordará como el acto más valiente e inesperado de la historia de la Iglesia del siglo XXI.
Nunca se podrá interpretar, leer, comprender verdaderamente la extraordinaria fuerza del Papa Francisco, el “outsider” de los papables según el relato de la prensa secular de todo el mundo, el cardenal Jorge Mario Bergoglio, contraponiéndolo a su sucesor. La continuidad es profunda, sólida, incluso más allá de la voluntad de los dos protagonistas. La serena, firme, calmada decisión de Ratzinger de poner su mandato en manos de los cardenales es verdaderamente un “despojarse franciscano” (el que fuera su sucesor no podía llamarse más que Francisco...).
¿Pero en qué consiste esta voluntad “franciscana” de renovación? Es el retorno a la lógica del primer milenio del cristianismo, también respecto de la sedimentación medieval. Es Ratzinger quien imprime a la Iglesia este giro verdaderamente radical. Abandonar la defensa, cada vez más difícil, de las consecuencias de la fe, mientra esta mengua cada vez más. Dejar de apalancar un edificio encostrado, sedimentado, convertido en institución ya sin vida. Recomenzar como si no quedara ya un cristiano sobre la tierra, como los cristianos del primer milenio, volver a verlo todo como “consecuencia del Amor”. Volver a mirar el mundo como lo miraba san Agustín.
Subir al monte. También en esto, Bergoglio es el fruto de la decisión de Ratzinger. No sólo porque misteriosamente sus destinos personales se cruzaron en los dos cónclaves, de 2005 y 2013. De hecho, sabemos, por una reconstrucción semioficial de la elección de hace nueve años, que Ratzinger fue elegido justo después de que Bergoglio, de algún modo, renunciara. Y hoy es evidente que Bergoglio se convierte en Papa después de la renuncia de Ratzinger. Más radicalmente, Benedicto XVI motiva su decisión revolucionaria en la necesidad de enfrentarse a un paso histórico de la Iglesia de hoy. La palabra clave de su Pontificado es “purificación”. Primero purificación de la razón, y luego purificación de la fe.
Ratzinger devuelve la Iglesia a su Señor. Él, que dice de sí mismo en el libro-entrevista de Peter Seewald Luz del mundo: «Místico no soy» (página 28), en el último Angelus de su Pontificado dirá explícitamente: «El Señor me llama a “subir al monte”, a dedicarme aún más a la oración y a la meditación. Pero esto no significa abandonar a la Iglesia».
Ratzinger siente la necesidad imperiosa de una obra de purificación que llegue hasta la función misma del Pontífice, del Obispo de Roma. Intuye que un nuevo inicio pasa a través de una “derrota”, una renuncia, una cruz.
Preguntas y respuestas. No en vano la extraordinaria mirada de Francisco al mundo es como la mañana del Sábado Santo después de la Cuaresma. La transición entre los dos Papas termina casi superponiéndose al tiempo litúrgico de la Pasión y la Resurrección. ¡Una Pascua para recordar la de 2013!
Sin duda, Bergoglio tiene su temperamento y su sensibilidad particulares, ambos imprevisibles e inesperados. Es fácil dejarse llevar por la apariencia y el juego de las imágenes. Muchos católicos (sobre todo los de profesión) se enfadan cuando oyen a los “alejados” decir: «Este sí, por fin...». Es un error, aunque comprensible, quedar decepcionados ante este tipo de afirmaciones. Los creyentes deberían saber que es el Señor quien hace que la Iglesia exista, no nosotros, ni siquiera los Papas. Y es una verdadera gracia la inmediata capacidad de diálogo con todos que el Papa Francisco ha vuelto a despertar en el corazón de los hombres contemporáneos.
Pero también la razón, “ensanchada” por la fe, debe ayudarnos a comprender: todas las reformas “prácticas” que el gran Francisco está llevando a la Iglesia pueden interpretarse como respuestas a las preguntas planteadas por Ratzinger. Quien ha tomado en serio la decisión de Benedicto XVI, mirándola hasta el fondo, estudiando sus motivaciones y consecuencias, ha podido encontrarse con Francisco. Sobre todo en ese aspecto que ha sido siempre con más claridad el corazón de su misión: un reclamo radical a lo esencial, es decir, a Jesucristo.
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