«Le bastaron 15 años para dejar una huella imborrable en esta tierra». Lo afirma una de las muchas personas que quedaron marcadas por él, aun sin haberlo conocido. Y lo confirma la causa de beatificación, que da sus primeros pasos. La historia de un «chico normal» que ardía de pasión por su Amigo Jesús. Y por el deseo de que todos le conocieran
«Señora, su hijo es especial». Antonia Acutis escuchó esta frase muchas veces: al sacerdote de su parroquia, a los profesores, a los compañeros de clase, al portero de su casa en via Ariosto, en Milán, adonde se mudaron en 1991, pocos meses después del nacimiento de Carlo, un joven que murió a los 15 años. Ya se ha abierto la fase diocesana para su causa de beatificación.
Carlo era un chico normal, vivaz, con muchos amigos y apasionado por la informática y los animales. Pero aquel ser especial tenía un nombre: Jesús, su Amigo. Se dio cuenta cuando Carlo, aún muy pequeño, al pasar por delante de las iglesias le decía: «Mamá, vamos a entrar a saludar a Jesús y le rezamos una oración». Luego descubrió que leía la vida de los santos y la Biblia. La suya era una familia corriente, que no frecuentaba a menudo la iglesia. «Pero ese “trasto” me hacía muchas preguntas profundas a las que yo no sabía responder. Me quedaba perpleja ante su devoción. Era tan pequeño como seguro. Entendía que era algo suyo, pero que también me implicaba a mí. Fue así como empecé mi camino de re-acercamiento a la fe. Le seguí». El padre Aldo Locatelli, que acompañó a su hijo, y también a ella, le dijo: «Hay niños a los que el Señor llama desde pequeños».
La autopista. A los siete años, Carlo pidió poder recibir la Primera Comunión. Aquel Amigo se hizo entonces más cercano. A petición del padre Locatelli, monseñor Pasquale Macchi (que fue secretario de Pablo VI), después de interrogarle, garantizó la madurez y la formación cristiana del niño para recibir el sacramento. Sólo les hizo una recomendación: que la celebración se desarrollara en un lugar idóneo para el recogimiento interior, sin distracciones. El 16 de junio de 1998 recibió la Eucaristía en el silencio del monasterio de Bernaga en Perego, cerca de Lecco.
La de Carlo era una vida sencilla. Con un punto firme, especial: la misa diaria porque, decía, «la Eucaristía es mi autopista hacia el Cielo. Somos más afortunados que los Apóstoles que vivieron con Jesús hace 2000 años: para encontrarnos con Él basta con que entremos en la iglesia. Jerusalén está al lado de nuestras casas». Al terminar la celebración, se quedaba para la adoración. Se confesaba con frecuencia porque «igual que para viajar en globo hay que descargar peso, también el alma para elevarse al Cielo necesita quitarse de encima esos pequeños pesos que son los pecados veniales». Son palabras sencillas, de niño. Pero cargadas de deseo de estar con ese Amigo que le estaba pidiendo que diera testimonio de Él con su vida.
Un par de botas. Carlo tenía un carácter fuerte, decidido. Su pasión por la informática le lleva a estudiar nuevos programas. También le encantaba jugar a la play station con sus amigos. En clase – primero en el instituto de la plaza Tommaseo de las Hermanas Marcelinas y luego con los jesuitas en el Liceo León XIII – era amigo de todos, pero sobre todo de los más necesitados. Sus compañeros, incluso los no creyentes, querían estar con él. Le pedían consejo y ayuda. Le buscaban. Porque con Carlo se estaba a gusto, había algo atractivo en él. A pesar de que no le gustaban las modas. Se enfadaba cuando su madre quería comprarle un segundo par de botas. No le interesaba. Nunca escondió cuál era la fuente de su felicidad. En su habitación, tenía un gran cuadro de Jesús que estaba a la vista de todos. Invitaba a sus compañeros a ir juntos a misa, a reconciliarse con Dios. En un cuaderno escribió: «La tristeza es dirigir la mirada hacia uno mismo, la felicidad es dirigir la mirada hacia Dios. La conversión no es otra cosa que desviar la mirada desde abajo hacia lo alto. Basta un simple movimiento de ojos».
En el barrio, todos le conocían. Cuando pasaba en bicicleta se paraba a saludar a los porteros, muchos de ellos extracomunitarios de religión musulmana e hindú. Les hablaba de sí mismo, de su fe. Y ellos escuchaban a aquel chaval tan simpático y afable. A la hora de comer, guardaba la comida que sobraba en recipientes que le llevaba a las personas sin hogar que vivían en la zona. En su casa trabajaba como asistente doméstico Rajesh, un brahmán hindú. Entre él y Carlo nace una profunda amistad, hasta el punto de que Rajesh se convirtió y pidió recibir los sacramentos. Cuenta Rajesh: «Me decía que sería más feliz si me acercaba a Jesús. Pedí el Bautismo cristiano porque él me contagió y cautivó con su profunda fe, su caridad y su pureza. Siempre le consideré como alguien fuera de lo normal, porque un chico tan joven, tan guapo y tan rico normalmente prefiere llevar una vida distinta». Pero Carlo no sabía qué significa una “vida distinta”. El dinero, está convencido, no se puede malgastar. Con sus primeros ahorros compró un saco de dormir para el mendigo que veía camino de la misa en Santa Maria Segreta. También hacía donativos a los capuchinos de viale Piave, que dan de comer a los sin techo.
En 2002 acompañó a sus padres al Meeting de Rímini. Su madre iba a participar en un encuentro para presentar el Piccolo catechismo eucaristico (Pequeño catecismo eucarístico). Quedó fascinado por la gente y las exposiciones que vio. Y entonces se le ocurrió una idea: una exposición sobre los milagros eucarísticos. Cuenta Antonia Acutis: «Estaba convencido de que la gente así podría darse cuenta de que verdaderamente en la ostia y en el vino consagrado están el cuerpo y la sangre de Cristo. Que no hay nada simbólico, sino que es la posibilidad real de encontrarse con Él. En ese momento colaboraba en la catequesis y creía que este sería un modo nuevo de acercar al Misterio eucarístico».
«Tienen que ver». De vuelta a Milán, se puso manos a la obra. Sus conocimientos de informática fueron de gran ayuda. Se dedicó a ello en cuerpo y alma. Se documentó, pidió a sus padres que le acompañaran en un viaje por Italia y Europa para recabar material fotográfico. Implicó a todo el mundo y “agotó” a tres ordenadores. Tres años después, la exposición estaba lista. Por un boca a boca inesperado, empezó a recibir solicitudes no sólo desde las diócesis italianas sino del mundo entero.
En el verano de 2006, durante unas vacaciones, Carlo le preguntó una noche a su madre: «¿Tú crees que debo ser sacerdote?». Ella respondió con sencillez: «Lo irás viendo tú solo. Dios mismo te lo irá desvelando».
A principios de octubre, Carlo cae enfermo. Parecía una gripe normal y corriente. Acababa de ultimar la presentación de un video con propuestas de voluntariado para los alumnos del León XIII. Un trabajo que le había llevado mucho tiempo y que le apremiaba de manera especial. La fecha de la proyección era el 4 de octubre. Pero él no pudo ir. Estaba ingresado en el Hospital San Gerardo de Monza. No era una gripe, sino una leucemia fulminante, del tipo M3, la peor. No había ninguna posibilidad. Nada más cruzar la puerta del hospital, le dijo a su madre: «De aquí ya no salgo». Más tarde le dijo a sus padres: «Ofrezco al Señor los sufrimientos que tendré que padecer por el Papa y por la Iglesia, para no tener que estar en el Purgatorio y poder ir directo al cielo». Los sufrimientos llegaron. Pero cuando la enfermera le preguntaba cómo se sentía, él respondía: «Bien. Hay gente que está peor. No despierte a mi madre, que está cansada y se preocuparía más». Pidió la unción de los enfermos y murió el 12 de octubre.
El día de su funeral, la iglesia y el cementerio estaban a rebosar de gente. Recuerda su madre: «Había gente que no conocía de nada. Personas sin hogar, inmigrantes extracomunitarios, mendigos, niños... Un montón de gente que me hablaba de Carlo. De lo que él había hecho por ellos, y yo no sabía nada. Me daban testimonio de la vida de mi hijo, y yo me sentía huérfana».
Un testimonio que ha ido más allá de la muerte. Que ha transformado la vida de muchos. Espontáneamente, a través de aquellos que le conocieron y por internet se dieron a conocer su historia y sus pensamientos. La familia ha recibido miles de cartas y correos electrónicos que piden saber más de aquel chico tan especial. En una de ellas, se lee: «He visitado la iglesia de San Frediano al Cestello en Florencia y me ha impactado la imagen de Carlo, que era casi como si me estuviera esperando. No pude evitar acercarme para leer la historia de un chico al que le bastaron 15 años de vida para dejar una huella imborrable en esta tierra». O un chico que nunca llegó a conocerle y que escribió en Facebook: «Carlo vivió en una familia muy rica, por lo que nada le habría impedido vivir de una forma acomodada de la que podría haberse sentido orgulloso. Sin embargo, siempre mantuvo un tono de vida y pensamiento “pobre”, abierto siempre a los últimos, altruista con todos. No es poco en este “planeta” nuestro».
Para muchos jóvenes se ha convertido en un ejemplo de cómo es posible vivir la fe. Algunos hablan de su propia conversión. Y luego está la exposición, que ha llegado hasta los confines de la tierra: China, Rusia, América Latina. En EEUU, gracias a la ayuda de los Caballeros de Colón, ha visitado diez mil parroquias y más de cien universidades.
Don Giussani escribió: «La libertad de Dios se mueve en la vida que ha creado, se implica a partir de personas y lugares escogidos, preferidos diríamos nosotros, pero es siempre una preferencia que está en función del todo».
La especialidad de Carlo fue esta preferencia, que él amó y acogió. «Está siendo sacerdote desde el cielo», dice su madre. «Él, que no conseguía entender por qué los estadios estaban llenos de gente y las iglesias, en cambio, vacías. Siempre repetía: “Tienen que ver. Tienen que entender”».
1991 Nace en Londres. A los siete años, recibe la Primera Comunión.
2005 Termina la exposición sobre los milagros eucarísticos que da la vuelta al mundo.
2006 Muere el 12 de octubre, a los 15 años, por una leucemia fulminante.
2013 Nada obsta a la preparación de la petición diocesana de beatificación.
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