Recorriendo las páginas de la biografía, el arqueólogo GIORGIO BUCCELLATI relata su “cara a cara” con el fundador de CL. Sin haberlo conocido en persona, narra la incidencia del carisma en la burguesía milanesa (y no sólo): el «diálogo en contrapunto» con Montini y Colombo, la concepción de la cultura y aquella frase que le suena dirigida a sí mismo: «¿Tú eres un intelectual, y no lo entiendes?»
Una biografía extraordinaria para un sujeto extraordinario, la Vida de don Giussani de Alberto Savorana. Con un tercer elemento extraordinario. Se trata de un libro abierto, que quiere implicar intencionadamente al lector en una evocación personal. Un libro que invita a responder al encuentro que acontece mediante su lectura. Lo mismo que podía acontecer físicamente con el protagonista del libro que, aunque nunca lo hayas visto en persona, parece salir a tu encuentro ahora, como saltando “de repente” desde la página impresa.
El encuentro acontece porque Savorana consigue injertar con fluidez las palabras de Giussani en un ritmo narrativo que, sin interrupción alguna, pasa de la narración a la cita y viceversa, con la misma naturalidad que sucede en un encuentro cara a cara. Da la sensación de experimentar lo mismo que quien se encontraba con él, identificándote con la experiencia de los innumerables testigos aquí citados que se sentían «leídos», ¡qué hermosa metáfora!, por sus palabras.
La reverberación. Así ha sido para mí. La lectura me ha llevado a reencontrarme a mí mismo, un yo mismo muy joven. El año en que don Giussani empezaba a dar clase en el Liceo Berchet de Milán, yo me matriculaba en la Universidad Católica, también en Milán. Estudié en el Liceo Gonzaga, a muy corta distancia del Berchet. Allí la tradición de la espiritualidad ambrosiana se remontaba a finales de los años treinta, cuando don Carlo Gnocchi comenzó su ministerio en el Gonzaga, para continuarlo luego con “sus chicos” que habían partido a la guerra. Fue otro vivísimo testigo de esa sana e irresistible inquietud ambrosiana que también caracterizó a don Giussani. Leer el libro de Savorana ha sido, por tanto, para mí una invitación a recorrer el itinerario de Giussani entrelazando la historia cronológica de su vida con la de la sociedad en la que nací, una suerte de diapasón para comprender la situación en la que me crié.
La de don Giussani fue una irrupción profética. De esto percibí claramente la reverberación aun sin haberlo conocido nunca en persona. Lo sentí, de hecho, en el contexto de aquella época, ese contexto que nutrió su experiencia educativa. El aspecto predictivo es lo que se asocia normalmente al concepto de “profecía”. Pero la dimensión profética va mucho más allá. Es la capacidad de proclamar la realidad del espíritu en lo concreto.
“Sus” cardenales. Resulta iluminador ver, a este respecto, cómo la confrontación con los cardenales Montini y Colombo cualificó profundamente esta dimensión profética de don Giussani. Se desarrolla con ellos un verdadero y auténtico diálogo en contrapunto, un diálogo que, muy lejos de acabar degenerando en un enfrentamiento, nutre en cambio la espiritualidad desde sus raíces más profundas. Es impresionante ver, y el libro lo ilustra de un modo magnífico, cómo la confrontación se convierte en una ocasión que permite a don Giussani profundizar, ahondar hasta las mismas raíces de las convicciones que ya le eran propias. Derivando así en un reforzamiento y una clarificación que otorgan a su presencia profética, probada en el crisol del sufrimiento, un carácter más fuerte, sólido e incontenible al mismo tiempo. Fijémonos en estos dos momentos, la década con Montini (1954-63) y los quince años con Colombo (1964-79).
La llegada de don Giussani irrumpió con fuerza en la trabada estructura social de nuestra burguesía milanesa para decirnos que lo que necesitábamos era una relación mística con Jesús. Así, literalmente: “mística”. Fue esta la gran novedad de su predicación sobre la experiencia: un sentido religioso que podía encarnarse en una experiencia vivida conscientemente, y no en una “religión”, en una forma plana de vivir que se configuraba en paralelo a las demás dimensiones de una vida social burguesa. Este era justamente el desafío frente al cual el “católico” burgués instintivamente se arredraba, pues se sentía mucho más cómodo encuadrado en una sólida estructura social que reservaba un espacio seguro incluso a la casilla de la “religión”.
Pero todo anuncio profético avanza como en la cresta de una ola, con el riesgo intrínseco de hundirse por una parte o por otra. Hundirse, en este caso, significaba caer en un “misticismo” como fin en sí mismo, un narcisismo satisfecho (del tipo, por retomar mi historia personal, que yo conocería en la California del touchy-feely a la que emigré unos años después). Aquí es donde se inserta el contrapunto del diálogo con Montini. «Contrapunto», nunca conflicto. Del libro de Savorana emerge cómo Montini actuó casi como la voz de la conciencia de Giussani: le decía aquello hacia lo cual él ya tendía.
De esta manera un aspecto fundamental del pensamiento de Giussani se hizo aún más esencial. Se trata de la importancia de la verificación. La dimensión mística no puede reducirse a una realidad autorreferencial. La experiencia debe medirse con una realidad objetiva, que está fuera del sujeto. Y debemos definir los contornos de esta realidad con una crítica que arroje luz sobre su razonabilidad. En este punto, Giussani parece revivir, frente a Montini, la enseñanza que había aprendido, siendo niño, de su padre. La conmovedora filiación del tono con que Giussani se dirige a su cardenal está empapada de la misma filiación que había marcado sus primeros años. Giussani había aprendido justamente de su padre el valor de la verificación, y a esa sensibilidad recurrió frente a las acaloradas exhortaciones de Montini.
El riesgo era, por tanto, el de una fractura. El desafío suponía una nueva cultura. El término cultura puede usarse en un doble sentido. En un sentido negativo, cultura se contrapondría a experiencia. En sentido positivo la cultura es precisamente la verificación de la experiencia. Huyendo de toda evanescencia posible, la «mística» que Giussani propone está sólidamente anclada a una verificación concreta, razonable. El diálogo en contrapunto con Montini le ayuda a aclarar esta exigencia. Y en la realidad cotidiana, fue el diálogo con los chavales de aquella burguesía lo que le ayudó a afinar los términos de este mensaje nuevo: no hay divorcio entre cultura y mística.
Si del diálogo con Montini emergió que la experiencia debe apoyarse en la cultura, del diálogo con Colombo emergió el aspecto especular correspondiente: la cultura debe basarse en la experiencia. Colombo sentía la necesidad de sostener las estructuras portantes de la convivencia social cristiana, y temía que una perspectiva excesivamente individualista pudiera debilitar las instituciones y finalmente llevar a su colapso. Gracias a la confrontación que le llevó a aclarar las dimensiones culturales de la experiencia, Giussani, midiéndose con las preocupaciones de Colombo, se convenció aún más de la necesidad de relacionar orgánicamente individualismo y asociacionismo. Lo que maduró con claridad fue su convicción de que una organización debe calificarse como organismo, y que una organización cristiana no puede ser más que un organismo sacramental. Esto es, un organismo que, en todo momento y en todos los aspectos, se identifica no sólo con la figura, sino con la presencia de Jesús.
De Leopardi a Pasolini. De esta forma, la dimensión profética y mística de Giussani, retomando el desafío de su Cardenal, irrumpe en la nueva realidad no sólo milanesa o italiana, sino mundial. Giussani asume la crisis de 1968 como un desgarro lacerante vivido en primera persona. La tempestad sacude con prepotencia precisamente los cimientos de las instituciones, incluso de las que habían surgido por iniciativa suya. Las páginas del libro transparentan esa sensación de alerta apremiante, esa especie de vade retro, con la que advierte la tentación de que el «movimiento» pueda pasar de una dirección ascendente a otra puramente lateral y autorreferencial. Giussani no quiere ser arrastrado en la vorágine del activismo, rechaza ser el Frankenstein de la mística profética. Se trató de la verificación dramática de lo que instintivamente había percibido siempre como un peligro: una cultura asociativa concebida como fin en sí misma.
Por el contrario, cada vez se hacía más necesaria una cultura comunitaria. Hubo toda una gama de eventos e intervenciones que contribuyeron a madurar una convicción que él siempre había mantenido, la de la comunión como fundamento de la realidad asociativa, y más específicamente la de la fidelidad leal a la presencia viva, aun transida de misterio, de Jesucristo. Giussani vivió estos años con una extraordinaria apertura hacia cualquier realidad verdaderamente humana, aunque fuera diferente, con una sensibilidad que encarnaba el «riesgo» que supone educar, aceptando la diferencia tanto de las exigencias como de las respuestas.
Todo ello ilumina un aspecto sorprendente y brillante de Giussani: su entusiasmo frente a realidades humanas que, siendo genuinas y profundas, no podían contemplarse más que en consonancia con la experiencia cristiana. Me refiero al entusiasmo por Leopardi que conoció en su juventud, o por Pasolini, tan bien descrito en el libro como un momento de revivido entusiasmo juvenil. Bajo esta misma luz me parece ver su relación con la cultura norteamericana. Algo que en mi caso emerge de esta lectura con una resonancia particular, puesto que, después de haber sido un burgués milanés, me vi inmerso en el mundo universitario americano.
La importancia central de la “experiencia” se cristaliza en lo que Giussani llama las “dimensiones” de la vida cristiana, es decir, la cultura, la caridad y la misión.
Un trinomio que se remonta a los primerísimos años de GS y sobre el cual Giussani reflexiona con gran profundidad en una entrevista con Robi Ronza en 1975.
Es llamativa la coherencia con la que estos principios permanecen operativos en su vida, aclarándose y profundizándose en respuesta a las circunstancias que aquilatan su intuición original. Si el énfasis en la cultura sirve para cribar la inspiración mística y profética mediante una verificación constante; el énfasis en la caridad para clarificar la verdadera raíz del estar juntos, de la «comunionalidad» como Giussani empieza a llamarla en un momento dado; el énfasis en la misión refleja la urgencia de compartir la experiencia, de abrir la comunidad más allá de cualquier límite de grupo. Una de las prerrogativas de la experiencia cristiana es la de querer proclamar la mística, en vez de recluirla en un ámbito solipsista. En sintonía con esto, Giussani desarrolla el concepto de misión al que remite, en el fondo, el concepto mismo de «liberación», porque una verdadera «comunionalidad» libera del anonimato. Independientemente del alcance numérico del grupo, todos somos siempre identificables personalmente, llamados cada uno por su nombre.
La palabra «movimiento» se presta perfectamente a describir este conjunto de factores. Giussani la utiliza cada vez más, porque expresa muy bien esa propulsión constante que quiere comunicar hacia fuera la alegría experimentada dentro de la comunidad. Se trata de un «moverse», tanto en un sentido centrípeto (afirmar la identidad) como centrífugo (abrirse al mundo); un dinamismo de comunión que tiene como presupuesto esencial afirmar en primer lugar el valor del interlocutor.
Es el gran mensaje de la libertad. Ver el sentido religioso, y más en general el sentido de la vida, en la más amplia multiformidad de sus posibles expresiones. Este es el fundamento del testimonio, que emerge potentemente al leer el libro. Una vez más he vuelto a encontrar aquí una coincidencia con mi historia personal. Me refiero a mi encuentro con la espiritualidad islámica, no la de los libros sino la de muchos amigos con los que he compartido una larga historia durante más de treinta años de excavaciones arqueológicas en Iraq y Siria. Me vi progresivamente envuelto en un movimiento recíproco, el de quien tiende instintivamente hacia el otro para compartir lo más profundo que cada uno posee.
Un toque de ironía. El de la cultura es uno de los temas que recorren el libro con más frecuencia. En 1979, en un coloquio con Juan Pablo II, Giussani da esta bellísima definición: «Conciencia crítica y sistemática de una experiencia de vida». Coincide con la verificación en la que siempre había insistido.
Luego está la cultura como factor de cohesión social, esa mentalidad que se basa en estructuras conceptuales más o menos implícitas y sin embargo compartidas, y que incide en nuestras reacciones, a veces incluso superponiéndose a la espontaneidad, casi contrastando la experiencia. Por un lado está la «cultura dominante» y por otro la no menos importante «conciencia religiosa del pueblo», aunque se haya ido reduciendo numéricamente a lo largo de los siglos.
Pero Giussani no habla de la cultura de los intelectuales. No es que nosotros, los intelectuales, debamos sentirnos excluidos. Pero la cosa da que pensar y nos remite a la historia humana de Jesús. El único intelectual que sabemos que lo frecuentó es Nicodemo. Y por lo que dice Juan, se encontraron de noche; este particular se repite dos veces, subrayando así la “prudencia” de este personaje público, socialmente prominente, potencialmente burgués. Resulta alentador notar que Jesús no le ignora, ni mucho menos le rechaza como solía hacer con los demás fariseos. Al contrario, le toma en serio. No sé si es intencionado, pero precisamente en esta ocasión Juan relata el primer discurso largo de Jesús, como sugiriendo que la confrontación con un intelectual estimuló el aspecto más argumentativo de la personalidad de Jesús. Al menos, es bonito para un intelectual verlo así.
Pero en este episodio también podemos notar un toque de ironía por parte de Jesús, uno de los pocos de los que tenemos noticias: «¿Tú eres maestro en Israel, y no lo entiendes?».
Me parece estar oyendo a Giussani que me dice: «¿Tú eres un intelectual, y no lo entiendes?».
*Profesor emérito en la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA)
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