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Huellas N.1, Enero 2014

ANIVERSARIO / Etty Hillesum

El corazón pensante del lager

Davide Perillo

Murió en Auschwitz, «cantando». Nació hace un siglo. Nos dejó un diario y una colección de cartas. Pero, sobre todo, un recorrido humano que en el diálogo continuo con Dios le permitió mirar las cosas por lo que son, y abrazarlo todo, incluso a sus carceleros. «Porque la gratitud será siempre más grande que el dolor»

La tarjeta postal la encontró un campesino. Estaba al borde de la línea férrea que atraviesa el páramo, a las afueras de Nieuweschans. Ninguna imagen, sólo la fecha (7 de septiembre de 1943), la dirección («a Christine van Nooten, Deventer») y un texto escrito con una caligrafía densa y rotunda. «Abro por casualidad la Biblia y encuentro esto: “El Señor es mi refugio”. La partida ha llegado, a pesar de todo, de manera inesperada. Hemos dejado el campo cantando. Adiós». Era de Etty Hillesum, judía holandesa de 29 años. La había lanzado desde el vagón número 12 del tren que la llevaba a Auschwitz. Morirá allí dos meses después. Nació hace ahora cien años.
¿Se puede ir a la cámara de gas cantando? ¿Se puede vivir el horror de la Shoá en carne propia – ver morir a los amigos, los familiares, los proyectos, los sueños – y subir con el corazón alegre al tren que te lleva al encuentro con el sacrificio? En aquella postal se halla la impronta de una vida breve cuyo recorrido produce escalofríos, porque plantea ésta y otras muchas preguntas. Y lo hace poco a poco, paso a paso, relatando aquello que ella misma descubre observándose. Etty nos dejó un diario y una colección de cartas. Todo ello concentrado en un lapso de tres años, entre 1941 y 1943. El primero se convirtió en un evento no sólo editorial (ciento cincuenta mil copias vendidas y estudios, tesis, reediciones continuas; en español: Diario de Etty Hillesum: una vida conmocionada, Taurus lo ha publicado en 2007). Las segundas (en español: Cartas desde Westerbork, La Primitiva Casa Baroja, 1989) acaban de aparecer en su versión íntegra, publicadas en Italia por Adelphi, para completar la lectura de una existencia plena como pocas.
Esther “Etty” Hillesum nace en Middelburg, junto al Mar del Norte, en una familia burguesa. Su padre es director de un instituto; su madre rusa y de carácter volcánico; tiene dos hermanos de una inteligencia tan brillante como la suya (Mischa será uno de los más prometedores pianistas de Europa; Jaap, a los 17 años, encuentra allanado el camino hacia la carrera de Medicina, por haber descubierto una nueva proteína). Etty se gradúa primero en Derecho y después en Lenguas Eslavas. También estudia psicología, pero ya es tarde para abrirse camino: los campos de concentración están abriendo sus verjas, el Holocausto acaba de empezar. Etty querría ser escritora, se lo repite a menudo a sus amigos y a sí misma. No sabe que, de hecho, ya lo es.

Contra-drama. En aquel diario, escrito en la misma ciudad y en el mismo período que Anna Frank, hay muchas más tramas e historias. Hay un recorrido humano potentísimo, un camino de ensanchamiento de la razón, de los sentidos y del corazón, encuentro tras encuentro, sufrimiento tras sufrimiento. Algo que le permite, en los años en los que toda Europa vive la tragedia, «escribir un contra-drama», como dice Jan Gert Gaarlandt, que ha publicado el diario. Etty escribe con una lucidez y una fuerza de ánimo – no por un esfuerzo: con una conciencia cada vez más clara de cómo están verdaderamente las cosas – que interrogan. ¿De dónde procede esa fuerza?
La primera respuesta se halla en un corazón inquieto. Y mucho. Un corazón que ama a Rilke, a Agustín, a Leonardo y a Dostoievski. Que le hace repetir una y otra vez, de mil maneras distintas: «quiero algo y no sé qué es». Y que se abre de par en par cuando conoce al hombre que marcará su vida. Se llama Julius Spier, le dobla la edad, ha estudiado con Jung y es el padre de la «psicoquirología»: análisis y terapia de la persona partiendo de las líneas de la mano. Puede hacer sonreir; pero es verdad que Spier tiene un carisma y una profundidad fuera de lo común. Y un fuerte ascendente sobre aquella joven, de quien se convertirá en amante (y no será el único): «Me cogió la mano y me dijo: mira, debes vivir así», escribe en el diario, que empezó probablemente a instancias de Spier. Él estará continuamente presente en aquellas páginas. Pero su mérito será sobre todo uno: «Ha llevado a cabo una gran obra en mi persona: ha desenterrado a Dios dentro de mí y lo ha traído a mi vida. Y ahora soy yo quien continuará excavando en busca de Dios en el corazón de todos los hombres con los que me encuentre».
Una compañía y un camino. Ambos extraños, accidentados, como la vida, pero reales. Vinculándose a Spier y a sus amigos, y permaneciendo tenazmente aferrada a la experiencia («es la única realidad que no se puede anular con discusiones: las imágenes pueden ser ensuciadas y destruidas»), Etty atraviesa las dudas que afloran en su alma por la tragedia que la rodea: «Miedo a vivir en primera línea. Hundimiento completo. Falta de confianza. Repulsión», sintetiza en una línea el 10 de noviembre de 1941. Existen, y volverán. Pero no son un obstáculo: son pasos de un camino. Etty lo recorre consumiéndose por entero, desvelando en acto una razón “amplia” que le habría gustado a Benedicto XVI (no es casual que el Pontífice emérito la citara en su última Audiencia como Papa, el pasado febrero): dice que es necesario «pensar con el corazón» porque «quizá poseemos otros órganos además de la razón» y son ellos los que permiten afrontar y comprender – es decir, abrazar – cosas que no habríamos creído posibles. Y ve la enorme tarea que una sensibilidad así le confía: «Permíteme ser el corazón pensante de este barracón», escribe. No es presunción: es la certeza con la que sólo un corazón que piensa, ve y ama puede resistir a la locura de la guerra y de la Shoá: para uno mismo y para los demás.

El pozo. A la vez, sus páginas se convierten en plegaria, un diálogo continuo con Dios («llévame de la mano, te seguiré valientemente, apenas opondré resistencia»), una exploración en ese «pozo tan profundo que hay dentro de mí. Y Dios está en ese pozo. A veces logro alcanzarlo, pero más frecuentemente arena y piedra lo cubren: entonces Dios está sepultado. Se hace entonces necesario que lo desentierre». Cada día desvela una búsqueda tenaz de lo esencial. Transforma el modo en el que Etty mira todo y se liga a todo. «“Estoy tan aferrada a esta vida”. ¿Qué quiero decir con “vida”? ¿La vida cómoda que haces ahora? Se verá si estás realmente aferrada a la vida desnuda y simple, en cualquier forma que se presente». Comienza a buscar aquello que de verdad sirve para vivir. Incluso esperando el Lager. Impresiona ver la flor que brota de esta fe cada vez más real y personal. Es una distancia lo que te hace poseer las cosas, conocerlas verdaderamente: «Debemos ser capaces de vivir sin libros y sin nada. Siempre existirá, sin embargo, un trocito de cielo que poder mirar y suficiente espacio dentro de mí para juntar las manos en una oración». Es una apertura cada vez mayor a la realidad: «Si empezamos a aceptar, ¿no debemos entonces aceptarlo todo?». Y prosigue: «Llegado un punto ya no se puede hacer más, salvo estar/ser y aceptar». Es un amor gratuito a aquello que existe porque existe, no porque puede o debería ser nuestro. Hay una página bellísima en la que describe este descubrimiento, hablando de un paseo al atardecer. «Hubo una época en que, si me gustaba una flor, habría querido apretarla contra mi corazón, o incluso comérmela (experimentaba un deseo demasiado físico hacia las cosas que me gustaban, las quería poseer)... Pero aquella noche, hace sólo unos días, reaccioné de manera diferente. Acepté con alegría la belleza de este mundo de Dios a pesar de todo. De igual manera, gocé intensamente de aquel paisaje recóndito, pero de forma, por así decir, “objetiva”. Ya no quería poseerlo».

Humillación. En términos cristianos, lo denominaríamos virginidad. Y sorprende que precisamente en estos pasajes despunten citas del Evangelio de Marcos («no os preocupéis por el mañana...») y de las cartas paulinas. Pero esta postura es el origen y a la vez la expresión de una libertad interior cada vez más grande, que le lleva a hacer juicios dolorosos sobre aquello que la rodea («para humillar a alguien, debe haber dos personas: el que humilla y el que es humillado, y sobre todo: el que se deja humillar. Si falta el segundo, la humillación se disipa en el aire») sin huir de ello, más bien al contrario.
Etty no permanece al borde del infierno, observando: entra dentro. En julio de 1942 encuentra trabajo como taquígrafa en el Consejo Hebreo, el organismo que hace de intermediario entre los alemanes y la comunidad judía: media, tutela, trata. Pero de hecho gestiona el flujo de los judíos que son confinados en el campo de Westerbork, desde donde cada martes parten los trenes para Auschwitz. Serán más de cien mil los que pasen por allí para terminar en la cámara de gas: Etty elige ir allí para quedarse. Incluso cuando se presenta la posibilidad de esconderse, o sus amigos le proponen fingir un secuestro. En aquel campo, asiste a los enfermos y a las familias, organiza la llegada de los paquetes con alimentos y cuida de los niños. Se agota por completo. Pero mientras tanto se dirige al borde del precipicio, en cierto modo de manera voluntaria. Libremente.

«Debo partir». Hay mucho de Westerbork en sus páginas. Descripciones que muestran las grandezas y las miserias de quien vive esperando la muerte: los barracones, la espera, las luchas por los sellos que pueden regalarte otra semana más de vida, la preocupación por sus padres y sus hermanos. Hay pasajes que quitan el aliento («Una chiquilla me llama. Está sentada en su cama, con los ojos como platos. Tiene las muñecas delgadas, la carita delgada y transparente. Está parcialmente paralizada, había empezado de nuevo a caminar. “¿Te has enterado? Debo partir”, susurra: “Qué pena, ¿no? Pensar que todo lo que has aprendido en tu vida ha sido un trabajo en vano”»). Hay también mucha ironía. Como cuando le dicen que también ella debe partir y luego que no, que «ha sido un error»: «Es un poco rara esta expresión: “un error”, como si no lo fuera para todos los demás...».
Pero hay también una mirada sorprendente sobre sus carceleros. Buscando en ellos cada rincón de humanidad, incluso el más escondido. Es una mirada pura, desprovista de odio: «Sé que quien odia tiene fundados motivos para hacerlo. ¿Pero por qué tenemos que escoger siempre el camino más fácil?». Y añade: «Esta tierra podría volverse de nuevo un poco más habitable sólo gracias a ese amor del que el judío Pablo escribía a los habitantes de Corinto». Se refiere al “himno a la caridad”.
En este «extraño estado de doloroso contento» se va abriendo camino una necesidad misteriosa e inmensa: ayudar a Dios. No sólo perdonarlo por el mal absurdo que vemos suceder («el hecho es que hay tanto amor dentro de uno mismo que se puede conseguir perdonar a Dios», escribe en agosto de 1942), sino incluso servirle, colaborar con Su misteriosa obra: «Si Dios ya no me ayuda, entonces seré yo quien le ayude a Él». No es una blasfemia: es el deseo de que el hombre siga siendo hombre, que no se pierda a sí mismo en la tragedia. Y sólo puede serlo si no corta los vínculos. Etty no quiere que Él se pierda, para salvarse a sí misma y a los demás: «Partiré siempre del principio de ayudar a Dios lo más posible y si lo logro, entonces quiere decir que sabré ayudar también a los demás».

El bálsamo. El punto de llegada, al final, es éste: una gratuidad total, sin condiciones. Un amor radical por el otro, que brota del hecho de haber llegado al fondo de sí misma («cuando rezo, no rezo nunca por mí misma, rezo siempre por los demás... Si se reza por alguien, se le envía parte de la propia fuerza»). En el fondo es esto lo que sorprende al leer sus páginas. Porque sube, es un crecimiento continuo. La última frase del diario resume todo, en ocho palabras: «Sería necesario ser un bálsamo para muchas heridas».
Así pues, Etty Hillesum vivió de esta manera. «¡Una vida bella, así como es!», relata desde aquel campo de tránsito. Porque «la gratitud será siempre más grande que el dolor». Hasta llegar a escribir, en los últimos días: «El cielo está lleno de pájaros (...) el sol resplandece sobre mi rostro, y ante nuestros ojos sucede una matanza; es todo tan incomprensible. Pero estoy bien».
La orden de partir llega la noche anterior. En aquel tren suben Etty, sus padres y su hermano Mischa. La última palabra que la oyen decir es un «adiós» alegre, gritado desde el vagón número 12 que parte desde Westerbork. «Nos hemos marchado cantando». Era verdad.

Algunos extractos
«Cuando por las noches, yacía ahí, tumbada en mi catre de campaña, entre mujeres y muchachas que roncaban suavemente, que soñaban en voz alta y que lloraban en silencio y daban vueltas, mujeres que de día afirmaban a menudo: “no queremos pensar”, “no queremos sentir nada, si no nos volvemos locas”, entonces yo sentía una ternura infinita. Estaba despierta y dejaba pasar por mi mente los acontecimientos, aquellas impresiones que eran excesivas en un día demasiado largo, y pensaba: “Permíteme ser el corazón pensante de este barracón”. Quiero serlo de nuevo. Me gustaría ser el corazón pensante de un campo de trabajo entero».

«Dios mío, llévame de la mano, te seguiré valientemente, apenas opondré resistencia. No me sustraeré a ninguna de las cosas que me sucedan en esta vida, intentaré aceptarlo todo y del mejor modo posible. Pero concédeme de vez en cuando un breve momento de paz. Ya no pensaré, en mi ingenuidad, que un momento así deba durar eternamente, sabré aceptar también la intranquilidad y la lucha. El calor y la seguridad me gustan, pero no me rebelaré si me toca pasar frío con tal de que tú me cojas de la mano. Entonces iré a todas partes e intentaré no tener miedo. Y allí donde me encuentre, buscaré irradiar un poco del amor verdadero por todos los hombres que llevo dentro».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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