Las manifestaciones a favor de la Unión Europea se han transformado en protesta en contra del estado policial. Para el filósofo ALEKSANDR FILONENKO el pueblo ha entendido que no sólo está en juego la política, sino algo que tiene que ver con la vida misma
Todos de vuelta a casa. La noche del 29 de noviembre en Kiev, la manifestación a favor de los acuerdos económicos con la Unión Europea, parecía acabar en la desilusión. Al cabo de una semana en la calle, los europeístas tomaban nota del cambio de actitud del presidente Viktor Yanukovich. En la cumbre de Vilna obedeció, como de costumbre, el diktat de Moscú. Y Ucrania no firmó. Cuando la noche cae sobre la Plaza de la Independencia, los políticos de la oposición ya se han ido. Quedan allí unas mil personas. Muchas de ellas jóvenes, muy jóvenes. Para Aleksandr Filonenko, filósofo de la Universidad nacional de Jarkov, el punto de inflexión tuvo lugar esa noche: «Daba la impresión de que todo había terminado. Pero luego intervinieron los antidisturbios y actuaron contra mujeres y jóvenes con una violencia inexplicable. Al día siguiente, la plaza volvió a llenarse. Ya no los sesenta mil europeístas del día anterior, sino seiscientos mil. Y al día siguiente, un millón. Esta vez para decir no a la violencia policial. Una manifestación pacífica. La mayoría no tiene ideas políticas que defender. Están allí escandalizados por el Estado policial: saben por experiencia lo que significa ser hombres, conocen su dignidad humana. Lo que es admirable es que el dolor por lo que sufrieron estas personas haya conseguido reunir a mucha más gente que una reivindicación política».
La reapertura de las negociaciones con la UE no es más que una de las exigencias de la calle. Pero antes está el rechazo de la violencia, la identificación de los responsables y su cese, incluso la dimisión del presidente. El derribo de la estatua de Lenin en la capital es la imagen paradigmática de la voluntad de muchos ucranianos de abandonar definitivamente el lastre de la era post-soviética. Una voluntad profunda, madurada durante años de inercia, no sólo a nivel político.
O Moscú o Bruselas. «Amigos rusos me comentan su sorpresa por la reacción de los ucranianos. Para ellos, es normal que la policía se comporte de ese modo. Aquí no pasa eso», explica Filonenko: «Cada antigua república soviética ha tenido su historia después de la independencia. Ucrania no ha vivido guerras ni violencia. Eso, por una parte, lleva a la gente a vivir de un modo pasivo, aguantando lo que haya. Por otra, significa también que los ánimos no se conforman con simplificaciones ideológicas». Los observadores hablan de un pueblo dividido en dos: los ucranianos del Oeste, que hablan ucraniano, y los del Este, que hablan ruso. Los primeros mirarían hacia Europa, los segundos hacia Moscú. Pero las cosas son más complejas, como suele pasar. «Existen diversos mundos culturales, a diferencia de lo que sucede en Rusia donde el contexto es más uniforme. Pongamos el ejemplo de las iglesias: están los católicos, los greco-católicos, los protestantes y tres iglesias ortodoxas distintas. La gente está acostumbrada a la diversidad. Existe, eso sí, la diferencia entre Este y Oeste, pero esos dos universos nunca han existido prescindiendo el uno del otro».
Es difícil generalizar. Pero algo está claro incluso para los que no lo reducen todo a bandos contrapuestos. «Nuestra vida no depende exclusivamente de la política», continúa Filonenko: «El hecho de que en la plaza de Kiev hubiera un millón de personas demuestra que la gente ha entendido que lo que está en juego es algo que tiene que ver con la vida misma. La sociedad recobra su protagonismo. Señal de que crece una generación de personas que no se conciben como dependientes de la política ni como súbditos del Estado. El verdadero riesgo es que todo termine como la Revolución naranja de 2004, cuando el pueblo aceptó que la protesta quedara relegada al ámbito privado de ciertos líderes».
Según este profesor de Jarkov, no se puede entender lo que está pasando si no se comprende qué clase de debate político está en juego. De hecho, las manifestaciones a favor de los acuerdos económicos con Bruselas no eran unas manifestaciones cualesquiera. «Yanukovich fue elegido con un programa filorruso. Luego, inesperadamente, dio inicio a las negociaciones con la UE, probablemente bajo presión de las oligarquías. Por primera vez desde la independencia de 1991, mayoría y oposición estaban de acuerdo en algo fundamental. Políticamente, se trataba de una novedad absoluta».
Ucrania se encuentra en una encrucijada histórica. Sumida en una gran indecisión. Y la alternativa entre Europa y Rusia no es sólo cuestión de perspectivas económicas. «No todos los que han salido a la calle quieren esos acuerdos. Y no todos quieren entrar en la UE.», explica Filonenko, «Todos saben que la Unión está en crisis y muchos dicen que si entramos en Europa la crisis nos afectará. Pienso que merece la pena alcanzar acuerdos económicos, pero creo que no tiene sentido pedir la adhesión. Me parece utópico y poco útil. Sin embargo, no cabe duda de que entrar en relación con Occidente sería para nuestros jóvenes la ocasión de comenzar un nuevo proceso de civilización y dejar atrás el pasado».
Los unos para los otros. En la plaza de Kiev estuvo también Boris, el hijo de Filonenko. Tiene 22 años y recorrió más de 400 kilómetros para estar allí. «Llegó pensando en reunirse con un grupo de amigos. Pero había demasiada gente y no se encontraron. Buscando a sus amigos, encontró a todo un pueblo. Gente que nada más verse en la plaza se reconoció mutuamente. Igual que pasó cuando Juan Pablo II visitó Polonia. La gente entendió que, si estaban juntos, nadie, ni siquiera el partido, podría con ellos. Los polacos comprendieron que no tenían que vivir contra el Partido comunista; tenían que vivir los unos para los otros. Nació así un auténtico movimiento popular. Yo espero que en Ucrania suceda algo parecido. Por eso digo que lo que está sucediendo estos días es un acontecimiento que va mucho más allá del ámbito político».
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