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Huellas N.11, Diciembre 2013

BREVES

Lectura

a cargo de Elena Alonso Serrano

Una lectura de Intemperie

Gabriel Richi Alberti

Jesús Carrasco
Intemperie
Ed. Seix Barral,
Barcelona, 2013
pp. 224 - € 16,50

«El misterio está fundamentalmente en el silencio, en lo que no se dice. Ha habido por mi parte un trabajo de contención y de recorte en el diálogo: intentar que los personajes hablen para que el lector no sepa tanto lo que piensan, sino que lo imagine». Estas palabras de Jesús Carrasco, entresacadas de una entrevista concedida a Mikel López Iturriaga y publicada por el diario El País el pasado 5 de agosto de 2013, nos permiten emprender un camino de interpretación de uno de los personajes de Intemperie, con el objeto de desentrañar ese “misterio” que “está fundamentalmente en el silencio”.
Queremos, por tanto, ejercer la tarea de “imaginar”, sin pretender por ello que nuestra “imaginación” coincida necesariamente e “in toto” con la propuesta del autor. Proponemos, por tanto, un ejercicio de ese diálogo entre el autor y el lector que toda obra literaria de valor favorece.
Hablando de “imaginar” no nos referimos tanto a la operación de “crear algo con la imaginación”, cuanto a la posibilidad de “presumir, sospechar” lo que se esconde detrás de un determinado personaje, es decir, a la posibilidad de identificar en un personaje una “representación ideal”. Se trata, ciertamente, de una operación que parte de cuanto la novela suscita en el lector a partir de su sensibilidad y bagaje personales.
A nosotros también nos hubiese “gustado conocer el nombre del viejo” (220). Por eso la propuesta que ofrecemos busca precisamente reconocer cómo se llama el cabrero, darle el nombre con el que, desde niños, le conocemos: Jesucristo, el Crucificado.

Un diálogo de salvación. El encuentro entre el niño y el cabrero nos ofrece un primer sucinto diálogo muy revelador: “¿Adónde vas con eso?... – Tengo hambre, señor. - ¿Es que no te han enseñado a pedir?”. Son preguntas y respuestas que hacen resonar en nuestros oídos tanto la experiencia elemental de cada hombre – el hambre existencial que mueve y dirige todas sus acciones – como las descripciones evangélicas de la convivencia del Señor con los discípulos («¿Qué buscáis?» Jn 1,38; «Bienaventurados los que ahora tenéis hambre», Lc 6,21; «Yo soy el pan de vida; el que viene a mí no pasará hambre» Jn 6,35; «Pedid y se os dará» Lc 11,9).
Toda la relación entre el niño y el cabrero – la comida y la bebida que comparten, las advertencias que el viejo ofrece al niño para no que no caiga en manos del alguacil, cuanto le enseña para vivir y seguir caminando… – desarrollan este diálogo de salvación. Un diálogo que, como en el caso del encuentro entre la gracia y la libertad, no impone condiciones previas: «Me da igual – dice el cabrero al niño – si te has escapado o te has perdido» (36).

Dios lo hizo pecado. Hay una escena de la novela que desconcierta y sobrecoge al lector. Llegados al castillo y tras haber limpiado los restos de la fogata y de la cena, el niño vuelve hasta donde está el pastor, preocupado por su advertencia sobre los que le buscan: «Lo encontró de espaldas, orinando unos metros más allá de la manta con una mano apoyada en el muro. El humo del cigarro le envolvía la cabeza como una nube de pensamientos grises. –¿Cómo sabe que me buscan unos hombres? El viejo se quedó quieto y callado como si fuera la mujer de Lot viendo arder Sodoma. El chico permaneció a la espera. Sin soltar el apoyo de la pared, el cabrero terminó de orinar y luego se sacudió. Cuando se dio la vuelta, el niño apreció la humedad de sus pantalones y cómo, de la bragueta, asomaba rosado su glande. El chico salió corriendo y se perdió en la oscuridad» (88-89).
El terror del niño se desencadena precisamente porque en aquel que había percibido como “salvador” se hace crudamente presente la imagen del mal del que está huyendo. Como si la imagen del cabrero y del alguacil se fundiesen en la percepción del niño. ¿Por qué esta escena? Dice san Pablo en la Segunda Carta a los Corintios: «Al que no conoció pecado, Dios lo hizo pecado en favor nuestro, para que nosotros lleguemos a ser en él justicia de Dios» (2Cor 5,21). En esta escena el viejo se presenta ante el niño verdaderamente como pecado. No se olvide que es la escena que precede la terrible llegada del alguacil y sus secuaces hasta el castillo y, por tanto, que precede el sacrificio del pastor.
De este modo, a través de la cruda identificación del salvador con el pecado somos introducidos en la obra salvífica del pastor respecto al niño: como el Señor, también él será flagelado.

Se salva ofreciendo la vida. «Fue entonces cuando descubrió lo sucedido. El viejo yacía inmóvil a su lado, cubierto solamente por jirones de sus ropas. El alguacil y sus ayudantes le habían quitado la chaqueta y le habían fustigado con la camisa puesta. La tela estaba pegada al cuerpo a lo largo de los varazos más fuertes. Tenía la cara llena de sangre reseca. Los labios, astrosos, con pústulas y vulvas rojizas. Los ojos cerrados se levantaban inflamados como higos maduros. Los miembros estaban amoratados y marcas de vara asomaban por los costados como nuevas costillas dibujadas» (107). La descripción de la pasión del cabrero trae a la memoria las imágenes del Ecce homo de la imaginería barroca: «no tiene apariencia ni belleza para que nos fijemos en él, ni aspecto para que en él nos complazcamos» (Is 53,2).
Verdaderamente el pastor con su sacrificio ha hecho posible que el niño no fuese entregado al suplicio.
La referencia al sufrimiento de Cristo es explícita en la mente y en las palabras del pastor: «Cristo también sufrió» (120).
La pasión sufrida por el cabrero es acción redentora porque asume el pecado de los hombres. Lo muestra la tenacidad con la que pide al niño sepultar «al inválido antes de que los cuervos lo maten» (161) porque «también él es hijo de Dios» (162), juicio que se repetirá con el alguacil y el “colorao”.
Por ello, no es extraño leer: «A continuación, le vino a la memoria el gesto del pastor abriendo sus harapos para mostrarle el torso amoratado, las heridas en los ijares y una cicatriz purulenta entre las costillas parecida a la que debió tener Cristo en el Calvario» (176).

Muerte, yo seré tu muerte. El anuncio que el cabrero hace al niño de su próxima muerte precede el desenlace de la novela: « Cuando muera, entiérrame lo mejor que puedas y ponme una cruz, aunque sea de piedras. El chico dejó de limpiar. –No se va a morir. –Claro que me voy a morir. ¿Me pondrás la cruz?» (168).
Este anuncio de su muerte, que trae a la memoria los anuncios del Señor sobre la Pascua (cf. Lc 9,21-27; 43b-45), habla del cumplimiento definitivo de la pasión del pastor. Un cumplimiento que derrotará para siempre el mal.
Por ello, la ejecución del alguacil y de su ayudante expresan la victoria sobre el mal, y no un ceder a su lógica. El cabrero moribundo, es decir, la muerte del inocente, es capaz de acabar con la lógica del pecado y de la muerte: «la muerte quedó absorbida en la victoria. ¿Dónde está muerte tu victoria? ¿Dónde, muerte, tu aguijón?» (1Cor 15,54-55).
La muerte del cabrero es vida para el niño, instrumento y cauce de su salvación.
Una muerte que, respecto al mal, es misericordia y juicio. La insistencia en enterrar los cuerpos y la razón que se aduce muestran la misericordia: « –Esos hombres no lo merecen. –Por eso debes hacerlo» (204). Una misericordia clarividente en el juicio: «El infierno ya tiene sus puertas abiertas para ellos» (210).
La posibilidad de la vida como camino es el fruto de la muerte del cabrero y de la Pascua de Cristo. Del niño tras la muerte del cabrero, y de cada uno de nosotros, redimidos por la sangre de Cristo, se puede decir: «A veces se desviaban del rumbo, pero, tarde o temprano, siempre encontraban un sendero que les volvía a dirigir hacia su destino» (221).

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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