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Huellas N.11, Diciembre 2013

NEUROCIENCIAS III / La nueva frontera

El Big Bang de la palabra

Alessandra Stoppa

Las reglas de la sintaxis son muy complicadas, y sin embargo las aprendemos desde pequeños. ¿Qué relación existe entonces entre mente y lenguaje? ¿Y por qué cada gramática encierra el infinito? En busca del código humano, que está “inscrito” en el cerebro. En la última etapa de la serie, el neurolingüista ANDREA MORO nos cuenta por qué «estamos proyectados de forma especial»

«El lenguaje se parece más a un copo de nieve que al cuello de una jirafa». Sabe que diciendo esto deja asombrado a su interlocutor. «Es extraño, lo sé. Pero al estar en juego el infinito, no puede ser de otro modo». Resulta poético escuchar al neurolingüista Andrea Moro hablar de palabras. Se inventa imágenes, verbos graciosos, frases dentro de las frases, para mostrar que la gramática de toda lengua humana encierra el infinito. «El lenguaje nace como el copo de nieve: de las leyes de la naturaleza, no de un cúmulo de factores históricos, evolutivos. Sus reglas, ligadas de forma inseparable al infinito, no pueden sino nacer de forma imprevista y completa en el cerebro».
No consigue explicarse del todo la pasión que se ha convertido en su oficio: «La tengo desde niño. Tal vez me fascinaba la idea de descubrir códigos secretos. Y el código más secreto de todos es ese con el que hemos sido construidos nosotros». Se siente un matemático fracasado que se ha enamorado no sólo de las palabras, sino también del cerebro. En la universidad vivió una época de confusión, cambiando cuatro veces de carrera. Hasta que, siendo todavía estudiante, envió un trabajo suyo a Noam Chomsky, uno de los más grandes lingüistas del mundo, que quiso conocerle. «Y me hizo comprender que no estaba loco del todo. O que a lo mejor los dos estábamos locos…».
Andrea Moro, de 51 años, es en la actualidad rector de la Escuela Superior Universitaria IUSS de Pavía, y director del NETS (Centro de Neurocognición y sintaxis teórica). Nos acompaña en la última etapa de la serie sobre neurociencias, dedicada a la relación entre cerebro y palabra. Pero rompe rápidamente cualquier imagen de algo parecido a un laboratorio: «Cuando se observa el lenguaje se habla del hombre entero. Y no se puede hablar del hombre sin hablar del lenguaje».

¿Por qué?
En primer lugar, porque es el instrumento con el que el hombre caracteriza no sólo todo lo que hace, sino también todo lo que piensa sobre lo que hace: por tanto, sin lenguaje no habría posibilidad de autoconciencia. En segundo lugar, porque la estructura del lenguaje humano es única entre todos los seres vivos: los hombres y sólo los hombres, por usar una expresión de Wilhelm von Humboldt, «hacen un uso infinito de medios finitos». Esto es la sintaxis: elementos finitos (las palabras) que constituyen estructuras que podrían avanzar hasta el infinito.

¿Es por tanto la sintaxis la línea divisoria entre el lenguaje humano y el lenguaje animal?
Todos los animales se comunican. Si la comunicación es transmitir informaciones, hasta las amapolas lo hacen. Pero los códigos de los demás seres vivos no tienen una estructura parecida a la lengua humana. Sólo los hombres tienen la capacidad de producir secuencias de palabras potencialmente infinitas, en las que los mismos elementos tienen significados distintos, a veces opuestos, en base al orden: Caín mató a Abel, Abel mató a Caín. En los años 70 se vio que los chimpancés, tan parecidos a nosotros, son capaces de aprender un número considerable de palabras (alrededor de 130), pero no pueden ordenarlas hasta el infinito ni con significados distintos. Adquieren secuencias de señales no expandibles y que no cambian de sentido.

¿De qué forma depende el lenguaje del cerebro?
En la segunda mitad del siglo XIX, Paul Broca descubre una zona específica del cerebro que controla el lenguaje. Y Noam Chomsky, en los años 50, descubre las propiedades matemáticas fundamentales de las lenguas humanas. Este descubrimiento ha llevado a la hipótesis de que incluso la sintaxis está biológicamente determinada, y no es fruto de elecciones arbitrarias o de convenciones. Es decir, las reglas sobre las que se basa no son artificios culturales, sino que dependen de la estructura neurobiológica del cerebro. Son innatas. Este descubrimiento ha revolucionado la lingüística, pero también las neurociencias en general, como demuestra el texto Principios de neurociencia de Eric Kandel, la “Biblia” en esta materia, que en la última edición ha introducido estos temas.

¿Cómo se demuestra esto?
Un primer experimento para probar que a la sintaxis le corresponde una actividad neuronal específica consistió en construir errores sintácticos en una lengua carente de referencias semánticas para observar la reacción del cerebro. Si leo: el pueso ha cretado la mocre, se activan en mí redes distintas de cuando leo: pueso el cretado ha mocre la, en donde la sintaxis ha sido forzada.

¿Quiere esto decir que en nuestro cerebro está “inscrito” el lenguaje?
Sí, estamos “proyectados de forma especial”: existe una arquitectura neurocerebral, una red de circuitos que condicionan el código del lenguaje. Es evidente que esto nos abre a preguntas a las que la ciencia nunca podrá responder, como por ejemplo: ¿por qué sólo nos ha tocado a nosotros esta capacidad única de usar el infinito y de tener sobre él una intuición consciente?

Los descubrimientos en el campo del lenguaje inciden sobre la concepción del hombre.
Confirman que somos únicos entre toda la creación. Usemos el siguiente silogismo: a) nuestro lenguaje es único entre todos los seres vivientes, que tienen en cambio lenguajes similares, es decir, sin sintaxis; b) este lenguaje es expresión de nuestra estructura biológica; c) por tanto, nuestra estructura biológica es única. Atención, no se trata de una constatación basada únicamente en datos de comparación entre distintas lenguas: con una serie de experimentos y con las técnicas de neuroimágenes hemos conseguido en la actualidad anclar definitivamente las estructuras sintácticas a la arquitectura biológica del cerebro. En los años 50, cuando se comparaba el cerebro con una calculadora y al hombre con una máquina, existía la ilusión – como dice una famosa cita de Yahoshua Bar-Hillel – de haber llegado «al último pasadizo que conduce a una comprensión completa de la complejidad de la comunicación en el animal y en la máquina». De hecho, se había liquidado al hombre considerándolo como algo irrelevante. Chomsky ha vuelto a traerlo a escena. A través de su variante “débil”: los niños.

¿En qué sentido?
Ha insistido en la naturaleza biológica del aprendizaje. Desde la hipótesis de una tabula rasa en la que el niño construye su gramática por intentos y errores, se ha llegado a pensar que el cerebro contiene todas las reglas posibles de todas las lenguas, pero que sólo llegan a ser suyas aquellas que el ambiente le estimula. Es el llamado “aprendizaje por olvido”. De niños podemos aprender los sonidos de todas las lenguas: cuando pasamos más o menos el límite de la pubertad, ya no nos libramos de los sonidos de la lengua materna, y si se aprenden otros idiomas, los marcamos con un acento. Sobre todo, aprendemos la lengua con facilidad y rápidamente en una fase de la vida en la que las operaciones lógicas y culturales no están a nuestro alcance. Por el contrario, un adulto, cognitiva y culturalmente mucho más preparado, no consigue aprender una lengua como lo hacen los niños, “por imitación”. Quiere decir que estamos “biológicamente proyectados” para aprenderlas: no se trata de comprensión intelectual, es más parecido al modo con el que digerimos el alimento, aunque no sepamos nada de química orgánica o de gastroenterología.

¿A esto se refiere el término acuñado por usted de «mente estaminal»?
Sí. Hoy se habla de “estaminal” sólo referido a las potencialidades biológicas, pero me parece importante subrayar que también la mente tiene una “estaminalidad”. Cuando nacemos, tenemos una mente abierta a todas las estructuras lingüísticas posibles. En un momento dado se fijan, como se fijan las células especializándose en los tejidos. No todo se fija, sin embargo. Lo que es y seguirá siendo siempre “estaminal” en el hombre es la curiosidad y el amor.

Si su naturaleza es biológica, ¿qué relación tiene el lenguaje con la experiencia?
Sin la experiencia, no se desencadenaría el aprendizaje: la experiencia es el primer propulsor del lenguaje y el nexo imprescindible con la realidad. Lo que se está haciendo es definir los límites, los “confines de Babel” – como me gusta llamarlos – dentro de los cuales nos movemos, y que están inscritos en nuestro cuerpo: explicamos cuáles son los grados de libertad que tenemos. Es un poco como decir que la anatomía explica cómo funciona el ojo, pero la experiencia nos permite decidir qué mirar.

Repite a menudo que el lenguaje es un misterio. ¿En qué sentido? ¿Qué peso tiene esta consideración en la ciencia?
El lenguaje es un universo: al igual que el universo físico, no se deja explicar por completo. Su misterio constituye un escándalo, porque la pretensión de definirlo con una ley única choca con el carácter indefinible de lo humano. No hay modo de enjaularlo en fórmulas reductivas o deductivas. Más aún, el lenguaje es el instrumento con el que tratamos de describir el lenguaje mismo, y esto crea una situación todavía más compleja, quizá demasiado compleja para la mente humana, que tendrá que contentarse con el quia. Pero la aceptación del misterio tiene un papel fundamental en la ciencia. Si no se reconoce, se parte con un dogma ideológico de omnipotencia cognoscitiva que no encuentra ningún fundamento filosófico, empírico, ni tampoco lógico. Aceptar el misterio es una componente, temporal o definitiva, de la comprensión de la realidad: debe formar parte del método científico.

¿Qué es lo más importante que está aprendiendo en su trabajo?
La síntesis de la fascinación que ejerce sobre mí el lenguaje es una frase de Chomsky: «Es importante aprender a asombrarse ante hechos sencillos»: aprender, porque el conocimiento no es un talento, sino el resultado de método y entrenamiento; asombrarme, porque sin la curiosidad y el asombro no se puede ni salir de la cama por la mañana; hechos sencillos, porque el lenguaje, a diferencia de otros dominios científicos, no requiere a la fuerza un instrumental sofisticado para obtener los datos principales. Yo he encontrado todo esto en el lenguaje: he aprendido, siguiendo a maestros, a asombrarme ante hechos sencillos y a formarme mi propia opinión.

¿A qué se refiere cuando afirma que somos palabras encarnadas?
No tiene sentido pensar – como se hacía en los años 70 y después – que el lenguaje es un software que circula por el hardware neutro de nuestro cerebro: el lenguaje es ese único tipo de software generado por el hardware del cerebro. Además, con toda probabilidad, tiene sentido pensar que los genes que concurren en la constitución de nuestro cerebro, y por tanto en la estructura neurobiológica que desarrolla el lenguaje, no están desligados del resto del organismo: si fuese así, habrían nacido ya individuos humanos iguales en todo a nosotros salvo por el hecho de no poseer nuestro lenguaje (obviamente no me refiero a los sordomudos, que tienen en el lenguaje de signos una capacidad expresiva equivalente). Entonces tal vez son los mismos genes que se expresan también en órganos vitales: si faltase uno sólo de ellos, el individuo no nacería. A menudo les digo a mis alumnos que la carne se ha hecho logos.

Explíquese mejor.
Es mi forma de decir que no tiene sentido pensar en el cuerpo humano como en un contenedor inerte sobre el que se injerta mágicamente el lenguaje: el lenguaje y nuestro cuerpo son la misma maravilla. A nosotros nos parecen cosas separadas, porque no estamos convencidos de la naturaleza neurobiológica del primero. Obviamente – merece la pena recalcarlo – ninguna teoría sobre el lenguaje dirá nunca nada sobre la creatividad humana: esta sí, como ya había intuido Descartes, sigue siendo un misterio. Yo creo que no es posible imaginar dejar de considerarlo como tal. Para siempre.

¿Qué desafíos se presentan en la actualidad?
Hay por lo menos dos desafíos: llegar a identificar las propiedades formales de base de la sintaxis – las partículas mínimas y sus fuerzas, por así decir – y descifrar cuál es el tipo de señal que las neuronas se intercambian en los fenómenos lingüísticos.

Una última cosa. Usted ha escrito: «Dar un nombre a las cosas es el verdadero Big Bang que nos concierne».
En el Génesis, Dios se para y escucha a su criatura poner nombres a las cosas. Siempre me he preguntado qué quiere decir estar hechos «a Su imagen y semejanza», y creo que al poner nombres a las cosas somos semejantes a Dios, porque, – aunque parcialmente –, llevamos a cabo un acto creador. Es cierto que esto no agota la semejanza, pero ofrece de ella una imagen muy tierna y sorprendente. Por lo menos para mí.


BOX
HABLO, LUEGO EXISTO
Andrea Moro (Pavía, 1962) es profesor de Lingüística general en la Escuela Superior Universitaria IUSS de Pavía, en donde dirige el NETS (Centro de Neurocognición y sintaxis teórica). Estudiante Fulbright, en distintas ocasiones visiting scientist en el MIT y en la Universidad de Harvard, ha impartido cursos y seminarios en Europa y en EEUU. Entre sus libros en italiano: Los confines de Babel. El cerebro y el misterio de las lenguas imposibles (Il Mulino, nueva ed. en preparación); Breve historia del verbo “ser”. Viaje al centro de la frase (Adelphi, 2010); Hablo, luego existo. Diecisiete instantáneas sobre el lenguaje (Adelphi, 2012).


¿DÓNDE RESIDE LA SINTAXIS?
- el pueso ha cretado la mocre
- el pueso cretaban la mocre
- pueso el ha cretado mocre la

A través de aparatos de brain imaging, y midiendo el flujo de sangre en el cerebro, se descubre lo que sucede cuando leemos una frase que presenta errores de distinto tipo, incluso cuando carece de significado. Descubrimos, en particular, que sólo con los errores sintácticos se activan de modo específico dos puntos: el área de Broca y el núcleo caudado izquierdo. Esta es la red conectada con la sintaxis, que sitúa las palabras en su justo orden.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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