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Huellas N.11, Diciembre 2013

VIDA DE CL / Navidad 2013

Cómo nace una presencia

a cargo de A. Stoppa, L. Fiore y P. Perego

De Bolonia a Uruguay, del desierto de Dubai a una provincia en EEUU, cuatro historias que muestran qué puede suceder en nosotros (y alrededor de nosotros) cuando buscamos lo que sostiene la vida

Italia
LAS DIECINUEVE HORAS DE GIACOMO

Es tan raro ver la realidad como verdaderamente es que cuando sucede, se apodera de nosotros el temor de ser unos visionarios. Parece “demasiado” que en un momento dado todo lo que sucede en un día se convierta en signo. Pero si un niño, «el más maltrecho de nosotros», como dice su padre Mirco, viviendo apenas un día, ha sido un bien para la vida de todos, quizá hay una hondura en la realidad que habitualmente no advertimos. Merece la pena entender lo que ha sucedido en Bolonia, en el hospital de Santa Úrsula.
Se conoce al equipo de ginecología del hospital por sus interrupciones del embarazo y su labor de fecundaciones in vitro. Aquí, el primero de octubre, vino al mundo Giacomino, con una malformación incompatible con la vida. Habitualmente a un niño de estas características se le descarta desde el principio. Él nacería, pero para morir inmediatamente. Pero las cosas se han dado de otra manera. En pocas horas revolucionó al equipo y el corazón y el trabajo de los que estaban ahí. Hasta al punto de que hoy se habla de un proyecto de atención paliativa para recién nacidos como él. Lo cual era impensable en un lugar como este un día antes.
Todo en esta historia ha ido en la misma dirección. Antes de que llegase Giacomo, cuenta Mirco, «vivía tratando de controlarlo todo y acabé encerrándome en mí mismo. Incluso tratando de controlar la relación con mi mujer». Natacha y él tienen tres hijos, Francesca, Federico y Michela, la primogénita murió nada más nacer, hace once años. La noticia de que esperan un cuarto llega en uno de los momentos más difíciles de su matrimonio. «Empiezas a planificar, tratas de ordenar las cosas… Y sólo consigues empeorarlo». Pero le había pedido a Dios muy seriamente por su relación. «No podía resignarme a que la promesa del matrimonio se perdiese», dice Natacha: «Desde hace dos años clamaba en mi interior: ¡Señor, te echo en falta!».
En aquellos días Natacha está agitada, no duerme pensando en el niño que llega, y una mañana le confiesa a Mirco: «Me siento como si tuviera que atravesar un camino angosto». El diagnóstico tras la ecografía del tercer mes es despiadada: anencefalia. Giacomo, como su hermana Michela, carece de la caja craneal y no vivirá. El ginecólogo sigue hablando, pero ellos ya no le escuchan. Él está dispuesto a fijar la fecha para el aborto. «Conseguimos pararle. Pero yo estaba desesperada. Tenía un terrible sentido de injusticia y no me resultaba nada inmediato continuar con el embarazo». Se aíslan un poco para tomar una decisión, pero todo calla a su alrededor. El primer murmullo de bien surge en el diálogo con el ginecólogo Patrizio Calderoni, que les sugiere que pidan ayuda al arzobispo de Bolonia, mons. Carlo Caffarra. Aunque no están convencidos, van a verlo.
Natacha quiere saber si la vida de un niño que no puede sobrevivir es vida. «Había estrechado entre mis brazos a Michela. ¿Crees que no sabía que era una vida?», dice con ternura. «La verdad es que buscaba una escapatoria». Sin embargo la respuesta de Caffarra le sorprende: «No tenéis fuerzas. El Señor os está pidiendo que corráis, pero tenéis los pies lastimados. Tenéis que pedirle a Él las fuerzas. Yo os acompaño. Diré cada día una misa por vosotros y cuando me necesitéis estaré aquí. Natacha, pídele a la Virgen el milagro, que entre mujeres os entendéis muy bien». Le sugiere que se ponga ante la cruz y no se pierda en razonamientos, que se abandone, que invoque: ¡Sálvame! Hasta le pone las palabras en la boca. «Es lo que me hacía falta, porque estaba tan enfadada que ni siquiera conseguía rezar».
Cuando salen de la Curia son distintos. Se esperaban un “buen sermón” y en cambio aquel día comienza una amistad inimaginable. «Vio nuestra necesidad», dice Mirco: «Gracias a su abrazo supe que me podía fiar». Desde aquel momento, los sostuvo en los momentos más difíciles, en cada decisión, desde cómo llamar al niño o hacer o no cesárea. Esta compañía lo abraza todo. En cada punzada de dolor sucede algo nuevo, «con una iniciativa continua», dice Mirco. Una mañana tiene que volverse del trabajo porque Natacha ha entrado en una crisis, grita y llora. Poco después llega una llamada, Julián Carrón les recibe. «Viajé a Milán segura de que era Cristo que me respondía». Y Mirco añade: «Él quería verificar junto a nosotros que la fe vence en la vida. Me dije: si apuesto por lo que he visto, no perderé». Salen de allí, ya cambiados totalmente. «Nos parecía que veníamos de celebrar nuestra boda». En el tren, de regreso, se miran y hablan como no sucedía desde hacía tiempo.
Es sólo el principio. La ecografía del quinto mes es en color y Natacha ve mejor las malformaciones, más graves de lo previsto. «En aquel momento lo vi claro: Jesús le quiere así. Le ama así. Me derrumbé. Como una niña que entiende que su padre ya ha decidido». El grito se hace cada vez más agudo. «Empecé a pedirle a Jesús sólo que no me abandonase, que todo estuviera lleno de Él». También Mirco necesita gritarle a Dios, y va a ver a Caffarra. «¿Por qué Dios permite esto?». Y él: «Querido Mirco…». «A mí me bastaba con aquel querido, pero él me añadió: “No tengo una respuesta para esto. Nadie en esta tierra puede dártela. Pero lo que estáis experimentando es ya el céntuplo. Sus designios permanecen misteriosos”. No podía responderme. Pero no me abandonó al vacío».
Les ayudó a mirar. Mientras esperan el milagro, sienten un dolor punzante. Pero esperando a Giacomo, su se convierte en un camino cada vez más elocuente. Todo empieza a hablar, cuando se vive en el diálogo con el Misterio. La atención de sus amigos, un mensaje que llega, un café en que se va derecho al corazón, o Andrea, que viene a verlos desde Paraguay y que en la estación se arrodilla ante la tripa de Natacha. «Parecía una locura», dice Mirco. «Pero experimenté una extraña correspondencia. Lo entendería mejor meses después».

El llanto. Cuanto más se abre la pregunta más encuentran compañeros de camino. Entre los amigos de siempre y los nuevos. «Hemos experimentado el abrazo de toda la Iglesia», continúa Natacha: «Nos encontramos con mucha gente distinta. Pero cada uno, a su manera, mostraba un rasgo de Jesús». Llega la carta del Papa Francisco, después la del Papa Benedicto… «Habíamos escrito a todo el mundo, sobre todo a los monasterios. Nuestros amigos hacían peregrinaciones. Era un pueblo unido por una presencia». Esa presencia vendría al mundo dentro de poco. La cesárea estaba prevista para el primero de octubre. «Me daba pena que no se pudiera hacer el dos», dice Natacha. Habría preferido que Giacomo naciese para el Cielo el día de los santos Ángeles Custodios.
Mirco recorre los cien pasos desde el aparcamiento a la maternidad junto a su mujer y el pequeño en el vientre. «Estaba en paz. No podía hacer otra cosa que dar gracias». Entran en el hospital llevando el milagro más grande que hay, como decía don Giussani, «el dolor convertido en agradecimiento». Un agradecimiento que «se vuelve fuente de novedad para el mundo». Natacha toma la comunión y entra en la sala de parto. Fuera sus amigos rezan el Rosario con Mirco. Nace el niño. Y llora: «No nos lo esperábamos». El profesor Guido Cocchi, responsable de Neonatología, todavía está emocionado: «Estábamos esperando que el corazón dejase de latir a los pocos minutos. Una muerte rápida. En cambio Giacomo lloró. Fuerte. Normalmente estos niños no tienen tiempo ni fuerzas para hacerlo. También esperábamos una crisis respiratoria, pero pasan los minutos…». Giacomo vivirá diecinueve horas. Hasta el amanecer del día de los Ángeles Custodios.
Cocchi trabaja en el hospital desde hace 36 años. Ha visto de todo. «Pero esta vez ha sido distinto. Por la reacción de Giacomo y por lo que sucede en torno a él: la colaboración entre todo el personal médico, habitualmente enfrentado, y la nueva forma de acompañar al niño, algo que sucede por primera vez». Después de dos horas durante las que Giacomo patalea y se hace oír, lo llevan con su madre a una habitación sólo para ellos, como suele hacerse habitualmente en todos los nacimientos. Sin separarlos. «Todo fue muy intenso. No por una organización particular, sino simplemente por una presencia que se imponía», cuenta Chiara Locatelli, neonatóloga. Por norma esos niños son llevados a cuidados intensivos. Algunos compañeros tenían dudas de que no hacerlo fuera lo mejor, porque se corre cierto riesgo cuando se toma una decisión “fuera del protocolo”. Para otros era sencillamente absurdo que Giacomo hubiera nacido. Un dolor inútil. Pero cuando entran en la habitación cambian de idea. Simplemente mirando. «Ante la perplejidad de una compañera, le dije: ven conmigo. Cuando entró en la habitación se quedó conmovida. Había una intensidad tan fuerte… Pensé que era la misma que la de la noche de Navidad».
Todos quieren estar allí. Una peregrinación de amigos. Saludan, pero después no se van. Enfermeros y médicos preguntan por el niño, ¿pero está vivo? ¿Cómo está? Mirco no entiende: «¿Por qué es una novedad para todos?». Giacomo sencillamente está allí, llora porque tiene hambre, busca a su mamá, escucha la voz de su papá y de sus dos hermanitos que han venido a conocerlo. «Cuando estábamos los cuatro», dice Mirco, «el dolor, la fatiga de aquellos meses y de los meses anteriores… todo estaba en paz, ante Giacomino». Después de una noche pendiente de él, Natacha se da cuenta de que no respira bien. «Me llamó y corrí para traer morfina», cuenta Locatelli, «pero no llegué a tiempo. Cuando murió, quería dejárselo el mayor tiempo posible entre los brazos… A mí misma me costaba separarme. Y me di cuenta de que hasta el último instante piensas que un milagro es que suceda lo que tú quieres». En cambio Natacha se lo da, segura, llorando: «Él está ya donde debe estar». Después de dos meses sigue preguntándose qué veía la gente en esa habitación. «Giacomo vino entre nosotros para decirnos: yo existo y soy amado como soy. Todos hemos tenido que hacer cuentas con esto. Durante muchos meses le he pedido al Señor que me mostrase su ternura y su potencia. Estas dos palabras, siempre. Y me ha escuchado. Ha trasfigurado la realidad». Giacomo ha conquistado el mundo en torno a él, ha generado humanidad sin saberlo, sin quererlo, como los pequeños santos inocentes de Péguy.

«¿Dónde estaba hasta hoy?». Cuando algunas horas después entran en la habitación la jefa de sala, la comadrona y el responsable de la sala de partos, Mirco y Natacha se alarman. «Venimos a daros las gracias. Nuestro trabajo ha cambiado. Vamos a escribir a la dirección sanitaria para empezar un “proyecto Giacomo”…». Algo inconcebible en un lugar donde se piensa que la única forma de cuidar a un enfermo es sanarlo. «Desde hace tiempo con algunos compañeros estábamos estudiando la manera de proponer la unidad de cuidados paliativos», cuenta Calderoni: «La presencia de Giacomo ha superado nuestros proyectos. Y me hace desear tener los ojos cada vez más abiertos. Porque Jesús pasa a mi lado todos los días».
Maria Antonietta Graziano, la jefa de sala, quiere que la experiencia que han vivido con Giacomo se convierta en un método. «Ese día todo sucedió de manera extraordinaria, pero espontánea. Natural». Es matrona desde hace 33 años. Jamás se ha encontrado con el problema de un niño como Giacomo, que normalmente son trasladados al cuidados de otros equipos. Pero cuando sabe que la madre no quiere separarse de su hijo, se muestra disponible. Es un torrente: «Ver la sonrisa de aquella mujer. No se ha lamentado una sola vez, nunca ha desfallecido. No ha dicho nada. Ha cogido a su niño de la mano y lo ha llevado a la otra vida. ¡Fíjate que se puede huir de la muerte! ¿Sabe usted que en un determinado momento me olvidé de que el niño tenía una patología? Ha sido hermosísimo… Mis compañeros y yo hemos podido decir sí». ¿En qué sentido? «Me dije: ¿dónde estaba yo hasta hoy? Me he dado cuenta de que he permanecido en el anonimato hasta el día anterior, ¿me entiende?». Dice que se ha despertado «de un sueño», en que no se había dado cuenta que estaba: «Me ha abierto los ojos. Y una nueva frontera de trabajo».
Mirco se arrodilla en el cementerio pensando en Andrea, la amiga de la estación. Ella «había entendido que Jesús estaba visitándonos». Hecha de menos a su hijo. «Pero cuando pienso en él, pienso en dónde quiere aferrarse mi corazón». Al cabo de unos días, Natacha se da cuenta de que se están acomodando a la rutina anterior y tiene miedo. «¿Todo esto ha cambiado al mundo y no nos cambia a nosotros? Pero es un hecho y basta con mirarlo. Mi necesidad ahora es más grande, mucho más, precisamente porque he visto lo que es verdadero».
Mirco habla de cómo vacila en el día a día; no es que ahora vea la realidad desde un plano más elevado. «La necesidad que tenía antes de todo esto era una: ser libre. Es la misma que cuando supe de Giacomo y ahora. El hecho es que he visto que el Señor me ha tomado en mi límite, me ha dado su abrazo carnal y me ha dicho: “Conmigo puedes serlo”». Como en el recordatorio de Giacomo, un detalle del Juicio Universal de Beato Angélico, en que un ángel custodio acoge en el Cielo a su protegido y lo abraza como si lo esperase desde siempre. Tal y como están juntos ya ahora.


Estados Unidos
EL CLUB DE MAMÁS DE BUENAS LECTURAS
«Soy como Mrs. Turpine: una hipócrita. Jamás me había dado cuenta. Eso ha dicho una de ellas durante la discusión sobre el relato de Flannery O’Connor Revelación. Ella es una de las mamás del grupo de lectura nacido en Crosby, Minnesota, hace poco más de un año. El Well Read Mom (“mamás de buenas lecturas”) es una creación de Marcie Stokman, madre de siete hijos y abuela de cuatro: enfermera, psicóloga y amante de las cosas hermosas. Ha creado el homónimo sitio en internet, en el que se han registrado 74 grupos de lectura esparcidos por 26 Estados americanos, Canadá y Francia. Todo había nacido de una necesidad sencilla. Después la cosa fue tomando cada vez más envergadura, no sólo en su número, si no en el impacto en la vida de algunas personas.
«Mi hija y mi nuera frecuentaban el habitual “grupo de mamás” con sus vecinas», cuanta Marcie: «Se quejaban porque no hacían otra cosa que hablar de los niños. Algo así no les bastaba». Nace un grupo de lectura en su casa. Un libro al mes. Si consigues leerlo, estupendo, si no, puedes participar igual en la discusión. Hasta las más convencidas de que no tienen tiempo rápidamente cambian de opinión. El primer grupo es el de la casa Stokman, después nace uno en casa de otra hija suya. Así Marcie prepara pequeños vídeos de introducción a los libros y propone preguntas para la discusión. Por comodidad nace el sitio Well Read Mom que recoge las inscripciones y proporciona material para los encuentros. Al final de 2012 se habían inscrito ya 25 grupos. Pero Marcie no está segura y se pregunta si vale la pena entregarse a fondo. Las dudas son vencidas en la pasada edición del New York Encounter, durante el espectáculo Katrina Letters, de Crish Vath. «Me di cuenta de que Crish no habría podido hacer una cosa tan hermosa si no se hubiese sentido parte de un pueblo, y si esto no le hubiese hecho tener ganas de compartir lo que le había sucedido. Su pertenencia al movimiento y a la Iglesia salió al encuentro de mi tristeza y mi deseo. Así, abrazada por este pueblo, me libré de las reservas».
Marcie acepta presentar su idea en la universidad local, la Saint Thomas: «Vinieron unas ochenta personas y tras el encuentro nacieron otros 21 grupos. En septiembre eran 40, hoy 74». Son “círculos” que van de 4 a 40 personas. Marcie envía el material al que funda un grupo, pero no sabe cuánta gente se unirá a él después.
¿Cuáles son los textos? ¿Cómo se eligen? El 2012 se dedicó a El año de la hija, «porque todas empezamos a vivir como hijas». Este año es El año de la madre y el año próximo será El año de la esposa. ¿Los libros? Desde Jane Eyre a la Odisea, de las Confesiones al Festín de Babette. Nathaniel Hawthorne, Dorothy Day, Sigrid Undset hasta Santa Teresa de Lisieux.
«Muchos maridos e hijos han venido a darme las gracias por el trabajo que hago. Ahora son ellos los que animan a las madres para que encuentren tiempo para leer. Me cuentan que han cambiado las conversaciones de la cena, que se han hecho más vivas e interesantes. Y entre las participantes crece la amistad. A mi casa vienen incluso tres luteranas». Pero Marcie se da cuenta de que hay algo más: «He visto personas en situaciones difíciles empezar a mirarse a sí mismas, sus vidas y sus matrimonios bajo una luz distinta. Algunas han conseguido afrontar una depresión o un hijo difícil. Se ha dado un caso en que los papeles para el divorcio ya estaban preparados pero no han llegado a firmarse». En definitiva se ponen a discutir sobre libros, pero no parece el habitual círculo de lectura. En el “grupo de mamás” ha hecho irrupción la vida. No es que antes no se viviese, pero el horizonte ha cambiado, atravesado por las palabras de la gran literatura.

El asombro de los libreros. A veces Marcie recibe emails de gente desconocida, que le agradece lo que hay. Oye hablar de libreros de provincias asombrados por la demanda insistente de ciertos títulos. Una vez, mirando al coche que estaba aparcado al lado del suyo, vio una mujer que leía su libro de aquel mes: Las Confesiones de san Agustín. «Fue una explosión de alegría. Mi esfuerzo me estaba poniendo en contacto muchos corazones hechos como el mío». Decenas de personas, la mayor parte desconocidas. Atraídas por un modo distinto de leer y pensar en la propia vida. Pero también por una novedad en la forma de estar juntas. «Estoy asombrada porque todo esto no ha nacido de un proyecto mío. Un día un amigo me preguntó si rezo por los 74 grupos que nos siguen», concluye Marcie: «Desde entonces he empezado a hacerlo cada día y mi corazón se ha ensanchado de una forma que no pensaba fuese posible».


Uruguay
LA CASA-ALMACÉN DE SANTIAGO
Mientras Santiago Abdala y yo nos encontramos, Dolores descarga de un camión palés de comida para llevarlos al primer piso de un pequeño edificio de Montevideo, en Uruguay. «Una gran amiga. Tiene las llaves de mi casa, si no, ahora que estoy en Buenos Aires, ¿qué hacemos con el Banco de alimentos?», explica Santiago Abdala en la universidad donde sigue un máster en Administración y dirección de empresas. Argentino, nacido en 1982, trabaja en la banca, en Uruguay. Y entre él y las bancadas de su apartamento, hay una «historia de una conquista poco a poco». Se acuerda bien de una fecha: 3 de julio de 2012. «Fue cuando llegó el primer donativo: más de 9.000 cajas de “sopa de pollo a las hierbas”; 137 kilos. Las llevó un repartidor de una empresa de alimentos. No sabíamos dónde ponerlas. La habitación de invitados estaba libre…».
Partía así el Banco de Alimentos en Uruguay, hace poco más de un año. Hoy sostiene 47 entidades y atiende a 7.000 personas. Una gota en un mar de necesidades: «Estamos recogiendo dinero para establecernos como persona jurídica, la Global Food Banking Network nos ha reconocido ya y ha asignado algunos fondos». No sólo. «Conocemos muchas realidades interesantes. Y mucha gente que se compromete. Incluso para echar una mano», dice Santiago. La propia Dolores, por ejemplo. Madre de familia, vino enviada por una entidad caritativa a recoger algo de comida. «“Si necesitas que te eche una mano…”, me dijo». Y así el portero del inmueble, y otros. Ahora son una decena los que echan una mano al Banco de “Casa Abdala”. «Es una realidad pequeña, hasta desorganizada, si se quiere. Sin embargo crece y atrae. Cuando pienso en cómo nació… Ha sido un camino, en búsqueda de algo que me “llenase” la vida».
Siempre ha estado seguro de algo: la fe hace de la vida algo mejor. Para uno mismo y para los demás. Como cuando, años atrás, con un grupo misionero iba a jugar con los niños en las aldeas de la Pampa. «Era una maravilla. Y aquella plenitud, que siempre he buscado, está ahora aquí, en mi salón». Y tiene un rostro bien definido, el de Cristo.
Quién iba a imaginárselo en 2004, cuando, terminados los estudios superiores y ya con un empleo, dejaba todo en Buenos Aires para embarcarse a Mallorca con unos pocos euros en el bolsillo: «Todo me dejaba insatisfecho. Quería más, sin saber qué». Un par de meses deslomándose con un amigo en un bar, a menudo con una copa de más, «para ser más simpáticos con los clientes». Deja entonces España, con destino a Londres, para trabajar y a lo mejor empezar la Universidad. Pero la vida no mejora. En la Pascua de 2005 le llega la invitación de Roberto: «Un amigo de la familia, italiano, de CL, que está cerca de Milán. “¿Vienes a pasar las vacaciones?”». Pocos días después Santiago está en el santuario de Caravaggio, en el Via Crucis del CLU. «No entendía todo, pero estaba impresionado». El silencio, las lecturas. «Sobre todo el Requiem de Mozart, en la Iglesia. Pensaba que las iglesias antiguas estaban hechas de piedras muertas. Pero allí, esa música hermosa las hacía hermosas. Vivas». Había algo «que valía».

De Zúrich a Montevideo. Roberto hace que se matricule en la universidad de Lugano con una beca: «Me había ligado a los amigos del CLU, pero todavía era diferente de ellos». Después de la graduación le invitan a la peregrinación de Czestochowa. «No tenía dinero, y no quería hacer cosas del movimiento». Pero un amigo, Luca, insiste: él paga. «Fue fulgurante». Esa amistad y esa vida le interesaban realmente. Acepta un trabajo en Ginebra, en vez de regresar a Argentina. «Allí, perdí de vista el movimiento, me metí en otro ambiente… Después una llamada. Mi madre tenía un tumor. Tenía que operarse y someterse a terapia. Pedí que me trasladasen a Sudamérica». En cambio lo envían a Zúrich. «Estaba solo. Deseaba una compañía verdadera». Empieza de nuevo a ir a Lugano, después del trabajo. «A cenar con mis amigos. Luca, Agnese… Pasaba allí la noche y regresaba a Zúrich por la mañana. Por estar con ellos, aunque sólo fuese para un charlar un rato».
A finales de 2010 lo trasladan a Montevideo. «Deseaba que continuase esa amistad, esa fraternidad». Luca le regala los libros de Escuela de comunidad y Roberto frecuenta a los uruguayos de CL: «Pero no era suficiente verse de vez en cuando. Había una propuesta del movimiento, la caritativa, que se indicaba como un punto fundamental junto a la Escuela de comunidad». Santiago les propone a todos hacerla. «Fuimos a una parroquia. El cura nos había dicho que llevásemos cada sábado comida y que él la revendería a bajo precio a los pobres». Empiezan a hacerlo, se juntan para leer el libro de la caritativa: «Pero no iba bien. Sin duda la necesidad de la gente pobre era real, pero atenderles de ese modo era una cosa vacía». Santiago recuerda la experiencia del Banco que conoció en Italia. «Llamé a un responsable del Banco, Marco Lucchini. Me contó cómo funcionaba. Pero sobre todo que el corazón de la caridad es la gratuidad». No sólo dar comida gratis, no. Él hablaba de una dimensión educativa hacia uno mismo en la relación con cada cosa: «La cuestión era, una vez más, ir al fondo de mi necesidad…». Comienzan. Algún contacto y después encuentros con los dirigentes de grandes empresas alimentarias que, impresionados por la iniciativa, deciden participar. «Aquella primera sopa… ¿Pero qué habíamos hecho nosotros, en el fondo?».
Entre tanto el apartamento empieza a llenarse de palés: «En abril me caso, ¿qué vamos a hacer?», ríe Santiago, pero insiste: «Sólo tengo el deseo de que Él no deje de hacerse presente. ¿Si no, para qué valdría todo esto?». Incluso estar sin calefacción, porque la comida puede estropearse. «Pero Jesús ha sido, y es, tan preciso en las ocasiones para educarme que no quiero perderme una sola. Estoy caminando con los amigos que han llegado como un don». Nos está ganando, dice, en términos de vivir. Esa comida, su casa-almacén… «Es hermoso como el Requiem en Caravaggio. Las cajas son aquellas piedras. Y son hermosas, porque hay Alguien que canta tan bien como para hacerlas vivas. Y no soy yo».


Dubai
EL CORO EN EL DESIERTO
En dos años y medio Paolo ha visto a Marta, su mujer, cuatro meses en total. Trabajaba por turnos: noventa días en el desierto y dos semanas en Italia, después de nuevo en el «campamento», un complejo a más de dos horas de camino desde Dubai. Veinte dos mil personas, de todos los lugares del mundo, en prefabricados amueblados con lo necesario y 14 horas al día de trabajo, a 50 grados, para la construcción de una gran instalación petroquímica. Sólo una cosa le impedía volverse ya atrás: «Vivir a la altura de un hombre en un lugar tan inhumano».
Cada noche telefonea a Marta. Se dedican cierto tiempo como norma y como criba, buscando lo esencial entre la multitud de pensamientos y fatigas: «Era fácil hacer todo sin pensar un minuto en el significado de la jornada». Por eso jamás faltaba a la misa en la catedral de Abhu Dhabi: ida y vuelta en el día de descanso, cada viernes, que aquí es el “domingo”; la semana vuelve a empezar el sábado. Cada semana iba hasta Dubai para hacer Escuela de comunidad y estar con sus amigos: la pequeña “familia” del movimiento, compuesta por los que, por trabajo, han acabado aquí. Roberto y Silvia, Luis y Pilar, y todos los demás que, a lo largo del camino, durante años o pocos meses se han visto implicados en esta amistad.

It’s only logical. «Con el tiempo he aprendido que para vivir el complejo no tengo que “añadir” algo, sino ser yo mismo», cuenta Paolo: «Había por tanto una pregunta abierta: ¿yo de qué estoy hecho?». Cuando recibió el email del jefe de logística, que invitaba a los cristianos del campamento a rezar el Rosario, lo dejó entrar como un camino. «Así nació la “capilla”». Un pequeño grupo de desconocidos de distintos países que empezaron a encontrarse una vez por semana. «Propuse aprender algunas canciones inglesas por seguir lo que amo y conocí a tres filipinos que querían aprenderlas conmigo, Jan, Allen y Noel. Empezó nuestro pequeño coro». Cada ensayo, después del trabajo, era un reclamo: «Entendí mejor qué era la amistad. No teníamos nada en común, sin embargo esa adhesión me hacía renacer, aunque sólo fuese porque me llamaba a ofrecer la jornada, que dejaba de ser solamente: ha ido bien, ha ido mal…». Juntos empezaron a hacer Escuela de comunidad y conocieron a don Giussani, del que nunca habían oído hablar. «Todavía recuerdo lo que dijo Allen cierto día: “Desde que existe la capilla mi vida en el complejo ha cambiado. Quiero compartir todo esto con mi mujer en cuanto vuelva a casa”».
Ahora Paolo ha sido trasladado a un campamento en Ruvais a 340 kilómetros de Dubai, y también viven con él Marta y los niños. Acaban de volver de la Jornada de inicio de curso, a cinco horas en coche del complejo. Eran veinte: la pequeña comunidad se sorprende de sí misma. «Gente más o menos conocida», cuenta Marta, «que ha querido pasar dos días juntos. Aquí donde lo primero es mantener las distancias». Estaban Roberto y Silvia, que acababan de volver de Italia por la muerte imprevista de la madre de Roberto. «Un dolor que nos ha arrollado como un tren. No ha sido inmediato ir a un fin de semana de convivencia, pero estas personas que no hemos elegido son el lugar privilegiado para vivir la gran necesidad de la vida», dice Roberto, hablando de esta «compañía donada», de Luis y Pilar, que conocieron el movimiento en Madrid («buscando un colegio para las niñas, acabamos siendo educados nosotros»); de Marcela, una azafata mejicana, o Perrin de Ginebra; también de Agnes de Kuwait, donde está sola con una beca Erasmus; Luciano de Oman, con un compañero suyo; otros dos italianos y cinco chicos libaneses que han conocido CL en Dubai. Entre ellos Salim, ingeniero informático. La primera vez que acabó comiendo en casa de Roberto no podía entenderlo: «¿Por qué invitan a casa a un desconocido?». Hasta que quedó fulgurado por una frase en el vídeo de los Ejercicios Espirituales de 2012, que él recuerda así; It`s only logical to believe. «Siempre he pensado que la fe era un sentimiento», cuenta: «este encuentro me ha dado una perspectiva distinta sobre la vida y mi fe en Jesús. Ha supuesto un desafío y lo sigo».

El primer espectáculo. Roberto recuerda el reclamo de Julián Carrón, que este año lo ha marcado con fuerza: el testimonio es beber, comer, vivir y morir. «Es escuchar de nuevo la voz de Cristo que me llama. No hacer, sino ser». Aquí es difícil confundirse: no se puede hacer casi nada. Ni siquiera la caritativa. La Iglesia está siempre atestada y hay 600 niños en catequesis, pero la parroquia no tiene distintivos y los gestos públicos, como las procesiones, están prohibidos: hay libertad de culto, no de religión. «Además se ha exagerado la idea de bienestar. Es como si no hubiese lugar para la necesidad». Sin embargo él ha visto cómo las relaciones con los compañeros daban un salto cualitativo simplemente viviendo, por ejemplo abandonado en la cima de la carrera un trabajo que ocupaba todo su tiempo. Mientras Silvia, que es comadrona, ha empezado cursos pre-parto con algunas madres. «Tras las apariencias hay mucha fragilidad y ansiedad: la relación con los hijos está del todo delegada en las niñeras filipinas. Así el primer espectáculo eres tú ante ti misma, por una diferencia que te ha sido dada, fruto del encuentro que ha aferrado tu vida».
Aquí la diferencia de la cultura es la dificultad más grande y la mayor facilidad: «Te llama a ser más consciente», dice Luis: «Es una sociedad todo lo complicada que queramos, pero lo que verdaderamente me asusta es quedarme solo con mis planes». Ha descubierto que necesita la Escuela de comunidad para vivir: «Cuando vuelvo al destino que nos ha llamado, no tengo miedo. Los días no pasan como una confirmación de mis ideas y mis límites, sino que son la verificación de que Cristo sigue viniendo».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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