Isabel, la hermana de María de Villota, la piloto española de Fórmula 1, anunció su muerte con un tweet sorprendente: «Doy gracias a Dios por el año y medio de más que la dejó entre nosotros». ¿Cómo puede una familia afrontar la muerte así? ¿Cómo puede una persona a la que un accidente destroza la carrera de sus sueños decir que vive mejor que antes?
«Yo era piloto. Corría mucho, a gran velocidad. Tan rápido que apenas calaban en mí las gotas de las miserias de la vida». Así empieza la biografía de María de Villota, el libro que, paradójicamente, iba a presentar en Sevilla el día en que murió de una parada cardiorrespiratoria. Ocurrió a resultas del gravísimo accidente sufrido el 3 de julio de 2012, cuando estaba probando un Fórmula 1 de la escudería rusa Marussia, falló el sistema de conducción del coche y se estrelló contra la rampa de un camión aparcado junto a la pista. Nadie daba un duro por su vida y, de hecho, se expidió certificado de defunción. La radiografía de su cráneo era un rompecabezas. El lado derecho de la cara, destrozado, y gravísimos daños cerebrales. Su hermana Isabel, su mejor amiga, presenció el golpe y cuenta que se tiró al suelo a rezar. Y así siguió hasta que le gritaron que María se había movido. Diecisiete horas en el quirófano estabilizaron a la piloto, que pasaría cinco días en coma.
Trasladada a España, los médicos del Hospital de la Paz no daban crédito con respecto a que hubiese recuperado el habla o la memoria. Al escuchar al doctor Casado, que volvería a intervenirla varias veces, María de Villota escribe: «Cada vez me quedaba más claro que sí, había sido un milagro». La hermana peregrinó a Magdala, en Tierra Santa, para dar las gracias.
El paso que media. María de Villota no era la mujer suave que aparentaba. Era una guerrera luchadora. Se definía como una “cabezota” y dijo en una entrevista a la televisión Navarra: «El automovilismo me ha hecho lo que soy. Tan fuerte como para superar el accidente». Creció admirando a su padre y la educación en el esfuerzo que les dio a los tres hermanos, y reconocía que Emilio de Villota fue el que le ayudó a enfrentarse a las terribles cicatrices de la cara, que sólo mejorarían con múltiples operaciones posteriores: «¿Y qué María, y qué? – cuenta que le dijo –. Estas cicatrices son tu vida. ¿No estás orgullosa de lo que has conseguido? Nadie pensó que lo lograrías. A veces ni yo. Y mira. Conseguiste tu sueño». Es muy divertido leer cómo desafió el machismo de los circuitos y el recelo que despertaba entre los pilotos, la dificultad de «liderar y lidiar con un grupo de hombres que no cree en ti y que piensa: “Y esta rubita, ¿qué va a hacer aquí?”».
Y resulta interesante comprobar el paso que media entre la María que sale del accidente y la que renace de sus cenizas hasta decir: «Soy feliz. La vida es un regalo. Mi vida, aun siendo diferente, sigue teniendo todo el sentido del mundo». Porque en un principio reacciona como cabría esperar de una ganadora y le reprocha al médico británico la pérdida del ojo derecho: «Usted es cirujano y opera con las dos manos, ¡yo soy piloto y necesito los dos ojos!». Se rebeló. ¿Qué pasó después? Ella atribuye el camino a tres factores: la educación recibida, el cariño y apoyo de su familia y «las oraciones, energía y fuerza de todos los que me las mandasteis». En el libro alude continuamente a la costumbre de rezar de su familia. Y lo cierto es que su vida cambió radicalmente, hasta convertirse en un mensaje de alegría y esperanza que fue recibido con respeto por todo el mundo.
Como si te acabasen de parir. Para empezar, desde su accidente y hasta su muerte, María de Villota se consagró al trabajo con los niños enfermos. Decía: «Ahora estoy en la piel de todos los que comparten conmigo su sufrimiento, los siento y respeto tanto que he hecho mi nuevo equipo: la Escudería de Enfermos Valientes. (…) Siento mucho más el dolor de la gente. Es tremendo. Muy bonito. Y, aunque duele, es la forma más bonita de estar vivo (…). Rezo cada noche por los que han sufrido como yo y no se sienten fuertes».
En segundo lugar, nace en ella un tremendo agradecimiento por estar viva, que se recoge en el título de su biografía: «La vida es un regalo». Se sorprendía de «volver a sentir el pulso como si te acabasen de parir. Sentir cada latido como el primero y vivir más despierta, más alegre, con más sentido, más consciente». Repetía que había conservado la libertad de apostar por su propia existencia hasta en el momento de su más grave y crucial operación inicial, mientras estaba sedada. Y que había apostado por vivir.
Finalmente, María se asomó al misterio insondable del Ser: «Perdí un ojo por algo – decía –. Es como una señal. Creo que soy mejor persona que antes». Afirmaba que había recibido una segunda oportunidad para algo y que lo mejor «está por venir».
Un corazón sincero. María de Villota dejó de correr, que era sin duda la ilusión profesional de su vida, una verdadera vocación; pero en ese momento descubrió una alegría más profunda. Es conmovedor cómo lo describía: «Algunos dicen que estoy tan sensible porque mi accidente está aún muy reciente. Apenas ha pasado un año… pero por eso precisamente escribo este libro ahora, porque no quiero que el tiempo borre cómo siento, veo y pienso en este momento. Porque no quiero que este dolor y esta alegría de vivir se pasen como se pasa todo en la vida. No, este accidente no se puede pasar. No quiero que se decolore». Uno advierte en esta mujer el deseo de que las cosas no decaigan, que es el más noble deseo del ser humano sincero. Fue la hija de una familia cristiana y llegó a experimentar la positividad de la creación de una forma estremecedora y lúcida. Tal vez el Señor se la llevó justo en este momento para que no decayese jamás esta intensidad de vida. A nosotros nos queda la imagen imborrable de su rostro luminoso, elocuente del Misterio bueno del Creador, el espectáculo de una familia que celebró los funerales de su hija con paz. Un rostro y una paz que nos refuerzan en la certeza de que la vida es un bien hasta en el dolor y la muerte.
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