Una visita al Centro de acogida temporal y las historias de algunos protagonistas. Vito, el vendedor de helados, que fue el primero en socorrer a los náufragos. Super, que quiere saber «para lo que he nacido», y Daniel, prófugo desde hace 11 años, que ha venido de Londres para ayudar a otros recordando que «Dios no nos abandona nunca»
«AUNQUE MUERA, SÉ A DÓNDE VOY»
Su viaje ha durado dos años. Dieciocho meses en Etiopía «donde vivía haciendo lo que surgía: de limpiador, de camarero... cualquier cosa». Después Sudán. Y Egipto y el desierto, porque el objetivo era pasar desde el Líbano. Dawit, de 27 años, de Semhar, con tres hermanos aún en Eritrea («por eso no digo el apellido») y cuyos padres no se sabe dónde han acabado, se encontró en cambio expulsado a Libia. Esperó dos meses, antes de subir a la barcaza que se hundió el 3 de octubre. Quinientas treinta personas a bordo; 385 se las llevó el mar. Él se salvó. Perdió a cuatro amigos cercanos y a once personas que había conocido allí, en Libia. «Permanecimos en el agua cinco horas. Rezaba y gritaba. Cuando vi las patrullas de salvamento, estaba deshecho. Me dije a mí mismo: estoy a salvo. Pero, ¿por qué yo?».
Al mirarle a los ojos y contemplar juntos su vida comprendes un poco mejor lo que empuja a esta gente. No es el hambre, o la falta de trabajo, como sucedía entre nosotros hace unas décadas. No es sólo eso. Se trata de algo más profundo. «Sabía que arriesgaba todo, que no había ninguna certeza. Pero era mi última oportunidad. Debía ir. Me había escondido en casa para evitar el servicio militar. En mi país entras de chaval y te quedas allí no se sabe cuánto tiempo, no tienes futuro. Dejé a mi familia. Los soldados me buscaban, cambiaba de lugar continuamente. No podía quedarme».
Lo mismo le sucedió a Daniel Habtey, de 39 años, que ahora se sienta enfrente de él en la mesa del bar. Hace once años. Mismo recorrido, mismo dolor. Pero con raíces aún más profundas, si cabe: «Perdí a mi madre cuando tenía cuatro meses y a mi padre a los seis años. Era militar. Crecí en un orfanato. Lleno de rabia y de odio. Soñaba con convertirme yo también en soldado para matar el mayor número posible de personas». Dos hechos le hicieron cambiar de rumbo. Un sueño que tuvo a los 14 años: «Vi a Jesús que me decía “acércate a mí”. No sabía lo que significaba, pero aquello se me grabó en el alma». Y un encuentro con cristianos pentecostales que conoció en Asmara (la capital de Eritrea, ndr), donde se trasladó para trabajar como enfermero. Allí fue donde comenzó a estudiar la Biblia, a escribir canciones. Se hizo pastor protestante.
Luego, en 1999, el Gobierno prohibió su iglesia y lo llamó al ejército. «Pasé ocho meses escondido en casa. Al final cedí. Pero tras una semana en el campo de adiestramiento, me escapé». Dos años en Sudán, donde su prometida se reunió con él; la boda, una hija. Y Europa. «El 19 de diciembre de 2002 nosotros también desembarcamos aquí en Lampedusa. En la barca había una mujer que había dado a luz durante el viaje. Los pescadores le dijeron que era como María». Dos días solos en la isla, luego rumbo al norte: Crotona, Roma, Pistoia, Francia...
Ahora Daniel trabaja como pastor en Londres, en la Elim Church: «Cuatrocientos fieles; los eritreos somos unos 40». Cuando vio en la televisión las imágenes del naufragio, algo saltó. «Debía venir. Debía traer ayuda: dinero, asistencia... Lo que hiciera falta. Ayer, por ejemplo, repartí once móviles y tarjetas sim. Pero sobre todo debía decirles: “Mira, yo también he pasado por esto. He hecho tu misma experiencia. No te preocupes, porque Dios te acompaña. Te llama a cosas grandes. Tiene un plan para ti que ahora pasa por esto”. Es el mayor consuelo, porque tú puedes necesitarlo todo, comida, bebida y un trabajo, pero sobre todo necesitas saber que Dios no te abandona».
Lo sabía también Dawit, estando en el agua: «Confiaba en el Señor. Estaba seguro. Me decía: aunque muera, sé a dónde voy. Mi esperanza viene de Dios, no de la situación. Nunca había estado en una situación tan peligrosa, pero pase lo que pase, Él es mi futuro».
Helo aquí, el futuro. Es una palabra extraña, dicha aquí. El de Daniel, por ahora, es volver a Londres, «pero con muchas preguntas, porque las cosas que he visto me interrogan. ¿Cuál es mi lugar? ¿Qué me está pidiendo Dios?». Dawit, en cambio, espera. «Esta es la tierra donde hemos perdido hermanos y hermanas. Sólo queremos saber enseguida nuestro lugar de destino y marcharnos de aquí. ¿Yo? Espero ser libre. Poder ser aquello que soy». ¿Y qué eres? «Me gustaría estudiar para ser abogado, porque he vivido en un país en el que no existe la ley. Y quiero justicia».
«PERO MI VIDA, ¿SE ESTÁ AGRANDANDO?»
Estaba amarrado en la Tabaccara, la «piscina» la llaman aquí, la cala desde la cual se ve la Isla de los Conejos. «Lo hacemos de vez en cuando: comemos a media noche y por la mañana temprano pescamos. Pero somos aficionados...», relata Vito Fiorino, en su heladería en una avenida de Lampedusa, mientras ordena las cajas de los cucuruchos. Luego se sienta, tiene que pararse para continuar: «Todavía estaba oscuro, poco antes de las seis, y uno de nosotros escuchó voces. Pensábamos que eran los pájaros». Pero el amigo insistía, hasta que se alejaron de la bahía para ir mar adentro.
«Estaba amaneciendo, y lo vimos. Una multitud de cabezas en el agua que pedían ayuda. Imposible de describir...». Cruza los brazos: «Nada, avisamos a la Capitanía y luego empezamos a hacer lo que no sabíamos hacer. Subimos a bordo a cuarenta y siete: 46 hombres y una chica. No tenían ni fuerzas para agarrarse. Después llegaron los de salvamento y recogieron a los demás. Eso es todo. Fin de la historia». Guarda silencio un rato. Hace ademán de levantarse, pero se sienta de nuevo: «La chica está bien, me han dicho. Piensa que el más joven tenía 13 años, el mayor 36. Los que han sobrevivido han cambiado mi vida para siempre. No sé qué habrían hecho los que han muertos».
Camiseta roja de socorrista, cabellos blancos y coleta, lo deja claro: «Aquí no hay ningún héroe. Cualquiera habría hecho lo mismo que yo. Cualquiera». Pero allí estaba él. Es el valor de esta coincidencia lo que va creciendo en su interior. «Tengo 64 años. Uno piensa más bien que ya lo ha visto casi todo. Pero algo así... Cambia el rumbo de tu vida». Busca las palabras. «Te da solidez. Últimamente tenía serios problemas con mi hijo. Sin embargo ahora digo: pero su vida... es como si le hubiera visto en aquel mar. Entonces, ¿cuál es el problema? ¿Que se equivoca? No me interesa si hace lo contrario de lo que le digo».
Vito es lombardo. Se enamoró de Lampedusa y hace trece años se mudó aquí. «Aquí llevan la acogida en el ADN, es gente de mar». Pasa un grupo de eritreos por el otro lado de la calle y los saluda calurosamente. «Cuando subían a bordo, agotados, desnudos, se tapaban con una dignidad...». Luego llega Russon. «¡Papá!», lo llama así y lo abraza. Vito se derrite. Es el primero que rescató del agua. Tiene 36 años; en Eritrea dejó mujer y cuatro hijos para encontrar un trabajo y mandar dinero. Una tau de madera colgada del cuello, los ojos brillantes. Apenas se dicen nada, pero se entienden. Llegan los demás. Parece una casa más que una heladería. «Pedía ayuda a Dios y llegó él», dice Russon. Luego le pasa a Vito el móvil: «¿Quién es? ¿Eres la hermana de Russon? No, no tienes que darme las gracias... ¿Cómo? ¿Vienes a verme?». Está contento como un niño. Se sienta y te agarra el brazo: «¿Pero qué le está pasando a mi vida? ¿Se está reduciendo o se está agrandando?».
LA CARRERA DE LUCKY PARA SER LIBRE
Anthony Freddy tiene dieciséis años. Eso le dijeron en casa, aunque aparenta diez más. Te lo cruzas mientras desciende hacia el puerto, con los pantalones de trabajo azules y camiseta gris conseguida quién sabe dónde. Te pide dinero «para comer y lavarme». Te muestra las heridas de sus piernas, abrasiones y piel en carne viva. Llegó hace dos días, «en una barcaza con doscientas veinte personas». Todos nigerianos, o casi todos. Muchos de su estado, Edo, cercano al delta del río Níger. Él es de la ciudad de Benin. «¿Mi historia? No puedo decirte lo triste que es. Mis padres murieron a causa de una bomba en la iglesia. Ellos y dos de mis hermanas. Mi hermana pequeña y yo debíamos ir más tarde a misa. Por eso nos salvamos». Ocurrió hace veinte meses. «Después escapamos rápidamente hacia Libia, ella de siete años y yo. Se llama Victory. Apenas llegamos, me arrestaron: a los libios no les gustan los negros. Estuve un año y tres meses en la cárcel allí. He visto morir gente. Dios ha querido que me salvara, pero no he vuelto a saber nada de mi hermana». Tiene los ojos enrojecidos, pero sin lágrimas. «Conseguí escapar, pero ya no podía quedarme en Libia. Si me cogían, me mataban. Me enteré de que se podía venir a Italia, y lo intenté». Jamás había visto el mar, aunque su ciudad está a dos horas del océano. «Di todo lo que tenía para partir, ni siquiera sé cuanto era, pero me dejaron embarcarme. Nos estábamos hundiendo. Tuve miedo, mucho miedo. Recé a Dios, mucho. “Ayúdame”. Y lo hizo».
Sin duda hay lagunas en su relato. Y en el de Joel, de Lucky, de Super, todos similares. Sobre todo en el tema del dinero: para partir se necesitan al menos dos mil dólares, pero muchos te dicen que no han gastado nada («conté mi historia y el del barco se compadeció», explica Joel Favour, que se crió con su abuela porque «los musulmanes mataron a mis padres. Sólo he visto una foto de mi padre cuando yo tenía 12 años»). Y luego los contactos, las mafias... No es por casualidad que a aquella costa lleguen tantos, todos juntos, procedentes de la misma ciudad a cuatro mil kilómetros más al sur. De esto, sin embargo, no hablan. Hay miedo a contarlo. Se acuerdan de rostros violentos, en casa y a lo largo del camino. «Hice un curso para ser barbero; cuando murió mi padre me marché a Libia y busqué trabajo allí», dice Lucky Orebe, 24 años, cristiano protestante que lleva un rosario rojo de plástico al cuello, regalo de una señora de Lampedusa: «Pero allí te encierran y te piden dinero. Yo quería ser libre».
También Super subió a aquella barca. Con una historia parecida (padre muerto hace un año, tres hermanos, sin trabajo) y el mismo deseo: «Estoy buscando mi lugar. Aquello para lo que he nacido». Viajó toda una noche y medio día; luego los motores se detienen, la espera. «Estaba pegado a gente enferma, un caos. Recé mucho para que llegara la ayuda». Y ahora, ¿qué pides? ¿Qué esperas? «Irme de aquí. En el Centro veo que todas las mañanas trasladan a alguno. Dentro de una semana o diez días me tocará también a mí. No sé a dónde ni cómo, pero espero. Sólo quiero trabajar duro y darlo todo. Aquí sé que mis talentos pueden salir afuera». Lo dice justamente así, my talents: «Juego al fútbol, delantero. Y pinto». Le das el cuaderno y le pides que dibuje lo más bonito que ha visto durante estos días. Hace un boceto del tiesto con el arbusto que tiene delante. Tres ramas secas y siete hojas en total. Pero está vivo.
EL MÉDICO DE LA ISLA Y EL PEQUEÑO OMAR
«Llegan consumidos. Hipotermia, deshidratación… Normalmente es así, pero esta vez no; estaban muertos o vivos. Tenía que reconocerlos». Pietro Bártolo es el “médico” de Lampedusa. Nació y creció aquí, trabajó en Catania y Linosa y después quiso volver con su gente para construir un ambulatorio. Lo creó y lo dirige desde 1991.
Desde entonces no se ha perdido un desembarco. No quedándose en el ambulatorio, sino con las manos y el corazón en el embarcadero del puerto. Cuando se produjo el naufragio estaba enfermo, como consecuencia de una isquemia, pero corrió al muelle y permaneció allí día y noche. Las lanchas de los guardacostas y los pesqueros llegaban llenos de gente; sólo podía dedicar unos segundos a cada uno de los supervivientes, los miraba y los derivaba: al ambulatorio o al centro de acogida. Los muertos en bolsas. Pero también quería inspeccionar los muertos, y así escuchó el latido de una muchacha mientras la envolvían en el plástico: un latido muy débil, se pensaba que lo había imaginado, pero volvió atrás y volvió a oírlo. «Ahora la han trasladado, pero sé que está bien», se frota los ojos con los dedos. No es de los que les gusta mostrar sus emociones.
Desde aquel día le cuesta dormir. «Como muchos otros voluntarios. Algunos han necesitado ayuda psicológica». Recuerda a menudo al padre que cogía con una mano a su mujer, con otra a su hijo mayor, y abrazaba al más pequeño contra el pecho. «El primero se les fue, no consiguió sobrevivir». Bártolo es ginecólogo, pero las autoridades le encargaron la inspección de los cadáveres. Trescientos ochenta y cinco. «Nunca he visto nada parecido en todos estos años de trabajo». Pero cree que es demasiado fácil zanjar el asunto maldiciendo a Dios. «Hay cosas que nos sacan de nuestra rutina, de nuestras comodidades. Todos dicen: mira lo que permite Dios… No. Para mí, ellos son los elegidos». Se queda en silencio, como si le hubiese venido en mente algo más grande de lo que creía. «Nunca voy a la iglesia. Pero bautizo a todos los que puedo». ¿Por qué? «Van al cielo. No tengo la menor duda. Si puedo ayudarles…». Cambia bruscamente. «Sabe, en 2011 había siete mil tunecinos. Y nosotros somos seis mil. Dormían al aire libre, algunos eran violentos, fue un tiempo difícil. Sin embargo la gente se pegaba por darles de comer».
En esto es fácil polemizar, «en muchos aspectos la vida en la isla es precaria. Algunos se lamentan y se habla, se habla… Después llega una barcaza y los habitantes de la isla dan todo lo que tienen». Aún hoy después de tantos años le asombra: «Mira qué grandes son los corazones». Las noticias corren rápido por el pueblo. Es como un tam tam. Una inmigrante parió durante un desembarco y por la noche, al acabar su turno, Bártolo se encontró a las puertas del ambulatorio a cuarenta madres. Habían traído pañales, ropa, de todo.
Por lo demás cuando él era niño, «hace cincuenta años», los habitantes de Lampedusa alojaban gratis a los turistas, para que gozasen del mar y el sol. «Siempre hemos tenido necesidad de la novedad». Aún hoy la gente viene a preguntarme: “Sé que no está permitido, ¿pero puedo llevármelos a casa?”. Qué quiere que le responda…». Él, que sólo al final confiesa que tiene un hijo llamado Omar. Un tunecino que llegó hace 19 años y hoy tiene 22. Y que ahora sueña con marcharse de la isla. «Veremos, todavía es demasiado joven…».
UN CENTRO QUE ALBERGA EL DOLOR DEL MUNDO
Con el cuaderno de normas y estadísticas bajo el brazo, habla y se lía rápido un cigarrillo. Cristiano Greco es el psicólogo responsable del Centro de acogida temporal de Lampedusa, en lo alto del barrio de Imbriacola. El Centro se abrió en 2003 y él trabaja allí desde 2007. Actualmente hay 700 inmigrantes acogidos, aunque el Centro sólo está habilitado para atender a 250. Hay en la entrada una decena de soldados y policías: algunos patrullan la verja, otros, en la garita, esperan llamadas, fax. Nuevas llegadas.
El camino sube entre edificios de tres pisos y containers. Entre las filas de ropa tendida se intuye la intención de hacer un lugar hermoso, que no se rija por la presión de las circunstancias: intentos de jardines sin terminar, bancos en piedra coloreada y deslucida.
Un policía lava con una manguera el autobús donde se traslada a la gente y dos niños sirios juegan en el barrizal que se forma. Hombres y muchachos asomados a las ventanas de los dormitorios o sentados en la acera; se escucha alguna radio. Callan y fuman los cigarrillos del kit de acogida («les calman, se los damos junto a todo lo necesario para la higiene y una tarjeta telefónica»). Greco no habla árabe ni los dialectos africanos, lo que, con el tiempo, le ha llevado a otra manera de entender a los que acoge. «Sigo las miradas, los gestos, las posturas. Es como si se me hubiese ensanchado la percepción. El otro te lleva a esto, y su diferencia te hace estar más atento». Sonríe: «Además siempre hay alguien que se te parece especialmente. En sus maneras, en su carácter. Me llama la atención…».
Greco no entra en los dormitorios sin llamar a la puerta. Las mujeres necesitan tiempo para arreglarse, algunas para ponerse el velo. Reciben la visita sentadas, en posturas elegantes, aún sobre las esterillas de gomaespuma, blancuzca, que cubren el suelo. Indican con gestos que gotea agua del piso superior. En este container hubo en un tiempo oficinas, pero el Centro ha cambiado totalmente y no sólo por la mayor afluencia de acogidos; cambia de cara porque las necesidades de la gente que llega son distintas. «Antes sólo teníamos hombres, ahora, cada vez más, tenemos mujeres y niños, y el protocolo no lo contemplaba…». Los datos de los acogidos son una radiografía de los países del Sur del mundo. «Contemplando las llegadas, se tiene una lectura política de lo que está sucediendo: ahora las condiciones más dramáticas se están materializando – obviamente aparte de Siria – en Eritrea y Somalia. La mayor parte de la inmigración es subsahariana».
«La permanencia media anual es de cuatro días y medio antes del traslado. En momentos calurosos como este los tiempos son más largos. En los debates públicos se clama que los inmigrantes deberían ser trasladados inmediatamente. Pero ni siquiera se cae en la cuenta de lo que ha pasado esta gente para llegar hasta aquí y de que necesitan detenerse, descansar». Aún más los supervivientes del naufragio. «Esta vez ha sucedido algo que no tiene precedentes. Lo supe por el pathos de la llamada que recibí de la Capitanía del puerto. He visto la profundidad del dolor en los rostros de los primeros que llegaban». Pero aquí no hay tiempo para llorar, dice: «Aquí no se discute en balde, se hace y basta. Y no por orden de arriba, sino porque la realidad lo exige».
En estos días, le ha venido a menudo en mente Abu Bakra, «mi mito». «Hay quien se inspira en Che Guevara, qué sé yo. En cambio yo, cuando estoy en apuros, pienso en ese niño». Venía de Mali. En 2009 estaba a bordo de una de las barcazas detenidas y rechazadas por el decreto del ministro Maroni: cuando supo que volvían atrás, Abu consiguió colarse en el barco de los guardacostas y esconderse en un bote salvavidas. «Se presentó una noche, solo, en la verja del Centro. Estuvo con nosotros cerca de dos meses. Tenía todo en contra. Para el mundo él no tenía que estar aquí. Y sin embargo estaba». Después de cuatro años, «esta obstinación suya» le vuelve siempre a la cabeza. Pero no sólo eso. «Me tomó muchísimo afecto. Los abrazos y gracias que recibo aquí no tienen precio ni comparación con nada».
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