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Huellas N.9, Octubre 2013

NEUROCIENCIAS / La nueva frontera

El hombre no miente

Alessandra Stoppa

¿Cómo funciona el cerebro? Nos llegan constantes informaciones de investigaciones y descubrimientos que rápidamente se convierten en eslóganes. Pero cada vez surgen más preguntas. Comenzamos una breve serie que nos introduce en el mundo de las ciencias cognitivas: una revolución similar a la que supuso Galileo. El filósofo de la mente, MICHELE DI FRANCESCO, nos explica que, ante todo, es necesario saber cómo afrontarla

«Descubierta el área de las opciones morales». «Así es como nace el recuerdo». «Fotografiada la emoción». Algunos flashes desde la última y más prometedora frontera de investigación: las neurociencias. Nacida como estudio del sistema nervioso, hoy se dirige más a un campo de investigación cada vez más articulado e interdisciplinar, desde los movimientos imperceptibles de los ojos al problema de dónde radica la conciencia (y de qué es). La atención que se le presta es grande, no sólo por las enormes inversiones de los gobiernos en proyectos de investigación, con EEUU a la cabeza, sino también por la inagotable fascinación que suscita el misterio de nuestra mente.
Lo que tratamos con esta breve serie de artículos no es sondear el panorama poliédrico de las neurociencias, sino ser más conscientes de la revolución que se está produciendo, que para el filósofo de la mente Michele Di Francesco, ex decano de la Facultad de Filosofía de la Universidad Vita-Salute San Raffaele de Milán y actual rector del IUSS de Pavía, «es comparable a la que supuso Galileo». Dado que las noticias hacen siempre referencia a descubrimientos aislados, terminamos por deslumbrarnos con mensajes simplificados, que nos hacen imaginar cosas que van más allá de su valor efectivo. También por este motivo resultan muy fácil la desviación y la confusión entre los resultados de las neurociencias y la neurocultura que se deriva de ellas: una visión antropológica en auge para la cual el hombre es un “sujeto cerebral” y el cerebro el lugar del “Yo”, según la célebre frase formulada a comienzos de los años 90 por Francis Crick, Premio Nobel: «No eres más que un paquete de neuronas».
En aquellos mismos años, el escritor Tom Wolfe advertía de la «sensación de hielo que emana del sector más candente del mundo académico». Y añadía: «Vivimos en una época en la que la ciencia es un tribunal que no concede apelación. Pero, esta vez, lo que está en juego es la naturaleza de nuestro precioso “yo” interior». Esta vez nos indica un giro histórico que no debemos perder de vista. Sin embargo, precisamente por lo que está en juego, el riesgo es renunciar a la comprensión de los éxitos científicos porque no queremos que se nos robe la misteriosa grandeza de nuestro ser hombres. Por ello, ante el potente desafío intelectual que nos plantean las neurociencias, es necesario, ante todo, «saber cómo afrontarlas».

Profesor Di Francesco, ¿por qué esta comparación con la revolución galileana?
Al igual que entonces se establecieron las bases para una revolución del conocimiento del mundo físico, del mismo modo hoy nos hallamos inmersos de lleno en una revolución que permite comprender el funcionamiento de la mente humana. Por primera vez en la historia. Pero esto no sólo gracias a las neurociencias: ellas forman parte de la gran empresa de las ciencias cognitivas, entre las cuales están la psicología cognitiva, la inteligencia artificial, la lingüística y otras disciplinas. La revolución cognitiva comenzó en los años 60-70, cuando dejó de ser suficiente la teoría conductista, que sostenía que la mente era una “caja negra” incognoscible, y la única comprensión experimentable y científica era la relación entre estímulo ambiental y respuesta del hombre.

Ahora que el estudio del cerebro está en su máxima expansión, gracias en parte a las neuro-tecnologías que permiten elaborar un mapa del cerebro, ¿cuál es el modelo dominante?
Hoy goza de gran notoriedad y autoridad el neurocentrismo de una parte importante del materialismo contemporáneo, que reconduce los fenómenos mentales a la actividad nerviosa del cerebro, y los confina dentro de la caja craneana, hasta llegar a hacer coincidir el ser una persona con tener un cerebro. Pero también se están abriendo camino algunos modelos que insisten en distintas direcciones en una concepción de la mente no sólo como producto de mecanismos internos del organismo, sino como sistema dinámico, abierto al mundo e inmerso en él. En cualquier caso, la cuestión es que nos hallamos ante un nuevo intento de reescribir los límites de la mente: ¿Cómo pueden los mecanismos neuroquímicos producir la conciencia y el pensamiento? Es el enigma al que quieren responder las ciencias cognitivas, entre las que destacan las neurociencias por su espectacularidad.

¿Por qué impactan tanto estas ciencias?
Existe una atracción que nace de la forma en que se comunican. Son fácilmente divulgables, simplificables. Si yo muestro una imagen bonita tomada de una resonancia magnética funcional, en donde se ve la activación de un área cerebral, y escribo al lado: «Descubierta el área de las decisiones morales», se convierte en un mensaje que llega con gran fuerza. Esto no significa que el descubrimiento no tenga una importancia real, efectiva, pero el problema es siempre ahondar hasta descubrir qué demuestra. En cualquier caso, la verdadera razón de la atención que suscitan y que merecen es que constituyen en la actualidad la frontera que promete mayores progresos.

¿Progresos clínicos?
En su mayoría sí. Ante el envejecimiento de la población, el tema de las enfermedades neurodegenerativas está en primera línea. Cada vez vivimos más, pero el periodo de vida que “ganamos” es vivido con frecuencia en condiciones difíciles de aceptar: no queremos vivir cien años si en los últimos veinte somos incapaces de conocer y de querer. Queremos vivir bien. El problema no es prolongar la vida, sino su calidad. Por eso se apuesta tanto por las neurociencias. Al mismo tiempo, la vida del hombre es vista cada vez más a través de sus capacidades cognitivas, las capacidades de pensamiento. La ecuación que surge de aquí es: cuanto más conocemos la mente, más conocemos al ser humano.

En sí mismos, los datos no coinciden sin más con una visión del mundo y del hombre, pretensión que en cambio sí tienen las teorías interpretativas. En su opinión, ¿qué datos de los actuales descubrimientos no podemos ignorar?
El primer dato es que la conciencia es menos central de lo que siempre hemos creído, porque nuestra acción está formada por una miríada de procesos sub-personales: gran parte de nuestra vida cognitiva está hecha de mecanismos automáticos, procesos de elaboración ante los que estamos a oscuras, porque son sub-conscientes. Como cuando conducimos absortos y sin embargo nos paramos ante el stop, o como cuando tenemos esa sensación de vacío mental total y nos dirigimos a una habitación; pero nuestro pensamiento está en otro sitio, y en un momento dado nos detenemos porque se interrumpe el automatismo: “¿Qué es lo que estaba haciendo?”. Dicho esto, no es posible llegar a concluir que la conciencia no cuenta nada. Este es el salto injustificado del reduccionismo.

¿Qué otros macro-resultados no podemos ignorar?
Los que tienen que ver con la introspección. Tenemos una confianza instintiva en nuestras capacidades auto-explorativas: pensamos que cuando miramos dentro de nosotros mismos adquirimos un conocimiento que no puede ser puesto en duda. En cambio, los resultados contradicen hoy en día el modelo cartesiano, la idea según la cual nosotros conocemos nuestra mente mejor que el mundo exterior.

¿Cómo sabemos que la introspección es falaz?
Pongo dos ejemplos: por un lado, las investigaciones sobre nuestros procesos de decisión muestran que las razones que aducimos para justificar nuestras acciones son con frecuencia falaces. Desde la ética a la economía o la política, se ha abierto una nueva frontera en la que las neurociencias ayudan a comprender que las deliberaciones racionalistas están influidas (sin que lo sepamos) por “prejuicios” inconscientes, automáticos y que se sustraen a la introspección. El segundo ejemplo es nuestro mismo conocimiento del “yo”. No es sólo que el ego cartesiano, la res cogitans, sea imposible de identificar de forma introspectiva (como ya había notado Hume), sino que hoy sabemos también que el conocimiento interno de nosotros mismos es tan falible como el externo. La ciencia nos dice que los procesos psicológicos y neurológicos se producen de un modo que no corresponde a lo que nos imaginamos. Percibir no es crearse una representación estática del mundo externo; recordar no es crearse un archivo estático de recuerdos fijos e inmutables – ambos procesos son dinámicos y evolucionan a la par que nuestra relación con el mundo. De igual modo, razonar correctamente es una actividad que requiere necesariamente la contribución de las emociones, y así con todo.

Usted ha dado a conocer entre el público italiano el debate norteamericano sobre el modelo de la “mente extendida”, formulado por los filósofos Andy Clark y David Chalmers en 1998. Una noción de mente que no renuncia a la dimensión personal y fenomenológica de la experiencia de sí, y que plantea la pregunta: ¿dónde termina la mente y empieza el resto del mundo?
Es el rechazo de una identificación ontológica y epistemológica de mental y cerebral. El sujeto es un amasijo de pensamiento biológico y potenciamiento cultural. Las neurociencias, por tanto, pueden ayudarnos cada vez más a comprender la base biológica que hace posible esta capacidad de reclutar tantos recursos ambientales para potenciar la inteligencia, pero no tenemos aún respuestas sobre esta interacción, sobre cómo está hecho el cerebro de modo que permita su misma expansión.

Por tanto, ¿cuál es el desafío?
Es interpretar la correlación entre vida mental y procesos neurofisiológicos. La imagen científica más acreditada es que si quitas el cerebro, no tienes mente. Pero si tú tomas una persona y le quitas la relación, también se puede decir que no tiene mente (o una mente genuinamente humana). Un niño que crezca solo tendrá disfunciones gravísimas, una conciencia alterada, una fragmentación de la mente. Porque la mente, su unidad, no es algo producido por el cerebro sin más. Se habla de dos polos de un campo magnético: si quitas uno, no te queda medio campo. No te queda nada.

Lo que está en juego es, entonces, el concepto mismo de razón. Si la razón se limita a la dimensión biológica, nos hallaríamos ante una paradoja: la ciencia se negaría en primer lugar a sí misma, negaría la experiencia “en primera persona” que media el conocimiento.
No se puede concebir el mundo si se elimina la dimensión total del ser persona. Cuando introducimos en la realidad un cierto tipo de concepciones materialistas, se pone de manifiesto un prejuicio: la idea de que hay pruebas, procedentes de la visión científica del mundo, de que existe en alguna parte una descripción de la realidad que es perfecta, clara, impersonal y desencarnada – a la que necesariamente tendrá que reducirse el principio viviente del ser humano –, una descripción que permite resolver la “tensión” entre natural y espiritual, englobando el lado personal en el impersonal. Personalmente, sospecho que esta tensión forma parte de los límites cognoscitivos de nuestra especie. Es irresoluble.

Tal vez no sea un límite, sino el signo de una grandeza.
Es una tensión evidente que se puso de manifiesto desde que el ser humano empezó a construir una imagen del mundo sobre los resultados científicos. Yo sólo subrayo una cosa: si hay un tema que resurge continuamente es el de la libertad. Nos preguntamos si somos más libres que los ratones y respondemos que sí, porque podemos elegir más. Pero decimos que no somos libres en sentido absoluto. ¿Qué quiere decir esto? ¿Que actuamos sin una razón? Yo actúo sólo en base a una razón: actúo según unos motivos a los que me adhiero.

Las neurociencias estudian los “correlatos neurales”, el estado cerebral correspondiente a una experiencia. ¿Qué nos dice esto de la experiencia?
Podríamos decir que no añade nada, pero sería equivocado: la neurociencia puede y debe integrarse positivamente con la fenomenología, pero no creo que sea suficiente para explicarla. Un ejemplo: ¿tendría sentido describir la actividad de escribir una novela hablando únicamente de lo que sucede en el cerebro? La interacción con lo que tengo delante es continua: escribo, borro, miro, vuelvo atrás. Se construye un sistema más amplio, que me incluye a mí y lo que estoy escribiendo.

Si nuestra vivencia es, por su propia naturaleza, irreductible a una función neuronal, ¿qué horizonte abren los correlatos?
Ofrecen grandísimas posibilidades que deben ser valoradas por su impacto ético, político, jurídico y por la representación de nosotros mismos que implican. Supongamos que yo consigo identificar ciertas formas de malestar psíquico que tienen como correlato un estado cerebral preciso. Y supongamos que yo produzco una molécula que interviene en ese malestar. Es de gran importancia. Pero no está escrito que sea la solución.

¿Por qué?
Puede ser que ese malestar, que tiene una base cerebral, derive de una dificultad de relación. Si reduzco el comportamiento social a bases neurobiológicas, estoy colaborando a un empobrecimiento de la naturaleza humana. Es el motivo por el que en EEUU se proporcionan psicofármacos a los niños demasiado inquietos: es más cómodo dar una pastilla que construir una escuela capaz de acogerles. ¿Es justo? Tendríamos que ser capaces de plantearnos la pregunta.

¿Cómo responde usted a ella?
Yo creo que pensar en tomar una pastilla de la felicidad para ser felices no es adecuado a nosotros. Pero, ¿por qué? Tal vez porque tenemos una visión más amplia del ser humano. Tal vez porque no coincidimos con: «Tengo un cierto equilibrio funcional a nivel neural». Si fuese así, estaría fenomenal tomar una pastilla. Pero ser personas, la dignidad humana, eso es otra cosa. Queremos ser felices en el modo justo.

¿Y cuál es ese modo?
No queremos “el estado neural que corresponde con la experiencia de la felicidad”. Queremos una felicidad hecha como debe ser.


BOX “LOS INICIOS”
Hasta el siglo XVIII, el estudio de las funciones cerebrales es marginal, porque el cerebro es considerado un órgano de corteza insensible y de estructura homogénea. A finales del siglo XVIII, Luigi Galvani establece las bases para el estudio de la excitabilidad eléctrica de las neuronas.
Siglo XIX. A comienzos de siglo, Franz J. Gall “funda” la frenología (que se basa en la idea de que las funciones cerebrales están localizadas). Junto a Johann Spurzheim subdivide la superficie del cerebro en una cartografía cerebral.
1861. Paul Broca demuestra una de las primeras localizaciones: la función cerebral del lenguaje.
1890. Camillo Golgi estudia un procedimiento de coloración que revela las estructuras complejas de cada neurona. Santiago Ramón y Cajal formula la “doctrina de la neurona”, que es considerada como la unidad funcional del cerebro (ambos Premio Nobel en 1906).
1962. Francis O. Schmitt acuña el neologismo neurociencia, afirmando que el estudio del sistema nervioso requiere la asociación de científicos con distinta formación.
1963. John C. Eccles, Premio Nobel y autor de descubrimientos fundamentales sobre el impulso nervioso, publica Las bases neurofisiológicas de la mente, unificando el patrimonio precedente.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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