La tarea de Gabriel
La gaita al hombro y la mirada fija en la cúpula. Así se paseaba Gabriel por Roma, con el sueño de llegar a tocar la gaita para el Papa. Llegó a la capital italiana desde Milán, con sus padres, para participar en el encuentro de los movimientos con el Santo Padre. La edad que figura en su carnet de identidad es 32, pero tiene la transparencia de un niño. Además, quizá por esa dolencia que le acompaña, una discapacidad psicomotora que sufre desde su nacimiento, tiene un deseo tan vivo y sincero. Hace poco perdió su empleo porque la empresa en la que trabajaba cerró sus puertas. Pero cuando se presenta a otras personas, sigue diciendo, de corrido: «Gabriel, trabajo, soy monaguillo, toco la gaita». Como buscándose a sí mismo entre los quehaceres de sus jornadas.
El domingo por la mañana, antes de la misa de Pentecostés, está en la plaza de San Pedro, en el sector dedicado a las personas con discapacidad. Su madre, Marianela, le ha convencido para que guarde la gaita en la mochila. El Papa empieza a pasear por la plaza en el papamóvil, los voluntarios han dicho que pasará por allí. «Pero no gritemos “Francisco”», dice Gabriel a todos los que tiene alrededor: «Demostrémosle que hemos entendido lo que nos dijo ayer en la vigilia». Corazón, pulmones y garganta se ponen en marcha para gritar un «¡Jesús, Jesús!» que sólo se acalla cuando el papamóvil se detiene a diez metros.
El Papa le mira: «¡Ya llego! ¡Voy!». Se baja. Saluda uno a uno a todos los enfermos que le salen al encuentro. Hasta llegar a Gabriel, que le está esperando con los brazos abiertos, como uno que ha alcanzado el objetivo más importante de su vida. Y cuando lo tiene delante, se entrega a él. Mirándoles, no se sabe quién aferra más fuerte a quién. Sólo se separan para mirarse a los ojos. Y Gabriel aprovecha: «¿Puedes rezar un avemaría por mí?». Y Francisco: «Está bien, pero tú reza por el Papa todos los días». «Ok, cuenta con ello».
Los brazos de Gabriel vuelven a echarse alrededor del cuello del Papa, mientras su madre le sujeta desde atrás por la camiseta. «Sólo después me di cuenta, al ver las imágenes, de cómo le estaba sujetando. Quería frenarle, contener su impetuosidad, pero sobre todo quería entrar yo también dentro de ese abrazo».
El Papa se aleja. Gabriel se queda con su mochila y su gaita. No ha conseguido tocarla, pero ha pasado algo mucho mejor. Lo comprende bien al día siguiente, de vuelta a casa. Vuelve a empezar a buscar trabajo: no será fácil encontrarlo, pero lo necesita. Se topa continuamente con esta necesidad entre los quehaceres domésticos y su deseo de tocar. «Pero me siento en paz – cuenta Gabriel – porque el Papa me ha confiado una tarea. Nada más despertarme, me arrodillo y rezo un Gloria por él. Y por la noche, un Rosario». Y el día siguiente, otra vez. Y otra. Entre ellos ya hay un pacto. Le prometió que lo haría…
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