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Huellas N.6, Junio 2013

CULTURA / Hannah Arendt

Mi viaje a la raíz del mal

Alessandra Stoppa

Acuñó la expresión «la banalidad del mal», una de las más usadas y abusadas para abordar la crónica diaria. ¿Pero qué quería expresar la filósofa alemana? A los cincuenta años de sus artículos sobre el proceso a Adolf Eichmann, redescubrimos lo que vio en aquel hombre, y en la conciencia de cada uno de nosotros

Un chiquillo tranquilo, un buen chico, que de repente mata a sus padres. «Es la banalidad del mal», se escribe. Altercados en la calle, un pique por el taxi o una simple mirada. Estas u otras trivialidades que acaban por inducir a matar. «Es la banalidad del mal». El mismo nombre que utilizamos para encubrir la rutina con la que pasan ante nuestros ojos las masacres cotidianas o el escándalo cuando vemos aflorar cualquier gesto humano, que nos resulta familiar, en quien ha podido realizar una atrocidad. Nos apartamos enseguida del precipicio: «Es la banalidad del mal», y con esto cerramos la cuestión.
¿Pero es cierto?
Cuando se cumplen cincuenta años de su formulación, la expresión que Hannah Arendt utilizó para tratar de definir lo que vio en las ciento catorce audiencias del juicio de Jerusalén, que llevaron a la pena de muerte del criminal nazi Adolf Eichmann, sigue utilizándose a menudo en los periódicos, en la sección de sucesos. Sigue siendo usada, y abusada. La mayoría de las veces se convierte en el karma para ocultar lo que no queremos: ese mal que nos asusta, nos atañe. En esto, algo nos acerca a lo que Arendt vio en aquel hombre de mediana edad, delgado, con una incipiente calvicie, «encerrado en una jaula de cristal», en la que durante todo el proceso estará «con el enjuto cuello encorvado hacia el banco».
Pero para ella, no es la normalidad de Eichamann lo que llega a ser banal. Para comprender qué quería decir basta releer la serie de artículos que la filósofa alemana, alumna de Heidegger y Jaspers, escribió como enviada a Jerusalén para el semanal The New Yorker, publicados entre febrero y marzo de 1963. Su observación sobre el mal es más profunda que el modo con que se suele utilizar. Más profunda, porque interroga la profundidad del mal. Sin hallarla.
Eichmann nació en la ciudad austriaca de Solingen, en 1906. El mismo año que Arendt. Mientras ella, judía-alemana, emigra a Francia y más tarde a los Estados Unidos para huir de la persecución, él acaba en las columnas en marcha bajo las banderas del Tercer Reich. Con 26 años, pierde su trabajo en una compañía petrolífera y se enrola. Poco después, «aburrido del servicio militar», siguiendo la sugerencia de un conocido, pide entrar en las SS. «El partido me engulló sin tener tiempo para decidir. ¡Fue algo muy rápido e imprevisto!», dijo en el proceso. Eichmann se convertirá en el responsable de la sección de “los asuntos concernientes a los judíos” de la Oficina central para la seguridad del régimen. Con un papel clave: administrar los traslados a los campos de concentración y de exterminio. El 11 de mayo de 1960, en los suburbios de Buenos Aires, donde se había construido una segunda vida después de la guerra, el Mossad lo secuestrará, para ser juzgado por un Tribunal en Israel.

El atajo. Con el secuestro comienza la película de Margarethe von Trotta, estrenada en el mes de enero en España. La película describe la experiencia de Arendt en aquellos cuatro meses que duró el juicio, ante un imputado que la inquieta porque «todo esto contradice nuestras teorías acerca del mal». Ante todo su teoría, la del «mal radical», introducida en Los orígenes del totalitarismo: con el nazismo habría aparecido en la historia un mal «absoluto», jamás visto antes y fin en sí mismo. Mientras los actos de Eichmann eran «monstruosos», él no era «ni demoníaco ni monstruoso». No era un paranoico ni un demente. Media docena de diagnosis psiquiátricas lo confirmaban. «No era ni un Iago, ni un Macbeth», anotó Arendt. Era ordinario, sin intención consciente de hacer el mal. Y, al mismo tiempo, conocía las consecuencias de sus actos.
Es por este abismo – el problema de la conciencia – que la Corte buscará durante todo el tiempo un atajo: convencerse de que aquel hombre estaba mintiendo.
En cambio, Eichmann decía la verdad. No odiaba a los judíos, al contrario, fue el primero en mostrarse «disgustado» por la “solución final”. Sin embargo, fue uno de los principales ejecutores del Holocausto, y lo miró a la cara. Hizo transportar a centenares de miles de hombres, mujeres y niños hacia la muerte. «Con gran celo y cronométrica precisión». Y por esto le ahorcaron el 31 de mayo de 1962, culpable de «crímenes contra el pueblo hebreo, crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra». Pero sin que, en el fondo, ni la Corte ni el público le hubiesen creído. Hubiesen creído que su mal no echaba raíces ni en el fanatismo, ni en la inconsciencia. Creerle significaba estar delante de un dilema que parecía insoluble. Y aquí está la elección de Arendt: decidió mirar aquel dilema.
Es fácil que la banalidad se malentienda como la vulgar acción de un hombre, de un mero burócrata dentro de un gigantesco engranaje infernal. En verdad, el caso humano de Eichmann también fue esto. Él mismo se defendió, dijo y repitió que obedecía órdenes. Más aún, a «maniobras de Estado». Pero no por esto Arendt escogió esa expresión para hablar del mal. Vio algo en la capacidad de aquel hombre de exaltarse por cosas vacías, falsas. No estaba adoctrinado: se había adherido al partido sin convicción, desconocía su programa, no había leído jamás Mein Kampf. Del 8 de mayo de 1945, fecha oficial de la derrota de Alemania, dirá: «Sentía que la vida se me haría más difícil sin un jefe; ya no recibiría órdenes de nadie, ya no tendría que consultar reglamentos. En breve, me esperaba una vida que no había vivido nunca».
Porque nunca había intentado vivir. El juez instructor le interrogó más de un mes, registró 76 cintas magnetofónicas, en las que Eichmann narraba su vida. Están llenas de frases hechas. Con una «incapacidad casi total de ver las cosas desde el punto de vista de los demás», apuntó Arendt. Eichmann encuentra consuelo al recordar «pequeños triunfos», inspirados en la buena sociedad o el éxito; tiene «la manía de decir frases grandilocuentes» que delatan conceptos vacíos. Como las insulsas palabras pronunciadas el instante antes de morir. Dijo que era Gottgläubiger, término nazi para rechazar la religión cristiana y la vida eterna, después añadió: «Dentro de poco, señores, nos volveremos a ver. Este es el destino de todos los hombres. Viva Alemania, viva Argentina, viva Austria. No las olvidaré». Frente a estas palabras, Arendt ve la recapitulación de todo aquello que había advertido durante el largo proceso: «La lección de la aterradora, indecible e inimaginable banalidad del mal».
El mal de aquel hombre era banal como su memoria, una mente que desbordaba conceptos de poca monta, mientras que para él era un arduo trabajo recordar los hechos. El pensamiento, que está hecho para buscar la raíz de las cosas, cuando se ocupa del mal «se frustra, ya que no halla nada. El mal es banal porque no tiene raíces», escribirá Arendt respondiendo a las polémicas suscitadas por el informe del juicio. La banalidad es, por lo tanto, esta «ausencia del pensamiento». Sin embargo, Eichmann no era un estúpido («no tenía ideas, algo muy diferente a la estupidez»). El mal del que la autora nos habla es «la lejanía de la realidad». En primer lugar, de uno mismo. Es un vacío de la razón por una falta de relación con los hechos. Eichmann los tenía delante, vio cómo se moría en Minsk, Treblinka, Lublin, vio hasta tal punto de no poder ver más: «Era demasiado. Estaba acabado. Habría querido desaparecer». Pero no fue suficiente.
Es esto lo que hará decir a Arendt: «He cambiado de idea. Hoy, mi parecer es que el mal no puede ser nunca “radical”, sino sólo extremo». Extremo y superficial. Como la sistemática mentira en la que vivían todos los que le rodeaban: la realidad había sido vaciada desde sus connotaciones más evidentes, con palabras inocuas: los modos de exterminio eran «la caridad de una muerte piadosa», «cuestiones médicas». De hecho, en otra ocasión, definirá así la ideología: «no es la ingenua aceptación de lo visible, sino su inteligente destitución».
Si la realidad se convierte en insignificante para el pensamiento, el mal ya no tiene límites, porque no está atado a nada. «La nada se convierte en un sustituto global de la realidad, puesto que la nada aporta alivio», escribió en La vida del espíritu (Paidós, 2010): «Alivio, pero sin realidad. Meramente psicológico, sedativo para el ansia y el miedo». Es el alivio que decía que sentía Eichmann. Sin nunca haber llegado a conocer y juzgar, y perdiendo el nivel humano del vivir. Era como si su vida no hubiera alcanzado jamás la singularidad. Nunca había sido suya.
«La insistencia de Arendt en los hechos está subestimada. En cambio, lo más notable en ella es precisamente el deseo de comprender la realidad. Fue su preocupación constante desde pequeña», dice a Huellas Giorgio Torresetti, profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad de Macerata: «La banalidad es el deshabituarse del hombre al pensamiento, como incapacidad de interrogarse acerca de los hechos. El pensamiento que se cierra en banda, que no escucha la realidad. El hombre en primer lugar deja de escucharse a sí mismo, interrumpe su diálogo interior», suspende su conciencia.

«Todo habría sido diferente». Uno de los datos que más impresionó a Arendt fue la «resistencia» casi nula al nazismo, la escasez de hombres conscientes. A menudo lo destaca en su informe. En ciertos recuerdos de Eichmann («Nadie vino a reprocharme por cómo cumplía con mi deber»), o en el testimonio de un superviviente, que narra que se salvó junto a otros, gracias a un sargento alemán, Anton Schimdt, que por ello fue ajusticiado: «Un silencio sepulcral bajó hasta el aula del tribunal. En aquellos dos minutos que fueron como un inesperado rayo de luz en medio de la densa, impenetrable oscuridad, un pensamiento afloró en las mentes, claro, irrefutable, indiscutible: todo habría sido diferente hoy si hubiese habido más episodios similares». En otro pasaje, profundiza: «El régimen intentaba crear vacíos de olvido en los que se hundiera cualquier diferencia entre el bien y el mal. Pero los vacíos de olvido no existen. Nada humano puede borrarse. Bajo el terror, la gran mayoría se somete, pero algunos no».
Arendt espera en estas excepciones donde renace la conciencia. Y en el hecho de que la realidad no se puede reducir a la nada. La banalidad del mal desvela la profundidad del bien. Así, escribirá una carta en julio del ’63: «Sólo el bien es radical».


ENTRE CRÓNICA E HISTORIA
En 1961, Hannah Arendt (1906-1975) siguió el juicio de Adolf Eichmann como corresponsal en Jerusalén del semanal The New Yorker. En 1963, el conjunto de sus reportajes se publicó de forma más amplia en un libro. En 1964, Arendt publicó una edición revisada y corregida, con materiales añadidos sobre el Holocausto y un apéndice en el que aborda las polémicas suscitadas por su obra (Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal, Lumen, Barcelona 2003, pp. 464).

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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