Una amistad «demasiado hermosa para ser real» abre de par en par el mundo a un chaval que se había alejado de la Iglesia. La historia de Stefano Lavelli, uno de los seminaristas de la Fraternidad San Carlos que se ordenará en Roma el 22 de junio
Muchas veces ha brindado por Joseph Roth. El libro que tiene entre manos está ya consumido. «Vuelvo a leerlo a menudo y me conmuevo pensando en que Dios se hizo hombre y que sale a nuestro encuentro». La Leyenda del santo bebedor es la historia de Andreas, un clochard alcohólico que vagabundea sin destino hasta que encuentra un enigmático desconocido que le ofrece doscientos francos. El clochard, que tiene un puntilloso sentido del honor, en principio no quiere aceptarlos, porque sabe que nunca podrá devolverlos. El desconocido le sugiere restituirlos, cuando pueda, a santa Teresita del Niño Jesús, en la iglesia de Sainte Marie des Batignolles. Desde ese momento, la vida de Andreas coincide con el encuentro que ha tenido. Lo mismo le ha pasado a Stefano y, por eso, descorcha una botella a la salud de Roth, aunque ahora viva en Nápoles, en la nueva casa de la Fraternidad San Carlos, lejos del buen vino de los cerros de Piacenza donde ha crecido.
«¿Para qué está allí?». Stefano Lavelli, que el 22 de junio será ordenado sacerdote junto con otros siete seminaristas, recuerda como si fuera hoy esa tarde en la que, siendo un chaval, entró en la cocina y vio su abuela que guardaba el crucifijo en un cajón.
«¿Qué haces abuela?». «Tan le mò cus al fa?», le contestó en dialecto. «Entonces, ¿para qué está allí?», se preguntaba sin ninguna maldad su abuela Laura. Claro, en el cuarto más concurrido de la casa había mucha vida y «ese crucifijo» era tan sólo un adorno.
«Crecí con una idea de la fe como algo vago, lejano, en definitiva, inútil. Sin embargo, mis padres me trasmitieron el gusto por el trabajo, por las cosas buenas, el deseo de hacer el bien y el sentido de la gratuidad».
Hijo único, vio a su padre, Renato, trabajar duro para ganarse su sueldo como obrero y construir él mismo su casa. La huerta, el horno de leña, las cenas con los amigos con los que compartir los frutos generosos de la tierra. La decisión de matricularse en un instituto de formación profesional de hostelería surgió naturalmente. Lo suyo no era estudiar: «No me gustaba nada estudiar. Sin embargo, el Señor me enseñó a amarlo de otra manera, según su designio... De modo que, ¡me hizo estudiar hasta los 34 años!». Hasta el año pasado, cuando completó su formación: dos años de Filosofía y tres de Teología.
Desde el Instituto de Hostelería en Salsomaggiore hasta hoy, su camino ha sido simplemente una respuesta a la incansable provocación de los hechos. El primero fue el encuentro con Margarita, la profesora de Lengua y Literatura italiana que conoció con dieciséis años, cuando Stefano estaba pensando en abandonar los estudios. Le hizo cambiar idea simplemente «dando sus clases». Ella se tomaba en serio su trabajo, lo hacía con pasión «mostrándonos cómo los autores tenían que ver con nuestra vida, con nuestros amores, nuestros aciertos y desaciertos». Con ella y otros chicos de GS empezó una amistad «demasiado hermosa para ser real», tanto que él desconfió, se resistió, pero al final cedió. «Me sentía acogido incondicionalmente, tal como era. De repente me encontré con una presencia más grande que yo mismo, que superaba mi capacidad de comprender. Es asombroso ver el horizonte que la experiencia del movimiento es capaz de abrir en un joven. Me abrió, literalmente, al mundo entero. Empecé a interesarme por el arte, la música, la literatura... Fue una respuesta a la exigencia de felicidad y de verdad que ni siquiera sospechaba tener». Por cómo lo cuenta, conmovido, se entiende que entonces no habría dado un duro por él mismo. Por el contrario, Dios lo apostó todo por él.
Después de la Confirmación se había alejado de la Iglesia. «Con un juicio muy negativo, repleto de lugares comunes». Cuando encontró a Margarita y al resto de la panda de GS, Jesús no era nadie para él. Al cabo de un año de amistad con ellos, sin decir nada, fue a confesarse. Un día, estando en cuarto de instituto, entró en el Duomo de Piacenza. «Iba un poco asustado; tan sólo esperaba que no me preguntaran desde hace cuánto tiempo...». Y la primera pregunta fue: «¿Hace cuánto que no te confiesas?». «Pensé, ahora me funde. En cambio, me preguntó: “¿Cómo te llamas?”. Stefano. “Stefano, ¡piensa cómo te ama el Señor! No sólo no te ha abandonado nunca durante todos estos años, sino que ha vigilado sobre tus pasos y ha venido a buscarte; te esperaba con los brazos abiertos, para abrazarte de nuevo”». Lo recuerda perfectamente después de veinte años. Al final, el cura le pidió que rezaran juntos el Acto de Contrición: Señor mío... «Por primera vez era consciente de que estaba diciendo: “Señor mío”. Él ya no era ajeno a mí».
Muchas señales. Después de graduarse, en lugar de ir a trabajar como cocinero, se matricula en la Universidad de Parma, licenciatura de Bienes Culturales. Los años universitarios se vuelven un río en crecida. «La belleza de una vida de comunión se volvió una experiencia cotidiana. Al igual que la que vivo ahora. Todo lo que me había pasado era tan verdadero que creció el deseo de entregar mi vida a Cristo. «Un día le pregunté a un amigo: “¿Cómo puedo entregar mi vida?”. Me contestó: “No se da todo de repente. Vamos dándolo todo si empezamos a dar algo en cada instante”».
En el surco de la amistad de esos años, al calor de una vida que «gozaba del tesoro de la Iglesia que íbamos descubriendo», muchos de sus amigos deciden, discreta y silenciosamente, consagrarse. En distintas formas de vida. «Dos de ellos, Donato y Francesco, se ordenarán sacerdotes conmigo… La idea del sacerdocio había sido siempre lo más lejano a mi vida. Al igual que la hipótesis de volver a ser cristiano».
El cura del Duomo de Piacenza había lanzado una señal. Luego, hubo muchas más. Una frase que Juan Pablo II, delante de un millón de jóvenes en la explanada de Tor Vergata, durante la JMJ de Roma, pronunció para él: «Si alguien de vosotros intuye que el Señor le llama a entregarse a Él y a amarle “con corazón entero”... diga con coraje su propio “sí”... ¿Acaso no nos aseguró que quien lo deja todo por Él recibirá el ciento por uno aquí en la tierra y después la vida eterna?».
Una tercera posibilidad. Otras señales serán las amistades fuertes y verdaderas. Y por encima de todo, la belleza del amor por Lucia, que fue su novia y que lo dejó todo para ingresar en el monasterio trapense de Vitorchiano. «Creía que una de dos: o estaba equivocado mi deseo o lo estaba la realidad. Existía sin embargo una tercera posibilidad: Dios nos estaba pidiendo a los dos algo más». Así, Stefano también entrega su vida. «Pasé años duros, fatigosos, llenos de descubrimientos y caídas y vuelta a empezar siguiendo otras señales». Después de compartir unos días con algunos amigos en el seminario de la Fraternidad San Carlos, tuvo la percepción clara de que había experimentado una belleza que lo hería. Hasta llegar a junio de 2006, cuando ante la pregunta repentina de un querido amigo, el padre Mateo, camino del aparcamiento de la vía Boccea: «Tú, mañana, ¿entrarías aquí?». «Jamás experimenté en mi vida tanta alegría como cuando le dije que sí. Me volví a casa cantando».
Llega a casa de sus padres, la tele encendida a todas horas, retransmitían el Mundial de motociclismo. Les da la noticia y cala el silencio, tan sólo se oye el ruido de las motos que corren. «Para ellos fue un golpe muy duro. Pero ante la tristeza de mi padre, le dije la verdad: “Papá, lo siento, pero tú tienes parte de culpa en esto. Yo me voy al seminario porque quiero vivir con todos el amor que tú le tienes a mamá”». Se abrió una rendija y también para ellos empezó un camino. «Mi padre pertenece a esa generación del 68 que se alejó de Dios. A veces pienso que el Señor se adelanta en el tiempo para llegar también a los que venían antes. Me escogió a mí, para escoger a los que me precedieron».
Cientos de hermanos. Stefano empieza su formación en Roma, la caritativa al Hospital del Niño Jesús y el trabajo con los chicos de la parroquia de la Magliana. «Todo ha contribuido a exaltar mi vocación: acercar Dios a los hombres y los hombres a Dios. Veo que vuelvo a descubrir lo que he recibido entregándolo; no me vacío, al contrario, cada vez se hace más mío», cuenta Stefano. «Mi vida discurre en el cauce de la memoria, reconociendo a Dios en cada una de mis acciones; los momentos de juicio y la vida en comunidad. La misión coincide con cómo tratas a quienes tienes al lado». Quien deja a sus padres tendrá cien veces más, padres, hermanos e hijos. «Es verdad que recibes el ciento por uno, de manera muy concreta. Ahora tengo cientos de hermanos. Puedo decir también cientos de padres. E hijos… los doscientos niños del colegio donde ahora doy clase».
La casa de la Fraternidad en Nápoles se inauguró el pasado mes de octubre. Stefano vive con el padre Gianluca Attanasio y el padre Paolo Pietrolongo. «Lo primero que me hace feliz es que yo no escogí nada: ni mis compañeros, ni el lugar donde vivo, ni lo que hago. He sido enviado. Enviado quiere decir que hay alguien que me lo está pidiendo, con quien tengo una relación, que quiere mi bien por encima de todo». Ahora espera el 22 de junio. Le dijeron que en el día de la ordenación, cuando estás postrado en el suelo y no ves nada, sino que escuchas a todos invocar la intercesión de los santos sobre ti, lo que le pides a Dios Él lo concede para siempre. ¿Qué le pedirás? «La santidad».
CITA EN ROMA
Sábado 22 de junio, a las 15.30 h., en la Basílica de Santa María la Mayor, el obispo de Reggio Emilia-Guastalla, monseñor Massimo Camisasca, ordenará presbíteros Nicolò Ceccolini, Donato Contuzzi, Matteo Dall’Agata, Francesco Ferrari, Stefano Lavelli, Lorenzo Locatelli, Paolo Paganini, Daniele Scorrano. Será ordenado diácono Michele Benetti. Más información en: www.sancarlo.org
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