«He venido para estar contigo, hayas hecho lo que hayas hecho». Un abrazo y un desafío en la Asamblea de unos cien responsables de CL de Europa del Este. Cristo ha entrado, una vez más, entre las mil facetas de la vida cotidiana para hacerlas más interesantes que los sueños
Moscú, 10 de mayo. También aquí, de repente, ha llegado la primavera. Estamos a treinta grados y la naturaleza exulta: los árboles, desnudos hasta hace dos semanas, lucen verdísimos. Todo existe, todo está vivo.
Llegamos a Rodnichyok a media tarde y encontramos ya, esperando, a muchos de nuestros amigos, los siberianos y los kazajos, que han llegado pronto. Por la tarde, con la cena, dará inicio la Asamblea de los responsables de CL de Europa del Este: Rusia, Kazajistán, Ucrania, Bielorrusia y Lituania. Después, Julián Carrón introducirá el encuentro. Sigue llegando gente; somos unos 140. En los rostros se adivina el cansancio del viaje, se intuye que cada uno llega con su propia historia, con su drama personal e intransferible. Se percibe la alegría, pero también cierta tensión: un encuentro así no tiene lugar muy a menudo… ¿Qué tenemos que decir? ¿Estaremos “a la altura”?
Como si adivinara nuestro pensamiento, Carrón nos abraza uno a uno y nos vuelve a señalar, inmediatamente, el punto central, el mismo de los Ejercicios de la Fraternidad: «Se puede pertenecer al movimiento sin que esto implique una fe real, sin conversión, y lo vemos en el desconcierto que nos atenaza cuando nos medimos con los problemas de la vida». Se parte de aquí, de mirar cómo vivimos la realidad, las circunstancias, los desafíos de la vida: desde cómo nos levantamos por la mañana a cómo estamos con las personas con las que vivimos, cómo vamos a trabajar, cómo nos relacionamos con nuestro jefe o con los amigos. «Porque sólo mirando cómo vivimos nuestras circunstancias cotidianas podremos darnos cuenta de qué concepción tenemos de la realidad y comprender cuál es nuestra filosofía de vida». Somos todos filósofos, apunta Julián. Lo queramos o no, todos tenemos un denominador común: en el fondo, pensamos que las circunstancias son una faena, un incordio, un engaño. Y así, a fin de cuentas, renunciamos a madurar en la vida, nos conformamos con soportarla tratando, como mucho, de sacar de donde no hay las energías y el coraje suficiente para “digerirla”. Su diagnóstico es que tenemos un virus en la sangre y, para combatirlo, primero tenemos que ser conscientes de ello.
Nuestros nombres. Julián nos incita a abrir los ojos: «Hay más cosas en el cielo y en la tierra que en tu filosofía, Horacio». Horacio, Natasha, Egor’, Tania, Iosif, Souliman… Elena: el coraje y la energía que sacamos de un esfuerzo moralista no nos sirven para vivir. Hay que partir siempre de la curiosidad, del interés por lo que sucede. Parece un “banal” cambio de concepción – «empezar a catalogar cualquier dificultad no como un obstáculo, sino como una posibilidad» – pero es una verdadera revolución para la vida concreta.
Mientras habla, te das cuenta de que todo está dirigido a ti, después miras a tu alrededor, a tus compañeros de aventura, más o menos cercanos, y entiendes que también está hablando de ellos. Sí, todos querríamos vivir así.
Pero aún no es suficiente, estamos un poco cohibidos con ese virus corriendo por nuestra sangre y todas las circunstancias y complicaciones que llevamos a las espaldas. Y entonces la Vida te abraza, afectuosamente, te llama de nuevo por tu nombre (¿cómo puede Carrón acordarse de todos nuestros nombres?; es un misterio que hace más fácil identificarse, 2.000 años después, con aquella mirada que conquistó el corazón de Zaqueo): «Estamos juntos para ayudarnos, no para juzgarnos», repite. «A veces, cuando hablamos en las asambleas, lo que nos preocupa es quedar bien… ¡No nos engañemos!». Lo repetirá de nuevo riendo, pero con conmoción, al final de la última asamblea, respondiendo a la pregunta que planteaba una amiga que se había sentido desenmascarada: «He venido para estar contigo, hayas hecho lo que hayas hecho, no para juzgarte». Pero a esas alturas ya nos habíamos dado cuenta.
La propuesta es sencilla; se trata de un desafío dirigido a cada uno de nosotros: ¿cómo es posible vivir hoy, en las circunstancias actuales? «Porque todos queremos vivir nuestra vida en primera persona, no queremos que nadie la viva en nuestro lugar. Y Cristo ha venido para darnos la vida, no para quitárnosla. Tenemos que experimentar cómo la propuesta cristiana nos hace ganar la vida, no perderla. El único objetivo que tenemos es que podamos vivir de tal manera que podamos comprobar que creer en Cristo es razonable».
Y el desafío se acepta. Las asambleas no han sido sólo “interesantes”, sino vivas, dramáticas, sinceras.
Marta, una joven madre italiana que debido al trabajo de su marido ha tenido que trasladarse a Moscú, con tres hijos pequeños y sin saber una palabra de ruso, cuenta lo que ha supuesto para ella aceptar el reto de las circunstancias. Tuvo que replantearse todo lo que creía ya saber de la fe y, de forma inesperada, ha vuelto a encontrarse con Cristo. Igor, de Novosibirsk, dijo que se dio cuenta de que había reducido su fe a una serie de gestos de los que dependía la posibilidad de ser feliz; sintiendo cómo la fascinación por Cristo, que le había conquistado al inicio, iba a menos, se daba cuenta de que ahora no sería capaz de responder honestamente “sí” a la pregunta de Cristo: «¿Tú, me amas?».
Andrius, lituano, trabaja en el ámbito social y tiene que enfrentarse públicamente a los nuevos proyectos de ley que amenazan con cambiar radicalmente la sociedad, pero le falta la energía; siente que son batallas perdidas de antemano y se bloquea; no sabe cómo aceptar lo que está pasando.
Ya de vuelta a casa, Maribel, que no pertenece al movimiento y ha llegado a este encuentro desde Madrid casi “por casualidad” («no había otra combinación de billete aéreo») para estar algunos días con su hija, después del reciente fallecimiento de su marido, está enfadada con Dios por lo que le ha quitado. Las palabras no pueden consolarla, pero, ¿puede hacerlo una presencia «humana, carnal y tierna»? Para ella, nuestro encuentro ha alcanzado su objetivo: «Queríais proponer una experiencia bella y real de la vida, ¿no? Yo me he dado cuenta de que el Señor ha querido que estuviera aquí; me he sentido como en casa. Ahora intuyo que podré perdonarlo todo».
Lo bonito de nuestro diálogo, nos dirá Carrón al final, es que ha sacado a la luz nuestras maneras de reducir el cristianismo y nos ha permitido así ver en acto que una fe reducida no nos sirve para nada, no nos basta para quitarnos el miedo, no llena de satisfacción la vida cotidiana: el comer, el beber, el reposar. Nos espera una lucha furibunda: «Si un médico comprueba sus teorías para curar ciertas enfermedades sólo en los libros, en sus investigaciones, y no con los pacientes… ¿Qué pasa si el paciente no se cura? ¡Si no me cura, sus teorías no tienen el más mínimo interés! El Misterio nos da un criterio objetivo para verificar nuestra experiencia cristiana: ¿se cura nuestra enfermedad o no?». Nuestro virus, por supuesto.
Por otra parte – nos recuerda – los publicanos y los pecadores sí comprendieron todo el alcance de la presencia de Jesús: «No tenemos que asustarnos del drama de la vida, porque sin él, no entenderíamos de verdad quién es Cristo». Es más, «cuanto más conscientes seamos de nuestra necesidad, más podremos entender la gracia que hemos recibido al encontrarlo».
De hecho, lo que sucede en Rodnichyok es que en poquísimo tiempo aquella alegría un poco tensa del inicio se convierte en una alegría profunda, llamativa, verdadera. Hay entre nosotros una simpatía honda, humana, una ironía con nosotros mismos, hacia nuestros intentos, una disponibilidad a ser corregidos. Nos sentimos un poco como una maraña de publicanos, porque «somos unos impresentables y lo sabemos, pero no hemos venido a comprobar nuestros méritos, sino quién es Cristo para nosotros». Volvemos a empezar. Somos del movimiento, pero podemos no tener fe: ¿sigue siendo real la presencia de Cristo para nosotros?
No se fue. Algunos días después, en Moscú, se reúne un grupo de Escuela de comunidad. Habla Esya, pintora. Cuenta que, para escapar de la vida, para evadirse, se había acostumbrado a abandonarse a los sueños, creándose universos paralelos en los que se encontraba bien y dice que ahora se da cuenta de que ya no puede huir con la fantasía, aunque lo intente, porque «lo que tengo delante es demasiado interesante». ¿El qué, exactamente? La normalidad: la calle por la que va a trabajar, los árboles, la gente del metro… hasta la parada del autobús. Y en todas las intervenciones retorna la misma palabra: realidad.
No, no se ha “marchado” aquella Presencia, está aquí, entre nosotros; ha entrado, una vez más, entre las mil facetas de la vida cotidiana, en la tierra y en el cielo de Moscú.
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