La espera y el abrazo. Viaje al 18 de mayo en la Plaza de San Pedro. El primer encuentro entre el papa Francisco y los movimientos es un hecho que no deja de hablarnos, porque ha marcado un nuevo inicio para todos los que estuvimos allí. Sus respuestas nos descolocan y sus gestos sencillos ponen de manifiesto un origen que hay que redescubrir. Y una responsabilidad
EN AQUELLA PLAZA HABÍA ALGUIEN QUE NOS HA CAMBIADO A TODOS
Alessandro Banfi
El cielo sobre Roma es un cielo de mayo, perfume de rosas frescas en el mes de María. Pero «los comienzos son siempre difíciles», como se dice en el Midrash judío. Y a la vez que un siroco grisáceo, caen algunas gotas de lluvia en la Plaza de San Pedro. ¿Cómo será esta vez para los movimientos y las asociaciones encontrarse con el Papa? Entre la muchedumbre que quiere entrar, agitando la entrada rosa, uno piensa: esta vez es distinto de 1998 y distinto de 2006. No sólo porque ha cambiado el obispo de Roma, sino porque hemos cambiado todos. El riesgo de lo obvio, de lo ya visto y codificado, del ya-no-tan-nuevo es casi natural. Una sensación, un matiz apenas insinuado. Pero todavía te da un vuelco al corazón cuando vuelves a ver y a escuchar, en las imágenes que aparecen en las grandes pantallas, a don Luigi Giussani hablar del mendigo «protagonista de la historia», para después arrodillarse ante Juan Pablo II. Pero todo se ve sumergido en la sensación de una plaza abarrotada que se deja entretener, un poco pasiva, babélica, distraída. A pesar de los esfuerzos de Lorena Bianchetti, que camina de un lado a otro delante de la basílica, casi como si estuviese en un escenario. ¿Es esta la manifestación del Primero de Mayo de los “Papaboys”? ¿Hay un público y un espectáculo al que asistir, más o menos eufórico? ¿De qué tipo es? «Un fuerte aplauso…».
Esta vez es distinto, también esta vez sucederá algo, aunque casi no lo parezca en este comienzo ventoso. Están los cantos, el grupo Gen Verde en el centro de la escena, los testimonios que comienzan a sucederse a través de los matrimonios de la Renovación Carismática, pero la muchedumbre dentro del abrazo de mármol travertino concebido por Gian Lorenzo Bernini es todavía una masa. ¿Por qué están aquí? Hay algo que ya sabemos, algo que ya poseemos y que sin embargo no nos satisface, o tal vez no nos satisface justamente porque creemos poseerlo. De vez en cuando un destello, un Ave María, un Povera voce, nos conmueven de verdad… unen a todos. De hecho, no es un problema de siglas, de banderines. Hay muchos hoy. En la lista distribuida en la sala de prensa figuran más de 150 nombres. El Espíritu ha soplado y generado en la Iglesia muchas realidades presentes aquí. Un espectáculo, un don, una Gracia. Esto es evidente. Sin embargo, ¿deben ponerse de acuerdo, sintonizar? ¿Cómo? ¿Estilos, cantos y lenguas distintas, en busca tal vez de una unidad creada para el momento, fruto de una organización? ¿Qué buscan? ¿Tal vez un compromiso, un liderazgo, un jefe?
El jeep y el silencio. Entonces llega el papa Francisco. Irrumpe en la plaza y las nubes del cielo de mayo se alejan. Roma no traiciona, el cansancio empieza a desvanecerse, el siroco deja su sitio al aire fresco de poniente que hace correr al jeep blanco hacia el estrado. Un viento que parece encrespar las columnas de mármol travertino, que parece hacer ligero, significativo y verdaderamente religioso nuestro estar aquí. Esta vez es distinto. La plaza advierte de golpe que algo está sucediendo y se ve inmersa en un nuevo clima. La distracción y la ligera confusión que parecía aturdirnos dejan espacio al silencio. Un silencio que es un don. Francisco parece querer abrazarnos a todos, saludar a cada uno. Se monta en el jeep como si fuese una moto y él un corredor temerario, tal es el ímpetu con el que se mezcla con la multitud. Entonces toma la palabra monseñor Rino Fisichella, presidente del Consejo Pontificio para la Nueva Evangelización, que explica al Papa, y también a nosotros, qué es lo que une a todas estas realidades: «Decir al hombre de hoy que no se puede prescindir de Cristo, y de esto debemos ser testigos creíbles». Después Fisichella introduce la procesión compuesta por jóvenes, que llevan la imagen de la Virgen, Salus populi romani, la salvación del pueblo de Roma. ¡Qué tierna y bella es la imagen de Santa María la Mayor! La plaza ya no está abarrotada por una multitud sino por muchos hombres y mujeres, niños y ancianos, que vuelven a sentir la fascinación sencilla de la devoción popular mariana. En este lugar, en esta ciudad, que representa a la vez a todo el mundo.
Ahora nuestra mirada se eleva hacia el cielo nítido detrás del Cupolone. Habla John Waters, precioso testimonio de vida y de fe, sin detenerse demasiado en el papel histórico y eclesiástico del movimiento o de los movimientos. Esta vez es distinto, como si se hubiese dado un paso más. Habla Paul Bhatti, el hermano del ministro paquistaní asesinado brutalmente en un atentado de trasfondo fundamentalista: «Su gran fe ha superado las montañas gigantescas que dividen a mi país».
Después habla Francisco, respondiendo a cuatro preguntas. Habla en el discurso más largo que ha hecho hasta ahora en su pontificado, un discurso estrepitoso, casi sin papeles. Un discurso cuyo inicio rescata todo, nos aclara todo. Había Alguien en esa Plaza, en esa Roma de mayo, que nos estaba esperando. Alguien que nos quiere.
Una gran fortuna. «Nosotros decimos que debemos buscar a Dios, ir a Él a pedir perdón, pero cuando vamos Él nos espera, ¡Él está primero! Nosotros, en español, tenemos una palabra que expresa bien esto: “El Señor siempre nos primerea”, está primero, ¡nos está esperando! Y ésta es precisamente una gracia grande: encontrar a alguien que te está esperando». El miedo y la duda se deben a que no creemos hasta el fondo que el Señor nos quiere. El encuentro. De nuevo el Papa: «El Señor nos espera. Y cuando le buscamos, hallamos esta realidad: que es Él quien nos espera para acogernos, para darnos su amor. Y esto te lleva al corazón un estupor tal que no lo crees, y así va creciendo la fe. Con el encuentro con una persona, con el encuentro con el Señor. Alguno dirá: “No; yo prefiero estudiar la fe en los libros”. Es importante estudiarla, pero mira: esto sólo no basta. Lo importante es el encuentro con Jesús, el encuentro con Él; y esto te da la fe, porque es precisamente Él quien te la da».
Y luego esa maravillosa indicación a los movimientos para que se abran de par en par, para que salgan afuera. «En este momento de crisis no podemos preocuparnos sólo de nosotros mismos, encerrarnos en la soledad, en el desaliento, en el sentimiento de impotencia ante los problemas. No os encerréis, por favor. Esto es un peligro: nos encerramos en la parroquia, con los amigos, en el movimiento, con quienes pensamos las mismas cosas... pero, ¿sabéis qué ocurre? Cuando la Iglesia se cierra, se enferma, se enferma. Pensad en una habitación cerrada durante un año; cuando vas huele a humedad, muchas cosas no marchan. Una Iglesia cerrada es lo mismo: es una Iglesia enferma. La Iglesia debe salir de sí misma. ¿Adónde? Hacia las periferias existenciales, cualesquiera que sean. Pero salir. Jesús nos dice: “Id por todo el mundo. Id. Predicad. Dad testimonio del Evangelio” (cfr. Mc 16, 15). Pero, ¿qué ocurre si uno sale de sí mismo? Puede suceder lo que le puede pasar a cualquiera que salga de casa y vaya por la calle: un accidente. Pero yo os digo: prefiero mil veces una Iglesia accidentada, que haya tenido un accidente, que una Iglesia enferma por encerrarse. Salid fuera, ¡salid!».
Salid a encontrar, arriesgando, sin tener miedo. Esta vez ha sido de verdad distinto: la tarde del 18 de mayo permanecerá para siempre como una gran metáfora de lo que le ha sucedido y le está sucediendo a la Iglesia, y también al mundo. Un nuevo inicio, una inmensa Gracia, una gran fortuna que ha dado comienzo con el gesto de desprendimiento de Benedicto XVI. Sin detenerse en sí mismos, sin estar auto-ocupados, sino lanzados a la comparación con una nueva evangelización. En una vuelta sencilla a Jesucristo, Aquel que siempre nos espera, nos quiere, Aquel que hace existir a Su Iglesia. A la Virgen tan amada por el pueblo romano. A la gente. Porque todos necesitan saber que Alguien les espera.
«DELANTE DE FRANCISCO ME HE CONVERTIDO»
John Waters
Desde que empecé a decir “sí” a don Giussani y a Comunión y Liberación, mi vida ha cambiado en muchos aspectos que no dejan de resultar misteriosos. No puede decirse que haya sido sólo un recorrido intelectual, aunque ciertamente ha orientado mi pensamiento hacia direcciones inesperadas. El cambio que se ha producido me ha llevado gradualmente a una perspectiva que, en realidad, abarca todos los aspectos de mi vida.
Este cambio poco o nada tiene que ver con mi esfuerzo personal. Mi “sí” – o al menos mi decisión de no decir “no” dejando un resquicio para el “sí” – me ha llevado a múltiples fronteras y aventuras. A veces es algo que me corta la respiración. A veces me impresiona pensar que, en otros momentos de mi vida, me habría estremecido sólo de pensar en sus consecuencias: tener que dar un testimonio público sobre algo tan personal como la fe, con el riesgo que ello implica de que no te comprendan o de que te juzguen negativamente.
Pero ahora que está sucediendo de verdad, me parece lo más correspondiente. Creo que vale la pena correr el riesgo. Más aún, me parece que esto expresa qué es mi vida de un modo que ningún otra hipótesis podría hacer ni de lejos.
Pero ponerse en pie en la plaza de San Pedro, dirigirme al Papa y a otras doscientas mil personas es algo totalmente distinto. Algo que está más allá de mis mayores sueños. Y sin embargo, ha sucedido.
Me dejó perplejo, hace dos semanas, la llamada de Mauro Biondi, responsable de CL en Irlanda, preguntándome si yo podía ir a Roma el 18 de mayo y dar un breve testimonio “delante del Papa” durante la vigilia de Pentecostés con los Movimientos católicos. Me dijo que el Pontificio Consejo para la Evangelización estaba a punto de mandarme la invitación.
Por lo que entendí, estaba prevista la presencia de casi setenta mil personas, la mayoría miembros de más de cien movimientos distintos, grandes y pequeños. Mi intervención debía durar siete minutos, ni más ni menos.
No tenía ni idea de que existieran tantos nuevos movimientos eclesiales. Conocía, por ejemplo, a los Focolares, a Nuevos Horizontes, y obviamente a CL, pero de otros no sabía más que el nombre, como la Comunidad del Emmanuel o el Camino Neocatecumenal – por no citar a los otros cien.
¡Qué responsabilidad! ¡Pero también qué alegría! Dije que sí, como hago siempre con Mauro, a quien vi por primera vez hace ocho años en el aeropuerto de Dublín.
Tenía que intervenir junto al político pakistaní Paul Bhatti, al que conocí en enero en el New York Encounter, donde le entrevisté ante un público de mil personas sobre cómo había cambiado su vida desde que formaba parte del gobierno de Pakistán, después del asesinato de su hermano Shabbaz a manos de los islamistas en 2011.
Había una cosa que me preocupaba: todavía no había madurado un juicio respecto a mi relación con el nuevo Papa. Si yo fuera el de antes, esto habría sido un obstáculo insuperable, pero ahora podía mirarlo sencillamente como una etapa más en el viaje, y los eventos que ahora se estaban desarrollando, como un nuevo tipo de signo.
Tenía cierto reparo. Aunque estaba dispuesto a ofrecerle mi respeto y obediencia, no estaba seguro de cuál era mi lugar respecto al papa Francisco. Sabía que el Espíritu Santo lo ha elegido para una tarea, pero mi sentimiento de tristeza por la pérdida de Benedicto XVI seguía dentro de mí. Durante los últimos años había crecido mí sensación de que se acercaba el momento en que la penetración y persistencia del papa Benedicto al describir la situación del mundo moderno darían fruto de un modo imprevisible.
En este punto quiero ser totalmente sincero. Yo estaba desconcertado por el modo en que el debate sobre el nuevo Papa en los medios de comunicación había quedado reducido a discusiones sobre “reformas” que, por su naturaleza, perdían de vista la urgencia del momento presente, y que presuponían además ciertas deficiencias por parte del papa Benedicto. Se describían los gestos del nuevo Papa de un modo que parecía conllevar una crítica implícita a su predecesor, aunque sus palabras, cuando las miras por sí mismas, dicen algo bien distinto. Los primeros gestos del nuevo Papa, reflejados por los medios como señales de un nuevo rumbo en el papado, insinuaban que Benedicto había reflejado menos a Cristo porque, por ejemplo, llevaba los zapatos rojos o no viajaba en autobús. Me preocupaba el que los medios – casi siempre hostiles a la Iglesia – aprobaran a la ligera al papa Francisco; me parecía que todo estaba cuidadosamente calculado para socavar la imagen de la Iglesia más que para desearle suerte en su nuevo tramo de camino. Mientras tanto, leí todo lo que pude sobre el cardenal Bergoglio, tratando de comprender más profundamente tanto su persona como su vida. Como consecuencia, empecé a entender que todos esos gestos hundían sus raíces en su propia vida y en su fe. Pero seguía sin saber exactamente por dónde empezar para escribir algo verdadero o útil sobre él. Este es mi primer intento.
El sábado 18 de mayo empecé a verlo todo más claro: su pasión, su vitalidad, su claridad, su forma de hablar a una multitud de doscientas mil personas como si hablase a cada uno personalmente, su modo de condensar pensamientos profundos en imágenes e historias sencillas y sorprendentes. Hubo algo inesperado que me llamó mucho la atención: cómo se parece a Benedicto XVI en su forma de pensar y hablar de Cristo. Los dos tienen distintas formas de expresarse, pero, no obstante, ambos coexisten en un continuum coherente, que puede remontarse a Juan Pablo II.
Juan Pablo II era capaz de tener una visión compleja y profunda, pero en público tendía a hablar de manera directa y espontánea. Benedicto, por otro lado, hablaba igual que pensaba, con construcciones complejas que eran el resultado de hondas reflexiones y razonamientos, y abordaba temas difíciles y contradictorios como si fueran algo fácil. En cierto modo, Francisco consigue integrar el enfoque de sus dos últimos predecesores en un estilo propio, condensando grandes pensamientos y conceptos en historias e imágenes sencillas, que evocan la experiencia de la lucha del ser humano de una manera muy gráfica, recordando siempre a sus oyentes que lo que nos une a todos es la figura de Jesús.
Se da por entero. Lo primero que me hizo despertar fue la presencia física del Papa, que es mucho más viva y vibrante de lo que aparece en televisión. Se mueve como un hombre de diez años menos que sus 76. Los medios dicen que es tímido, pero no hay nada de tímido en él. Se da todo él, por entero, en sus palabras y en el encuentro con aquellos a los que se dirige. Como mi italiano no es muy bueno, me fijé detenidamente en sus gestos y expresiones, y me di cuenta de que, aunque su rostro parece casi pálido cuando está relajado, se llena de vida en cuanto empieza a interactuar y hablar.
Me llamó particularmente la atención su fisicidad, el modo en que todo su cuerpo parece estar implicado en el acto de comunicar. Tenía unas notas preparadas, pero sólo se refirió a ellas ocasionalmente. A pesar de mi deficiente italiano, pude percibir muchas cosas sólo con mirarle y comprender algunas frases sueltas, lo suficiente para poder seguir el hilo conductor. Luego, cuando pude leer la traducción de sus palabras, me fascinó el modo en que describió su temprana llamada al sacerdocio y la necesidad de que la Iglesia salga de sus habitaciones cerradas y asuma el riesgo de encontrarse con toda la humanidad.
Su lucidez a la hora de describir la condición actual de la Iglesia me llamó la atención porque va más allá del mero deseo de defender lo que uno ama, expresa el deseo de hablar con verdad y claridad. «Una Iglesia cerrada es una Iglesia enferma», sentenció.
Desayunando. Los católicos, dijo, debemos «tocar la carne de Cristo, tomar sobre nosotros este dolor por los pobres. La pobreza, para nosotros cristianos, no es una categoría sociológica o filosófica y cultural: no; es una categoría teologal», porque Cristo se hizo pobre para caminar con nosotros sobre la tierra, sufrir, morir y resucitar de entre los muertos para salvar a la humanidad. «No podemos volvernos cristianos almidonados, esos cristianos demasiado educados, que hablan de cosas teológicas mientras se toman el té, tranquilos. ¡No! Nosotros debemos ser cristianos valientes e ir a buscar a quienes son precisamente la carne de Cristo, ¡los que son la carne de Cristo!».
El Papa hace hincapié en frases como esta, como para romper lo que él intuye que se ha convertido en un hábito de escucha complaciente mediante el uso de conceptos que hasta ahora se han utilizado de un modo demasiado formal. El papa Francisco quiere que entendamos lo que está diciendo.
«Pero, ¿vosotros dais limosna?», preguntó a sus oyentes. «Bien, bien. Y decidme, cuando dais limosna, ¿miráis a los ojos de aquel a quien dais limosna? – “Ah, no sé, no me he dado cuenta”. Y al dar la limosna, ¿tocáis la mano de aquel a quien le dais la limosna, o le echáis la moneda? Este es el problema: la carne de Cristo, tocar la carne de Cristo, tomar sobre nosotros este dolor por los pobres».
Lo que pienso del Papa Francisco ahora, siguiendo la estela de mi encuentro con él, es que es un hombre de verdad, que quiere permanecer al máximo en contacto con la realidad. Hay en él un sentimiento de asombro – por el hecho de ser Papa – pero también una determinación para mostrar un signo acorde a la inspiración que le llevó al sacerdocio hace sesenta años.
Pude verle en privado, brevemente, en la Domus Santa Marta, donde ha decidido vivir. Resulta extraño verle allí, por ejemplo en el comedor donde vas a tomar el desayuno, una imponente figura vestida de blanco que se sienta a comer con todos los demás, charlando con un cardenal o con un sacerdote. Le saludé después de desayunar el domingo por la mañana, tras nuestro encuentro público, y me presenté ante él con mi libro, Lapsed Agnostic (¡la versión larga de mi intervención!), aunque por desgracia creo que su inglés no debe ser mucho mejor que mi italiano.
Este Papa está destinado a convertirse en una pesadilla para su servicio de seguridad, porque está decidido a llevar el papado entre la multitud, de la que se había retirado – por necesidad – tras el atentado a Juan Pablo II en 1981. Es un papa que asume riesgos, pero sabe bien lo que hace. No se mueve por deseo de prestigio o de poder. Con humor, arremetió contra la costumbre de las multitudes reunidas en la plaza de San Pedro de corear el hombre del Papa (Francisco, Francisco). «Nada de Francisco», les amonestó, «¡sino Jesús!».
Parece que él cree que es posible ser Papa de un modo inesperado, un modo que pertenece únicamente al momento presente, y esa es probablemente la razón por la que nadie lo hizo antes.
Nosotros tendemos, tal vez con razón o tal vez no, a ser escépticos respecto a los gestos de nuestros líderes. Pero los gestos que hemos visto en el papa Francisco, ahora estoy seguro de ello, son los gestos de un hombre que desea ser él mismo anuncio, asumiendo el riesgo de que esos gestos sean recibidos con escepticismo, o incluso con cinismo. Asume que tales riesgos son también necesarios si quiere establecer una relación adecuada con los que le han sido confiados en Cristo.
En cualquier caso, ¡me he convertido! Obviamente, debía pasar. La lentitud para comprender dependía sólo de mí – un defecto debido a mi cautela excesiva por influencia de los medios. El papa Francisco, por su parte, es sencillamente él mismo.
Para mí, este encuentro ha sido un honor y una gran fuente de emoción y de alegría. Pero no lo considero en absoluto como algo que pueda dar por supuesto. Me parece más bien un signo – otro capítulo de una historia que no he escrito yo, ni ninguna otra mano humana. Me detengo sólo para preguntarme qué es lo que sucederá a continuación.
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