«Es como si viviera con las puertas abiertas». La insistencia del papa Francisco en la misericordia de Dios y en nuestra petición está atrayendo a todos, incluso a muchos que se habían alejado de la Iglesia. Hasta tocar las «periferias de la existencia»
El impacto
«CUANDO HABLA NO SE DIRIGE A UNA MASA, SINO A MÍ»
Giuseppe Frangi
No todo el mundo se llama Patti Smith. Pero en todos, al igual que para Patti Smith, aquel 13 de marzo hizo brotar de inmediato el mismo deseo: saber algo más de aquel hombre que al asomarse a la Logia de las Bendiciones quiso saludar a todos con un inesperado “buonasera”. Son los “alejados”, personas que con la Iglesia pensaban haber cerrado definitivamente las cuentas, y que en cambio se han visto tocados, sorprendidos por el papa Francisco. Es un fenómeno kárstico, de dimensiones difícilmente calculables, que se sale de los esquemas sociológicos, porque incluye tanto a personas comunes como a algún famoso, como el cómico italiano Maurizio Crozza que, por un instante, la misma tarde de la fumata bianca dejó de lado toda ironía y confesó: «Salió y dijo simplemente: “Buonasera”. Todos le hemos amado por ello. Es precioso».
«La tarde del 13 de marzo…». Esto de los “alejados” es el fenómeno que quizás documenta mejor que cualquier otro la novedad del papa Francisco. Volvamos a Patti Smith: se encontraba en Roma con ocasión de un concierto y quiso mezclarse con la muchedumbre que asistía a la audiencia del miércoles para verle de cerca. Ella, que había cantado: “Acaso Jesús murió por los pecados de alguien, no por los míos” y se define no católica porque no puede soportar los dogmas, ha declarado que se sintió feliz en medio de la multitud en la Plaza de San Pedro: «Fue un encuentro que rebosaba amor y vida; en la plaza había muchas personas enfermas o minusválidas». ¿Y el Papa? «Verle tan de cerca resulta iluminador, se ve que su relación con la gente es verdadera, que ama a los niños y a las madres, que tiene una palabra para cada uno, un detalle con todos. Me recordó a Jesús, cuando dijo que dejaran que los niños se acercaran a Él».
Un Papa que habla a los alejados. Por ejemplo, a Susana, de 48 años, casada, con una hija de 17, responsable de programas de radio y televisión. Había quemado sustancialmente los puentes con la Iglesia desde que tenía 12 años y con el tiempo esa brecha se había ahondado. La tarde del 13 de marzo estaba en el trabajo. Sus colegas habían insistido en que se quedara para ver en directo el habemus papam. De ser por ella habría apagado la tele. «Confieso que no tenía ningún interés al respecto. Seguí trabajando como si no pasara nada. Hasta que escuché ese: “Buonasera”. Levanté la cabeza enseguida. Era algo inesperado, inmediatamente familiar, en un instante barrió decenios de indiferencia, de sospecha. Luego esa necesidad de recibir él una bendición. Vi la admisión de un sentido del límite que me tocó profundamente». Susana confiesa que después de ese momento ha tratado de cubrir en cuanto puede las salidas del papa Francisco: «Me llama la atención, porque cuando habla no da la sensación de que se dirige a una masa, sino a mí». Después de muchos años también ha sentido la necesidad de volver a pisar una iglesia y de escuchar la Misa. «Sí, en la iglesia de Santa Ana, cerca del Vaticano, que está cerca de mi casa», cuenta. «Entro un momento para rezar».
También Clara trabaja en la tele. Tiene 38 años y su formación católica se había quedado en su memoria como un pábilo a punto de apagarse. Ciertamente nunca habría imaginado ir a la plaza el Domingo de Ramos para escuchar el Angelus del Papa. «Me ha conquistado su simpatía humana», comenta. Y, como buena observadora, añade: «Es alguien que establece relaciones de complicidad con todos, empezando por los niños». Asistimos a un retorno a la confesión... «Es el sacramento más difícil para los que se han alejado de la Iglesia. No es nada inmediato. Lo noto en mí. Pero Bergoglio es alguien que alcanza a la persona, a cada uno personalmente, y esto nos dará grandes sorpresas».
Podría ocurrir. Retoma la palabra Susana: «Entiendo que haya un retorno a la confesión. Porque el papa Francisco transmite la sensación de que escucha a cada uno, todos tienen cabida. Por lo que a mí respecta, no digo que no. Digo que podría ocurrir. Hace un mes esta hipótesis estaba totalmente lejos de mí». Clara: «Debo admitir que el papa Francisco ha supuesto un shock para mí. No puedo prever lo que va a suponer para las vidas de las personas, empezando por la mía. Nunca habría imaginado que un “Buon appetito” dicho al final del Angelus pudiera suponer tanto. Le percibí realmente cercano». Eva: «Es verdad, parte de cosas muy sencillas para hablar de cosas grandes que tocan el corazón de la gente. Si tuviera que decir una palabra para definirle, diría “ternura”».
Salimos de los estudios de la RAI en Roma. En el bar nos espera Enrique. Tiene 45 años, dos niños, una sana fe laica sin titubeos. No es para nada un tipo sentimental. La firmeza con la que el papa Francisco insiste en los pobres le ha llamado seriamente la atención. «Jamás he escuchado a alguien hablar así. Me pregunté qué había de distinto en su modo de hablar de los pobres. La única explicación que he encontrado es que no sólo los defiende, sino que se ve que los conoce y los quiere». Enrique es periodista, acostumbrado como muchos periodistas a mirar los asuntos de la Iglesia desde el hueco de la cerradura: «El papa Francisco nos ha descolocado, porque es como si viviera con las puertas abiertas. No esconde nada, ni siquiera el encuentro con su predecesor. Diré más: es un Papa que no parece tener muros que le separen del mundo. No siente a nadie como enemigo».
Lucio nos alcanza en la mesa del bar. También es periodista, pero católico; fue (y es) amigo personal del Papa Bergoglio. Obviamente está encantado de poder retransmitir las palabras de este Papa. Cuenta que cada día – lo nunca visto – recibe decenas de cartas y correos de personas sencillas que le piden poder ver a Francisco. «Cada uno habla de sus necesidades, pero todos con la misma confianza en que su palabra puede llevar paz ahí donde hoy hay dolor o luchas. Por ejemplo, hay una pareja a punto de divorciarse que escribe que está segura de que el Papa podría llevar la reconciliación a su casa». Luego Lucio cuenta un episodio reciente. Un cámara de televisión, con una larga experiencia, un par de familias a sus espaldas, ninguna confianza en la Iglesia, de vuelta a la redacción vuelca como de costumbre las imágenes de la audiencia para el montaje. Cuando llegan las secuencias del Papa que para el jeep y abraza, con un beso que parece no acabar nunca, el rostro del chiquillo minusválido, rompe a llorar. «Ver a ese hombretón hecho un mar de lágrimas ha sido una experiencia del todo inesperada. En seguida me acordé de las palabras del Papa unos días antes: “En nuestra vida las gafas para ver a Jesús son las lágrimas”».
Las historias / 1
«¿PERO TÚ SABES LO QUE ES EL AMOR?» EL SECRETO DE MARIO, QUE LO NECESITABA TODO
Paolo?Perego
Vive en Latina y sale en tren hacia Roma todos los días, desde hace un par de meses. Trabaja en la capital como camarero. Treinta y cinco años, casado con Valeria desde 2003. Mario empieza a contar: «Hay que partir del encuentro con un sacerdote, el padre Giuseppe. Le conocí cuando llegó a Latina. En el peor periodo de mi vida, era el año 2005». Los problemas llegaron tras el primer año de matrimonio: «Nos queríamos. Habíamos decidido que iríamos “con calma” a la hora de tener hijos». Sin embargo el deseo de tenerlos estaba allí, y de qué modo. «Me diagnosticaron un problema: casi imposible poder llegar a ser padre». Empezaron las pruebas invasivas y dolorosas: «Por fuera fingía que no me importaba. Pero por dentro aquello me estaba matando. Empecé a odiarlo todo. Y quería dejar a Valeria...».
Un sábado por la tarde fui a ayudar a una amiga con los niños de la catequesis: «Fui, aunque pensaba que la fe no tenía nada que decirme». Allí estaba el padre Giuseppe. «Estoy aquí por casualidad», le dijo Mario. Pero después siguieron viéndose. Un almuerzo juntos, una cerveza después de cenar... «Empecé a hablar con él, de hombre a hombre. Me miraba a los ojos. Y nunca trataba de consolarme».
Una noche, entre el humo de los cigarrillos, Mario se enfadó: «Le estaba hablando de Valeria. Él me preguntó si se podía dejar de amar. Y yo respondí: “Sí”. Y me preguntó: “¿Pero tú sabes lo que es el amor?”. Atracción, sentimiento, emociones, balbuceé. “No. El amor es una entrega total hasta la muerte. Mira a Jesús con los suyos». ¿Pero qué sabía él? ¿Un sacerdote? «Yo seguí pensando igual durante unos días. Hasta que lo vi con mis propios ojos». Él con la maleta preparada, y su mujer sin embargo seguía entregándose a él, le daba un beso antes de salir por la mañana. Aquellas palabras se habían hecho carne: «El sacerdote tenía razón. “Tiene que desvelarme el secreto de la vida”, me decía a mí mismo. Tenía que estar siempre con él: cenas, vacaciones. Le acompañaba siempre que podía». Mario empezó a renacer. Tocó fondo. Se abrió ante una pregunta. Vio una respuesta. Y renació. Incluso cuando la realidad volvía a golpearle duramente. «Perdí el trabajo. Pero era sólo la primera vez de toda una serie». Siendo contable, trabajaba como comercial. «Estaba preocupado, pero no desesperado. Inmediatamente me volví a poner en marcha hasta encontrar otro empleo. Y ese sacerdote siempre estaba a mi lado». Mario también le acompañó al Meeting en 2007. Y se quedó impresionado por los voluntarios: «Nadie me había invitado nunca a la Escuela de comunidad. Pero pregunté si podía ir. Quería para mí eso que hacía especiales tanto a este hombre como a aquellas personas». Valeria, que nunca había sido una mujer de fe, también empieza a seguirle: «Era como si nuestra relación se hubiera relanzado. Respirábamos, por fin». Comienza también una caritativa los sábados con alumnos de enseñanza media: Angelus y tarde de estudio. «Con algunos de ellos crecía el afecto. A menudo venían a nuestra casa. Quizá de esa manera podíamos empezar a ser padres».
Pasó un año. El doloroso tratamiento continuaba. «Era el 2 de junio de 2009, estábamos en Lanciano, durante un fin de semana con los amigos de los Abruzos». Allí se venera el milagro de una hostia que se trasformó en carne en las manos de un sacerdote que dudaba de la Eucaristía. «Jesús aconteció para ese hombre, se puso en sus manos. ¿Y para mí? “Si tú lo puedes todo, ¡yo te pido todo!”, recé. Y no estaba pensando en los hijos...». Nueve meses después nació Sofía. «Aquel día lo pedí todo. Y no se nos ha ahorrado nada». Ambos perdieron de nuevo el trabajo, a finales de 2010, cuando ella estaba embarazada del segundo hijo, Raffaele, y él con muchos créditos y deudas que pagar: «A duras penas conseguíamos hacer la compra. No tuve miedo de pedir». A los amigos. A los padres. Ropa, pañales. También un trabajo para Valeria, después del parto. «Empezó a ir a limpiar. Lo hacía con una dignidad que era un espectáculo».
«Envié curricula por toda Italia. Mientras tanto, desde febrero trabajo como camarero. Me ha empujado a ello la necesidad, pero este trabajo es para mí. Ser camarero es servir al que tienes delante. No decides tú, igual que en la vida. Quien entra, entra». En el telediario también han entrevistado a Mario y Valeria: un reportaje sobre la crisis. «El periodista nos preguntó cómo lo hacíamos, cuál era el secreto». Mario le enseñó la frase de un manifiesto que tiene colgado en la cocina: «“Nuestra vida pertenece a Otro”, decía. A este Otro yo le he pedido todo. Y de él lo recibo todo».
Post scriptum. Al día siguiente Mario fue a la tercera entrevista con el director de una empresa para un puesto de responsable comercial. Al final el hombre le dice: «¡Pero usted es el de las noticias!». «Me eché a reír. Y añadió: “A su mujer y a sus hijos ya les conozco. No me queda más que apostar por usted”. ¿Lo ves? Lo he pedido todo. Y se me ha concedido».
La vuelta al confesionario
«NO OS CANSÉIS DE PEDIR PERDÓN»
Giorgio Paolucci
«Él jamás se cansa de perdonar, pero nosotros, a veces, nos cansamos de pedir perdón». Las palabras de Francisco durante su primer Angelus, el 17 de marzo, han dejado una huella en el corazón de muchos. «Llega gente a confesarse que empieza con estas palabras, y cuenta que ha encontrado el empuje decisivo para acercarse al sacramento de la reconciliación, a lo mejor después de años». Monseñor Gianfranco Meana lleva seis años como penitenciario mayor del Duomo de Mían, y es responsable de los 39 sacerdotes y religiosos que aseguran el acceso a la confesión, todos los días desde las 7 a las 18.30h.
Se habla del “efecto Bergoglio”, que habría multiplicado el número de confesiones, un sacramento que muchos viven con dificultad. Por su reiterada insistencia en pronunciar la palabra “misericordia”, por sus gestos sencillos cargados de acogida, por sus llamamientos. Meana abre los brazos: «Mi punto de vista es totalmente empírico. Puedo decir que en estas semanas he notado un aumento, pero, por favor, no saquemos de aquí ninguna estadística; estamos aquí para recibir a cualquiera que quiera reconciliarse con Dios». De todas formas, el sociólogo Massimo Introvigne, director del CESNUR (Centro studi sulle nuove religioni), lo ha intentado llevando a cabo un sondeo entre 200 sacerdotes y religiosos: el 53% confirma haber registrado en la propia comunidad un aumento de las personas que vuelven a acercarse a la iglesia o que se confiesan, citando explícitamente las exhortaciones de Francisco como motivo de su retorno a la práctica religiosa. En particular, el 64% habla de aumento en las confesiones.
Como Zaqueo. «Las palabras y los gestos del Papa comunican la certeza de que Dios nos espera siempre, quiere acudir a nuestra casa al igual que Jesús lo hizo con Zaqueo. No mide nuestro grado de coherencia, no lleva a cabo ninguna investigación preventiva sobre nuestra conducta, busca el bien de cada uno de nosotros», dice monseñor Meana, deambulando por las austeras naves de la catedral milanesa donde todo parece invitar a levantar la mirada desde nuestras miserias hacia el abrazo acogedor de Dios: «Cientos de personas acuden cada día a estos confesionarios: muchos jóvenes, debido también a la cercanía de las facultades universitarias, gente de cualquier clase y condición social, extranjeros que se acercan movidos por la presencia de sacerdotes que hablan varios idiomas (inclusive el japonés y el arameo), turistas que entran para visitar las bellezas del Duomo y advierten una llamada del corazón. Es una experiencia muy educativa, en primer lugar para nosotros, los sacerdotes: palpamos qué significa que el Señor siempre permite recomenzar, y que nosotros somos instrumentos para que su misericordia se convierta en una presencia experimentable, y se comunique eficazmente a todo el que la pide».
Que la confesión pueda ser el alba de una nueva vida lo testimonia también la biografía de Jorge Bergoglio. Era el 21 de septiembre de 1953, tenía 17 años y se encontraba en su parroquia de San José de Flores en Buenos Aires. En su libro-entrevista El jesuita, relata el episodio que dio origen a su vocación religiosa: «En esa confesión me pasó algo raro, no sé qué fue, pero me cambió la vida; yo diría que me sorprendieron con la guardia baja. Fue la sorpresa, el estupor de un encuentro; me di cuenta de que me estaban esperando. Eso es la experiencia religiosa: el estupor de encontrarse con alguien que te está esperando. Desde ese momento, para mí Dios es el que te “primerea”. Uno lo está buscando, pero Él te busca primero». Cuando fue elegido obispo, Bergoglio al recordar aquel hecho eligió como lema y programa de vida (confirmado luego en su escudo pontificio) Miserando atque eligendo, una expresión de san Beda el Venerable que, comentando el episodio evangélico de la vocación de San Mateo, escribe: «Jesús vio a un publicano, lo miró con amor, lo eligió (miserando atque eligendo) y le dijo: “Sígueme”».
Arrodillado en el polvo. El padre Santino Regazzoni se pasa ocho horas a la semana en el confesionario de la iglesia de San Francisco y Santa María de los Ángeles en Milán, donde desde hace treinta años comparte sus días con los frailes capuchinos. «Francisco, ¿el Papa de la misericordia? Ciertamente, la misericordia es un leit motiv de sus intervenciones, pero dejadme recordar que es el leit motiv del fundador: Jesús es el icono de la misericordia. Que, ¡cuidado!, no es un “diluyente” de nuestros pecados, ni una palmadita en el hombro de quien se ha equivocado. Hay gente que confunde al confesor con el psicólogo, se desahoga, cuenta sus cuitas o pide consejos para tomar sus decisiones. Está claro que en la medida de lo posible podemos acompañar a las personas, pero lo que es decisivo es tomar conciencia de que el mal cometido no es la última palabra sobre el hombre, que el abrazo de Dios a los que se arrepienten ofrece la posibilitad de volver a empezar. Siempre. Siempre. No porque uno lo merezca, sino por la sobreabundancia de la gracia que nos mereció Cristo. Nos lo recuerda san Pablo: ¿Quién nos separará del amor de Cristo? Cada vez que reconocemos nuestros límites, vivimos la verdad de nosotros mismos. Tenía razón Oscar Wilde: “El momento supremo de la vida de un hombre es cuando se arrodilla postrado en el polvo, se golpea el pecho y confiesa todos los pecados de su existencia”».
Las historias / 2
«DELANTE DE ÉL LA RABIA SE REAVIVÓ. NO SÉ EXPLICARLO, PERO FUE ASÍ»
Emanuele Brago
Había dejado de rezar. Fue de un día para otro. Antes era fácil encontrarla por las mañanas en la iglesia, antes de ir a trabajar a la oficina del Ministerio de Educación de Buenos Aires donde realiza tareas de administración. Luego llegó el drama, aquella noche de diciembre de 2011. «Mi marido murió de repente a causa un infarto. Unos minutos y ya no estaba». Para Patricia, funcionaria de 54 años sin hijos, se había esfumado una parte de su vida. Diecisiete años de matrimonio con Osvaldo, que trabajaba en un despacho al lado del suyo. «Me encontré sola. Y me enfadé con Dios. Me había quitado lo que más amaba y no entendía por qué».
Aquella rabia duró quince meses. Dejó de rezar y de ir a misa. Dios desapareció por un tiempo del horizonte. Hasta el día en que vio asomar por la televisión el rostro del nuevo papa: Jorge Mario Bergoglio, “su” Arzobispo. Patricia le conocía, «sentía afecto por él, le admiraba». Pero al verlo allí, algo en ella se activó. La rabia se reavivó. «Sentí la necesidad de volver a una iglesia. Y recé un Padre Nuestro. Para mí, fue el primer milagro del Papa», como le contó a Mónica, que trabaja con ella y que la conoce desde hace dos años. Y que explica cómo «desde el día de la elección, se habla muchísimo del Papa y de la Iglesia. La fe ha vuelto a ser de algún modo un argumento que nos interpela. De pronto parece más cercana a la vida de la gente. El otro día, por el camino, escuché a un anciano que le decía al quiosquero: “Fíjate que el Papa ha dicho que Dios es misericordia, que lo perdona todo”. La señora que me ayuda en las tareas domésticas me ha contado que volvió a confesarse después de varios años. Hay decenas de casos así. Vuelve a mi mente lo que dijo Jesús: Yo hago nuevas todas las cosas».
¿Qué ha visto de “nuevo” Patricia? «Me ha impresionado la personalidad del Papa», cuenta. «Precisamente él, por el modo en que le he visto: su sencillez, sus palabras». ¿Pero por qué hasta el punto de moverse ella, de volver a pedir? «Algo ha sucedido. No consigo explicarlo, pero me he sentido bien. En comunión con Dios, más cercana. He entendido que era para él». ¿Y cómo le ayuda esta «comunión con Dios» en el dolor que siente? «Me siento mejor. El dolor perdura, pero me siento acompañada. Eso es: ya no estoy sola. Para mí, la elección de Bergoglio ha sido un signo de esto». Mónica la mira y sonríe. «Patricia siempre me llamó la atención, desde que llegué aquí, por cómo me acogió y luego por lo ligada que estaba a su marido. Ahora me conmueve».
Aún no ha vuelto a misa ni a confesarse. «Paso a paso», dice: «Sin embargo, he vuelto a rezar. A hablar con Dios». ¿Qué Le pide? «Nada en particular. Más que otra cosa, un diálogo. Ciertamente, me gustaría saber por qué se ha llevado a mi marido. Pero me alegro de poder preguntarle». Y de todo lo que está diciendo el Papa estas semanas, ¿qué es lo que más le llama la atención? Patricia calla. Piensa. «Todo. Pero sobre todo, una cosa: nos sigue pidiendo que recemos por él. Eso me conmueve». ¿Y ella reza? «Claro que sí».
Las periferias de la existencia
PARA ENTENDER QUIÉNES SOMOS
Luca Doninelli
Es difícil que nos pase desapercibido cuántas veces el papa Francisco utiliza la palabra “periferia”. La mayoría de las veces no la utiliza sola y habla de «periferia de nuestro corazón», de «periferias de la existencia», de «periferias del mundo».
Son palabras precisas que no necesitan de particulares interpretaciones. Dirigiéndose a los jóvenes les recuerda que «es bueno salir de uno mismo para llevar a Jesús a las periferias del mundo y de la existencia». Cuando era cardenal de Buenos Aires, en 2009, precisó que «el servicio de la caridad tiene el mismo valor que el anuncio de la Palabra y la celebración de los sacramentos; constituye una expresión irrenunciable de la esencia misma de la Iglesia».
Trataré de ofrecer, sin entrar en un terreno demasiado teórico, algunas imágenes, algunos fotogramas de estas periferias: empezando por lo que puede parecer más exterior para llegar a esa extrema periferia que se encuentra, en realidad, mucho más cercana a nuestro corazón de lo que podemos imaginar.
Los rincones del mundo. Se dice que cualquier ciudad tiene un centro y una periferia. Pero tal vez sea más justo decir que en el mundo existen algunos “centros”, y que partes enteras del orbe, continentes enteros (pienso en África) están completamente hechos de periferias, son todos una gran periferia. Te sientes en el centro cuando paseas por Champs Elysées en París, o por Covent Garden en Londres, o por la Quinta Avenida en Nueva York.
El centro se encuentra en cualquier lugar en donde se deciden las suertes del mundo, en todos los sentidos. Son unos pocos lugares, y nos gusta estar allí, porque a todos nos gusta (siento decirlo, pero es así) estar bajo la mirada tranquilizadora, protectora del Poder.
Quienes viven aislados en los recintos del poder no entienden el mundo. Organizan vacaciones en los resorts más exóticos, adquieren collares en los más variopintos mercados del Norte de África y graban imágenes de las nieves del Kilimanjaro. A lo mejor financian alguna asociación humanitaria, pero si son inteligentes saben que no bastan las visitas de las delegaciones, porque aunque el cheque en dinero siempre se agradece, como dice Fabrice Hadjadj, «la caridad exige la proximidad hasta el boxeo».
Existen zonas inmensas del mundo donde el hombre está completamente solo, abandonado a sí mismo, ajeno e indiferente a los planes de desarrollo, a las diatribas entre políticos, a los debates sobre economía y finanzas. Pasearos por el centro de Kinshasa o de Addis Abeba: ¿qué clase de centros son? Id a visitar las embajadas extranjeras de estos países y en ese lujo exagerado que tanto chirría comparado con el mundo circunstante os daréis cuenta de que el colonialismo nunca ha muerto, y que aunque hayan cambiado los tiempos, los pobres siguen siendo pobres.
«Algunos me llaman comunista, otros revolucionario. Deberían leer a los Santos Padres, a san Jerónimo y a los padres del segundo, tercer y quinto siglo. Eran muy duros sobre este punto», decía en una ocasión el cardenal Bergoglio hace años. Las misiones cristianas y las asociaciones humanitarias, que muchas veces constituyen la única fuente asistencial, en muchos contextos son como gotas de aguas en el desierto: valiosas pero dramáticamente del todo insuficientes. Y la provocación vuelve, fatalmente, a cada uno de nosotros.
Los pobres. En una lección en la universidad leo dos descripciones de dos barrios pobres, tomadas de dos maravillosos textos.
En el primero, un cuento para adultos que se titula “El Spinoza de la calle Market”, el escritor judío I. B. Singer describe el Gueto de Varsovia en una noche de verano: la miseria general se describe y descompone en una multitud de acciones individuales: vemos al ladrón, la prostituta, el cervecero, el vendedor de ciruelas, los estudiantes de la Casa de Oración, uno que pide limosna, otro que prende fuego a una choza. Cada cual tiene su camino que recorrer, su destino, por infame que sea.
En el segundo texto, la novela Conversación en La Catedral de Mario Vargas Llosa, la descripción de la miseria no encuentra ya ningún destino personal. En la desoladora periferia de Lima ya no hay rostros que se puedan reconocer, los trabajos (cuando existen) son precarios, no existen destinos personales, todo se mezcla en un ondear indistinto, en un caos de tubos de escape, dientes marchitados, olores orgánicos, chozas y pocilgas, ojeras vacías, recuerdos inconsistentes.
En este segundo texto encontramos un tipo de pobreza que no se halla en el primero. A lo mejor hay comida, pero la dignidad es humillada por la falta de cualquier objetivo. La gente se levanta de la cama sin saber para qué, vive dejando pasar el día.
Citando a los Padres de la Iglesia, el entonces cardenal Bergoglio recuerda su dureza «sobre este punto: la opción por los pobres, por carecer de un trabajo digno. El trabajo es para el hombre, para todos los hombres. El cristiano sufre por todos aquellos que no pueden alcanzar esta dignidad, que no pueden sustentarse porque han sido privados de esta oportunidad a causa de la idolatría del poder, de la riqueza, del placer efímero y de todos los ídolos que se venden en los supermercados del consumo nacional e internacional. ¡Qué barbarie, la pobreza!».
El corazón se estremece ante esta barbarie y se plantea preguntas que no tienen nada de moralista. «¿Cómo se introduce esta barbarie en mi vida? ¿Cómo se lleva mi vida? ¿Cómo me fastidia la vida? ¿Cómo me toca el corazón? ¿Me lleva a llorar, a cambiar en algo mi estilo de vida?».
Pobreza, dolor, paro, cárceles, enfermedad, malestar, necesidades, preguntas, grito. Con estas señales, sobre todo, se presenta lo que llamamos la “realidad”, o sea lo que es irreductible a cualquier reflexión, a cualquier discurso. Lo que nos impide pararnos. Es cierto que también las cosas hermosas son una “realidad”, pero es más difícil no reducir la belleza a nuestra medida, tanta es la falsedad que llevamos dentro.
El dolor del hombre suscita en Cristo una pasión dolorosa y a la vez operante, como nos recuerda el Evangelio de Mateo: «Al ver a las muchedumbres, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, “como ovejas que no tienen pastor”. Y se puso a enseñarles».
La “periferia existencial”. Llegamos a la última imagen de la periferia. El Papa la usa al hablar de Jesús y los apóstoles. Si el corazón del Señor se estremece por compasión ante la necesidad de aquella gente, no pasa lo mismo con sus amigos. Uno de ellos utiliza a los pobres como un pretexto para mostrar su forma de pensar, su ideología, como Judas el Iscariote cuando se escandaliza de que María, la de Betania, vierta el ungüento sobre los pies de Jesús: mejor sería, dice, vender aquel perfume y dar el dinero a los pobres.
Sobre este punto extremo no tiene sentido escudarse detrás de un discurso, por hermoso que sea. Poco o mucho, sería una hipocresía. Más aún: cualquier discurso, incluso resolutivo, que no implicara un exponerse real de nuestro yo, supondría en cualquier caso situarse en la periferia existencial. Así es para los que, al igual que yo, trabaja con las palabras: intelectuales, periodistas, teólogos, curas, etc. Por tanto es siempre válida la advertencia: quien crea estar en pie (es decir, comprender cuál es el centro), cuide no caer.
Entre los escritores llamados “católicos”, tres son los que amo más que a otros: Eliot, Péguy y Chesterton. A pesar de un cierto tono de arrogancia anglosajona, Chesterton es uno de los escritores más trágicos de la literatura contemporánea. Incluso cuando hace apología del catolicismo, no abandona nunca el drama más apremiante, no lo resuelve jamás en una elegía, en consolación barata.
La empleada doméstica de Chesterton cuenta que, todas las veces que se sentaba en su mesa de trabajo, antes de empezar a escribir se santiguaba con la pipa. ¡Qué indicio tan hondo y tan sencillo!
Chesterton, al igual que Kafka (al que se asemeja más de lo que parece a primera vista), sabía que es tarea de cada hombre la de ir al corazón de las cosas, aunque resulte imposible a nuestras solas fuerzas: a menos que, añade Chesterton, no lo encontremos. Esa señal de la cruz quería decir esto: Señor, haz que te pueda encontrar, ahora, en lo que estoy haciendo.
Con el añadido necesario de que esto no sucede sin “salir de uno mismo”, como repite el Papa. Hay que asumir un riesgo, al igual que el Hijo Pródigo, que en el fondo cuando se fue de casa no arriesgó nada, mientras que sí lo hizo y lo arriesgó todo (incluido su aire de hombre libre o de libre pensador) cuando emprendió el camino de regreso.
Cita el 18 y 19 de mayo
El Papa se encuentra con los movimientos, las asociaciones y las agrupaciones de laicos, convocados por el Consejo Pontifico para la Nueva Evangelización, con ocasión del Año de la Fe. El gesto empezará a las 16h del sábado 18, en la Plaza de San Pedro, con momentos de oración y testimonios. A las 19h está prevista la llegada del papa Francisco. El domingo, el Santo Padre presidirá a las 10h la Solemnidad de Pentecostés.
Las historias / 3
EL TRABAJO, LA CRISIS Y UNA MIRADA QUE PERMITE VER
Alessandra Stoppa
Estaba escuchando una lectura del Miguel Mañara de Milosz cuando lo comprendió: el momento clave es cuando toma conciencia. «Don Juan, ante todo, tuvo que caer en la cuenta de que las mujeres que conquistaba le dejaban insatisfecho. Yo, sin embargo, estaba tratando de resolver el problema de mi empresa sin ni siquiera mirarlo antes», cuenta María Inés. No es que no luchara. Pero no veía.
Cuando su marido, Rafael, fue despedido de una empresa de incineración de residuos, decidió crear la suya propia, especializada en energías renovables: la E2S en Saint-Cyr-sur-Mer, al sur de Francia. María Inés trabaja con él, entre calderas de leña, dispositivos fotovoltaicos y paneles solares: cada día hacen lo imposible para satisfacer a todos sin venirse abajo, tensar la cuerda para pagar facturas, suministros y salarios. Esfuerzos necesarios, pero insuficientes. A los que hay que sumar los imprevistos que se les echan encima: el cliente que no paga, el conducto que se bloquea, la entrega que se retrasa. «Y yo que me quedo encallada pensando cómo tendrían que ser las cosas. Lamentándome, siempre enfadada. Pero en realidad muerta de miedo», dice. «Lo que me ha liberado ha sido reconocer a qué estoy llamada: a acoger la realidad». No a declararle la guerra.
Lo entendió cuando la situación de la empresa se hizo más crítica y el banco les declaró en números rojos. Su primera reacción fue minimizar. «Vivía en el sueño de que todo mejoraría, que el cliente pagaría…». Pero mientras tanto no consigue conciliar el sueño. No admite el problema, y se ahoga. «Hasta que, llegados a un cierto punto, un amigo me pidió que le enviara el libro de cuentas todas las semanas». Empieza a mirar y poco a poco empieza a retomarlo todo, tanto la relación con los clientes como las peticiones de moratoria en los pagos. «El cambio de perspectiva, el ensancharse de la mirada, no es fruto de un esfuerzo, sino de un descubrimiento. Yo estaba delante de alguien que no se detuvo ante mi error, ante mi límite. Aquel amigo no me daba soluciones, pero me permitía mirar la realidad de mi trabajo».
Cuando se vio obligada a despedir a una de sus empleadas, después de haberlo intentado todo por otras vías, se sorprendió de sí misma. «Yo estaba delante de esa mujer diciéndole: “Debemos tener el coraje de verificar esta certeza: la realidad es positiva. Toma esto que sucede como una oportunidad para mirar lo que deseas”. Podría parecer surrealista que le dijera algo así, pero era mi única certeza verdadera. Ahora está trabajando en un campo que siempre le interesó y donde puede expresar aún mejor su talento». A María Inés le encanta hablar de su trabajo, de la relación con sus colegas y con sus clientes, como de «un lugar de vida». «Es en lo cotidiano donde descubro qué hay en mí y en el otro. Vuelvo a descubrir la fuente que alimenta mi vida, la mirada de Cristo sobre mí». Hasta el punto de comprobar lo diferentes que son sus jornadas cuando, antes de ir a trabajar, entra en la iglesia para hacer un cuarto de hora de Adoración. «Es la fe lo que me da la fuerza. Pero la fuerza de la que habla san Pablo: “Cuando soy débil, entonces soy fuerte”». Porque uno vuelve a empezar a pedir.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón