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Huellas N.5, Mayo 2013

ESPAÑA / Testigos de la fe

La chica que esculpe el templo

Alessandra Stoppa

Vio la Sagrada Família en un libro de escuela y decidió que tenía que «estar cerca de ella». Hoy Shiho Othake, joven escultora japonesa, trabaja con Etsuro Sotoo, entre los “discípulos” de Gaudí. Allí ha encontrado el camino que siempre había buscado y que llevaba escrito en su mismo nombre...

No le gusta «estar en primer plano». Pero también se lo toma enseguida con una sonrisa. Lo lleva encima, grabado en su mismo nombre: Shiho. Dos ideogramas que en japonés significan caminar con buena voluntad. En efecto, en su vida avanza por intentos, un paso tras otro. Modela la plastilina con los pies, con las manos, crea formas, las observa, las vuelve a hacer con cera, luego con yeso. Al final, pasará al bronce. Trabaja en el proyecto de las tres puertas de la Fachada de la Natividad de la Sagrada Familia. Serán enormes praderas con yedra y flores de calabaza, salpicadas de pequeños animales, como la lombriz que tiene ahora en la palma de su mano, un detalle fruto él sólo de casi un día de trabajo. Procede despacio, a pesar de que quisiera correr. Sobre todo ahora que ha encontrado «su camino».

Primero amar. La noche de Pascua, recibió el Bautismo. Al final de una misa solemne, recogida, celebrada a la luz de las velas en la cripta de la Sagrada Familia, el párroco no se corta: «Déu n’hi do!». Una expresión catalana que suena más o menos como ¡caramba, lo que ha hecho Dios! No le falta razón. La historia de Shiho Othake, joven escultora que trabaja con Etsuro Sotoo, uno de los artistas que han recogido la herencia de Antoni Gaudí, remite al corazón pulsante de la Sagrada Familia.
En el pequeño laboratorio de dos plantas está todo abigarrado: instrumentos de todo tipo colgados en la pared, formas y modelitos, flores y frutas de yeso. En algún punto más alto, detrás de las repisas y el cellophane, se entrevé un muro de piedra, escorzos de bóvedas. Entonces uno se acuerda de que está en un lugar engarzado en los bajos de la Sagrada Familia, una catedral todavía en obras. Cuando Shiho entró por primera vez en el estudio de Sotoo, pensó enseguida que su maestro necesitaba aire, más aire. «Quería que pudiera de verdad respirar». No sólo poniendo las cosas en orden, porque el espacio es el que es, el de un laboratorio de un antiguo artesano, sino «estando yo aquí, a diario, para hacer lo que fuera necesario».
Shiho nació en Tokio. Vio por primera vez la Sagrada Familia en un libro del colegio. Una foto. Cuando la vio, se quedó enamorada. Tras licenciarse en Arte, empezó a dar clase en un instituto, pero de vez en cuando venía a Barcelona para visitar esta iglesia que la llamaba. «Un día pensé: la Sagrada Familia está allá. Si quiero estar a su lado tengo que irme a vivir allí». En 2010, con 28 años, sale de Japón para establecerse en Barcelona. Empieza a trabajar como camarera en un restaurante cercano al Templo y trata de contactar con Etsuro Sotoo. Quiere aprender de él. Así, cuando asiste a una de sus conferencias, empieza a perseguirle. Se ríe: «En un momento dado se rindió, y me dijo que podía venir aquí. A limpiar». Al cabo de tres años, y de muchos meses pasados simplemente mirándole mientras trabajaba, colabora actualmente en su proyecto. Nunca hubo un momento en que el escultor le haya dicho: vale, te contrato. «Simplemente se dio. Poco a poco».
«Jamás contrato a jóvenes que idolatran a la Sagrada Familia o a veces a mí, porque se engañan», cuenta Sotoo en una pausa de su trabajo, continuo y silencioso: «Pero me di cuenta que Shiho no venía aquí por eso. Estaba buscando otra cosa, buscaba a Otro».
Etsuro lo entendió al ver que las tareas de limpieza para ella no eran un simple pretexto. «Uno puede venir aquí a limpiar, pero hacerlo distraídamente, para fisgonear en mi trabajo. Ella no, limpiaba de verdad. Estaba toda entera en lo que hacía». Continúa haciéndolo, replegada sobre los insectos, enharinada de yeso, atenta para observar. Se puede no entender hasta el fondo lo que cuenta, cuando dice que «habla con la piedra», que hay que «ser esa libélula» que está modelando, o alude al «entrar en las palabras», las pocas que el maestro le dice. Pero lo que se entiende perfectamente es que ella ama a las hojas, a los insectos, a la cera. Les quiere y aprende a querer a la realidad entera junto con Sotoo. Lo explica un cartel colgado en la puerta del estudio: «Para hacer bien las cosas primero es necesario el amor, luego la técnica. Gaudí». Todo nace de la relación con la experiencia del padre del Templo expiatorio, sobre todo cuando era un niño enfermizo en una casa del campo de Tarragona. La naturaleza le acompañaba, le resultaba amiga. «Pienso a menudo en su soledad, me gustaría haber podido hacerle compañía», dice Sotoo, desarmante. En la base de la Fachada de la Natividad hay gallinas y muchos otros animales esculpidos. Él los mira y siente el calor del sol que los acaricia, huele los olores, la brisa que corre. «Pienso en lo que buscan, en lo que necesitan: la comida». Y quiere dársela. Esculpir es donar. Por ello las puertas serán un prado con tantos seres vivos. «Lo que vive en la tierra es feliz, pero sin saber el porqué». El porqué se muestra un poco más arriba, es Jesús, entre María y José, y los bordados de la piedra. El prado será de yedra, símbolo de la obediencia, «la condición de toda vida», explica Sotoo.

Ritmo y silencio. Shiho y él no comentan nunca a priori el trabajo que van a hacer. «Sotoo me ha enseñado que jamás encontramos en nuestra cabeza la respuesta que buscamos. Primero tengo que experimentar, hacer, de allí surge la idea. Hablamos sólo a partir de las pruebas, de la realidad, de lo que se puede ver y tocar. Es como si me dijera continuamente: muévete, muévete tú. Y yo, aunque sepa que él tiene siempre una solución, no se la pido a él, porque quiero encontrarla yo». Como cuando, de un día para otro, le dijo que iría a Paraguay, a pintar los muros de una clínica para niños enfermos terminales. «No sabía nada de lo que me esperaba, estaba un tanto asustada. Él me dijo: aunque no sepas o puedas hacer nada, tú vete allí y mira bien lo que hay». Llegó a la clínica del padre Aldo Trento y tampoco allí le explicaron mucho. «Estuve todo el rato con los enfermos, con padre Aldo y sus amigos. Siempre con ellos, mirándoles. Al final sentí la necesidad de hacer algo por ellos. Una mañana me puse a pintar esas paredes».  
Sotoo trabaja en el estudio en el segundo piso, que se asoma sobre la mesa de trabajo de Shiho a través de un ventanuco. De vez en cuando le echa un vistazo. «Yo hago mi trabajo, pero siempre tengo en el rabillo del ojo lo que ella está haciendo». Si ve que tiene alguna dificultad, pasa por allí adrede. Y esto la ayuda. Algo cambia. Como un día en que estaban esculpiendo juntos uno de los pináculos de tres metros para el ábside. Dos, tres horas, sin hablar. Sólo picando piedra. Había allí un equipo de televisión para grabarles y, antes de irse, uno de los cámaras se acercó a Shiho: «No podías seguir su ritmo. Pero él, de vez en cuando, te esperaba. Te acompañaba con el sonido». «No me había dado cuenta», dice ella, «sin embargo había momentos en los que me sentía repentinamente a gusto. Era por eso».

Lo llevaba en el nombre. «La Sagrada Familia existe también para que ella pueda crecer», dice Sotoo al verla sentada con la cabeza siempre agachada. «Sólo me gustaría que estuviera contenta incluso cuando se equivoca. Porque si no se equivocara, no llegaría a saber quién es, donde está y con quién está». Se para: «No sabría de verdad para Quién trabaja». Dice que lo importante es que tenga una pregunta, que es necesario vivir con una pregunta dentro que sea como nuestra misma sangre. «Si Shiho no manifiesta ninguna necesidad, mis respuestas no sirven para nada. En cambio una verdadera respuesta hace surgir siempre una nueva pregunta». Lo cual implica sufrir. «¡He buscado otro camino, pero no existe! El sufrimiento es necesario». Al igual que sufre la piedra cuando la esculpimos. «Intentamos colaborar con el designio de Dios. Las razones para trabajar son muchas, se superponen unas a otras, pero alcanzar la razón más honda y verdadera es una aventura». De Gaudí ha aprendido que esta meta es posible sólo juntos: «El hombre no puede trabajar solo, no construiría nada. ¿Qué más puedo desear yo que la felicidad, que alguien me acompañe en este trabajo?». E incluso que prepare la comida, como hacen ellos, alternándose. «Juntos se aprende también a valorar las cosas. Shiho lo hace muy bien, porque encuentra un valor incluso en un grano de mostaza». Etsuro habla con todo el apremio por comunicar a otro su mismo corazón. «Deberías arrancártelo del pecho y dárselo al otro. Pero no se puede. Será posible sólo en el Cielo, donde ya no serán necesarias las palabras. Pero Dios nos llama a esto, a entregarnos totalmente».
Shiho dejó a su familia por una iglesia que vio en una foto. Pero aquí se ha descubierto aún más hija de sus padres, que siguen en Tokio. «Trabajar en la Sagrada Familia me permite estar cerca de mi padre». Lo ha adorado siempre. Es un hombre feliz, que la enseñó a amar la vida, a tener en cuenta todos sus deseos. Hasta tal punto que empezó a tener uno más grande que todos los demás: ser como él, el único católico de su familia. «Aunque no estaba bautizada, sentía el deseo de Dios. Me daba cierto miedo comentarlo y no se lo decía a nadie, porque en nuestra cultura de estas cosas no se habla...». En Barcelona, empecé a conocer mejor el cristianismo, en mi trabajo, en los rostros de los nuevos amigos, en la catequesis. «Cuando vivía en Tokio, me preguntaba siempre por qué existía, por qué estudiaba, por qué trabajaba, cuál era mi camino. Con la fe encontré la respuesta, y con el Bautismo empecé a recorrerlo». Sotoo lo puede testimoniar cada día. Pero no consiente ningún equívoco: «El Bautismo no tiene nada que ver conmigo, ni con la Sagrada Familia o con Gaudí. Tiene que ver con ella. Con ella y con Dios. Muchos amigos la acompañamos, pero el sacramento se refiere a su relación directa con Dios». Por esto le besó las manos la noche de Pascua y la abrazó. «Debería arrodillarme cuando la veo».
El nombre cristiano de Shiho es Montserrat. Todo el mundo le sugería nombres de santos, de gente «en camino», como ella quería. Pero al final eligió a la Virgen patrona de Cataluña, contemplando un día en la misa la estatua de la Moreneta, que según la tradición no quiso que la bajaran de su montaña. «Necesitaba algo firme, que resistiera. Sólo así podré caminar hasta la meta».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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