Publicamos algunos pasajes del último libro de Luigi Giussani, publicado en Italia con el título Uomini senza patria, que recoge los Equipes de los universitarios de 1982 y 1983
Antes que nada, creo que debemos despejar el terreno de una cierta imagen. El objetivo de mi intervención es llegar a definir el punto neurálgico de todo nuestro empeño, el punto de la trayectoria en el que nuestro movimiento se encuentra en este momento, un punto crucial. Decíamos esta mañana, y lo demuestran los ejemplos que habéis puesto, que nunca como ahora el movimiento ha estado tan activo, por lo menos cuantitativamente hablando. En general, las comunidades nunca han estado tan activas e incluso –utilicemos la palabra más significativa– tan presentes. ¡Nuestro proyecto funciona! ¿Os habéis dado cuenta? El proyecto del movimiento marcha viento en popa. Entonces, el momento que estamos viviendo nos obliga de alguna manera a despejar el horizonte –lo que esperamos o pretenderíamos– de cualquier implicación estratégica. De este Equipe no se deriva ningún proyecto. Mañana por la mañana seguiréis hablando de lo que hay que hacer, pero el eje de este Equipe no es ningún plan, no es el éxito de ningún proyecto del que podréis seguir hablando. A menudo hemos dicho: «Debemos hacer esto y lo otro», pero el tiempo presente no nos empuja a mirar en una determinada dirección, a tomar una orientación en lugar de otra, sino a asumir una actitud personal.
Por favor, decidme si habéis entendido lo que he dicho con esta frase. Las otras veces hemos dicho: «Ahora tenemos que crear la asociación universitaria de los Católicos Populares; ahora tenemos que hacernos presentes en la Universidad; ahora tenemos que desarrollar la dimensión cultural; ahora difundir ciertos juicios, los “Atlántidas”; ahora tenemos que impulsar –qué se yo– los centros culturales». Esta vez no podemos hablar de iniciativas, sino de una actitud que la historia exige hoy de nosotros. La diferencia estriba en que asumir una determinada actitud es un problema que toca tu persona. El punto crucial no es por tanto el desarrollo de una reflexión, ni la propuesta de iniciativas, sino la toma de conciencia de una condición personal, sin la cual la riqueza que califica la vida de nuestras comunidades y sus múltiples iniciativas, se volvería tremendamente precaria, y el futuro –sobre todo, las circunstancias– se volvería una amenaza terrible, como un enemigo al acecho. Este hito de nuestra historia nos reclama a algo que elimina el miedo y que asegura el rendimiento de toda nuestra “maquinaria” también para el futuro; algo que no hace depender la seguridad y la eficacia del hecho de que las circunstancias sean fáciles, favorables, de que no haya obstáculos; algo que nos hace mirar al futuro con la misma tranquilidad con la que miramos el presente, con la que vivimos el presente que tenemos entre manos.
Debemos despejar el horizonte de nuestras imágenes, pero sobre todo debemos escuchar con extrema atención la llamada a asumir una determinada actitud personal. Una actitud –mos, moris– es una cualidad de la persona. Para extraer rápidamente la conclusión –habiendo citado la palabra latina mos, moris, que se traduce como «actitud»–, podemos decir que se trata de un problema moral. El hito que se nos presenta es tomar conciencia de lo que nos mantiene, personalmente, en una tensión moral. Es como si dijésemos: «Estamos en guerra, el ejército se mueve por todos los frentes, avanza, pero…». Vosotros no habéis conocido los boletines de guerra, en tiempos de guerra de verdad. Cada día había un boletín del mando supremo: siempre se avanzaba (a no ser que se perdiera), ¡siempre! Pues bien, nuestro boletín de guerra (real, no ficticio) es que nuestras tropas avanzan, están en marcha. El movimiento marcha bien. ¿Entonces? Entonces el problema es que dure, que sus protagonistas se mantengan en primera línea, que las personas se mantengan en tensión. El problema del sujeto que pertenece al movimiento es, precisamente, la permanencia de una actitud moral, la consistencia moral. Se trata, por tanto, de una actitud. Si falla esta actitud incluso los que ahora arrastran al ataque a sus compañeros con la espada desenvainada, podrían estar mañana mismo, ¡no pasado mañana!, sentados en el borde del camino mascando chicle.
Podríamos terminar aquí, porque ya he dicho cuál es el punto central; pero tal vez resulte más claro si lo detallamos. Esta mañana uno de vosotros ha hablado del movimiento como «una aventura para uno mismo», y después ha utilizado otra expresión, ha hablado de una experiencia «que ensancha el corazón», siendo el corazón, como todos sabéis, el punto de conciencia y de sentimiento del universo, de la realidad toda. El movimiento como «aventura para uno mismo», como el acontecimiento que «ensancha el corazón». Me parecen observaciones o fórmulas certeras para ahondar en el asunto. Si el movimiento no es una aventura para cada uno y el fenómeno de un ensancharse del corazón, entonces se convierte en un partido, que puede estar cargado de proyectos, pero donde la persona concreta está destinada a quedarse cada vez más sola, trágicamente definida por el individualismo. Luego, otra persona ha dicho que «es necesario ser dignos de la realidad que llevamos» y «poner en juego la propia libertad». Es necesario ser dignos de la realidad que llevamos: aquí empieza a darse un salto cualitativo, una verdadera novedad. Darse cuenta de ello o decirlo parece simple, pero nos resistimos.
Me han contado que algunas comunidades han tomado a la ligera, con pasotismo, el cuaderno Cristo recurso del hombre,1 que recoge el Equipe del verano. Lo han infravalorado porque «son cosas que ya sabemos». Pero ese texto aborda justamente la cuestión de la que estamos hablando, lo cual demuestra su potencial explosivo. Decir «ser dignos de la realidad que llevamos» significa comenzar a hablar de algo distinto de uno mismo. Quisiera que cada uno, en este momento, registrase la tensión o el grado de conciencia que tiene de llevar encima algo distinto, de llevar otra cosa. Es decir, que tomara conciencia de cuál es el centro de nuestro interés cuando nos reunimos, qué es lo que nos importa al vivir nuestras relaciones, nuestra amistad. Vivir nuestra compañía, ¿supone una aventura para cada uno? ¿Dilata lo que sucede nuestro corazón? Hablamos del centro de interés personal, de cada uno: mío, que escucho música o que miro un cuadro; mío, que me alegro de ver a los amigos, que estoy ahí estudiando o que vuelvo a casa por la noche cansado. ¿Es este centro de interés “algo distinto” de todo lo que hacemos y pensamos?
Ahora bien, no creo que sea inútil recordar que este “algo distinto” no puede ser más que uno: todo lo demás lo elegimos, esto nos es dado; es algo que está en nosotros, pero viene antes que nosotros, es aquello de lo que brota nuestra propia vida. No podemos elegirlo: define nuestra existencia, le otorga consistencia. Por tanto, de él depende nuestra personalidad. Porque la personalidad es el devenir, a lo largo de la existencia, de ese brote que emerge de la nada y que llamamos “yo”. Este factor distinto de nosotros es lo divino. Es un hecho irreductible a cualquier otro, ni siquiera a ninguna de las categorías con las que nuestra mirada racional interpreta o escruta los hechos de la existencia. Es un hecho, por tanto, que tiene una consistencia, una estabilidad, un horizonte y una fuente de energía, que no se puede comparar con ningún otro hecho del que tenemos experiencia, con ninguna de las relaciones en las que podemos hallar un sustitutivo, una satisfacción provisional. Un hecho irreductible hasta tal punto que nos vemos obligados a afirmar que el significado, el sentido mismo del vivir y del existir, es esta realidad misteriosa que llevamos en nuestra carne.
Es una premisa importante: lo que asegura nuestra aventura humana es algo distinto de nosotros. La aventura del conocimiento y del amor a nuestra persona, lo que ensancha el corazón no nace de nosotros, es otra cosa. La fuente de ese interés que no se agota está en Otro. Me permito recordaros que en esto consiste la fe: reconocer esa realidad distinta de todo lo que nace de nosotros, se llama fe –¡fe!–. Y en una ocasión Cristo preguntó: «Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe en la tierra?»2.
La fe –insisto– precede cualquier otra consideración. Es el nexo entre el “yo” de cada uno y “algo distinto” que lo constituye, que vive entre nosotros y que llevamos en nuestra carne, en el mundo. Esta relación reconocida se llama fe.
Notas
1 Cfr. Cristo recurso del hombre, supl. a «Litterae communionis-CL», n. 10, 1982.
2 Lc 18,8.
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