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Huellas N.4, Abril 2013

PRIMER PLANO / Papa Francisco

Así Ratzinger y Wojtyla nos acompañan a redescubrir el corazón de Pedro

Marina Ricci*

He colgado en el muro de Facebook una imagen que encontré, compuesta con tres fotos de los últimos tres Papas. Quien la pensó, asocia las tres virtudes teologales a los tres rostros: la esperanza a Juan Pablo II, la fe a Benedicto XVI y la caridad al Papa Francisco. La imagen me ha ayudado a entender mejor lo que me rondaba en la cabeza ya desde la noche de la elección de Jorge Mario Bergoglio. Estaba en un programa en directo, con toda la emoción y el barullo que se había producido, y miraba las primeras imágenes del nuevo Pontífice, cayendo en la cuenta de la “ruptura” que suponían con respecto al Papa anterior y en buena medida también a la reciente historia de la Iglesia. Sin embargo, advertía la profunda injusticia que supone pensar que Benedicto XVI haya sido un Papa en cierta medida “incapaz”, como muchos en estos días susurran o afirman abiertamente. Así como veía que es erróneo pensar que exista una historia de la Iglesia buena y una mala, o que todo se pueda reducir míseramente a una victoria de los progresistas contra los conservadores. Buscaba por tanto la continuidad que advertía instintivamente, pero que todavía no acababa de ver del todo con la cabeza.

El hombre a orillas del lago. Lo primero que me vino a la cabeza es que no tendríamos a Bergoglio hoy si ayer no hubiéramos tenido a Ratzinger y antes a Wojtyla. Hemos asistido en los últimos decenios, quizás sin darnos cuenta pero teniéndolo ante los ojos, a una reforma del Papado, que comenzó con Juan Pablo II, prosiguió con Benedicto XVI y nos llega con Francisco. La figura de Pedro se ha despojado progresivamente de las incrustaciones del poder, devolviéndola atrás hacia la imagen del pescador de Galilea, de Pedro que era un hombre común cuya grandeza consistía sólo en haber confiado su miseria humana al abrazo misericordioso del hombre extraordinario que había conocido a orillas del lago de Tiberíades. Este fue mi primer pensamiento.
Volvía a las imágenes de Benedicto XVI envuelto en las vestiduras litúrgicas rescatando un lenguaje caído en desuso, casi desapareciendo en ellas con mansedumbre y humildad. Caía en la cuenta de qué carácter tan diferente tenía de su predecesor y, ahora, también de su sucesor. Por otra parte, desde Wojtyla en adelante, todos han buscado un nuevo Wojtyla, como si en la Iglesia no cupieran santidades distintas (esta es en fondo la esperanza para cada uno). Como si no fuera posible ser unos “gigantes” aunque no se tenga su prestancia física o la capacidad mediática de cautivar a las masas.
Sin embargo, Benedicto, asediado en la Iglesia misma por el mal y la ambición de los hombres, no ha aguantado sin más, se ha erguido luminoso como roca firme para la fe cristiana. No sólo con todo lo que nos ha enseñado con el magisterio durante su Pontificado, sino también con lo que ha hecho renunciando al poder en su acepción más común, para consumar su vida en servicio y bien de la Iglesia que él ama más que a sí mismo. Sorprendiendo a todos con una lección que tiene el sabor del sacrificio, del martirio.
Vuelve a mi mente la frase que pronunció en su última audiencia: la Iglesia no pertenece a los Cardenales ni a los Papas, pertenece sólo a Jesucristo y está hecha de hombres y mujeres que “viven de” y “en” el cuerpo de Cristo. El que Benedicto XVI haya sido un gran Papa lo ha destacado también el entonces cardenal Bergoglio desde Buenos Aires, comentando su renuncia al Pontificado.

«Quo vadis, Domine?». De este modo Benedicto ha facilitado el paso a Francisco en el camino ya abierto por Juan Pablo II. Esto lo entendí siguiendo en directo las imágenes del helicóptero blanco que seguía desde arriba el recorrido de la Via Appia, la calle de los mártires de la fe. La misma calle de Quo vadis, cuando Pedro huyendo de Roma para evitar la persecución se encuentra con Jesucristo que avanza en sentido contrario. «Quo vadis, Domine?», pregunta el apóstol. «A Roma, donde sufriré el martirio», responde el Señor.
En ese momento me acordé de esa escena, que en lugar de remitir a una pretendida huida de Benedicto, remitía de modo muy conmovedor a su personal aceptación del martirio, incluso el de la humillación y la incomprensión, con el fin de que Pedro pudiese volver a Roma. Acostumbrados como estamos a razonar en blanco y negro – todos, no sólo los católicos –, perdemos la capacidad de distinguir los colores, sorprendentes e imprevisibles, de la primavera que con el sacrificio de Pedro se asoma en la Iglesia.
Ahora miramos a Francisco y puede que no veamos. No quiero juzgar los sentimientos y las opiniones ajenas. Por mi parte, cuando escuché las primeras palabras de Francisco, pensé: nunca ha pronunciado la palabra Papa, insiste en llamarse Obispo, esto es un problema. Entonces se pone en tela de juicio el Papado que, a pesar de todos los errores humanos, ha sido la garantía de libertad para la Iglesia católica, como demuestra también la historia de las Iglesias ortodoxas… ¡entonces es una verdadera ruptura! Además, el nombre Francisco, tan tergiversado hasta reducirlo a un icono irenista y animalista… Y la Iglesia de los pobres que originó tantos choques en los años del posconcilio… Y más.
En las tertulias, verdaderos juicios de nuestro tiempo televisivo, escucho a los “conservadores” decir a los “progresistas victoriosos” que pronto dejarán de reír junto con los laicistas enemigos de la Iglesia, hoy jubilosos, cuando se den cuenta de que Francisco no cede ante el aborto y todos estos temas escabrosos en la agenda del mundo contemporáneo… Como si fuera cuestión de tiempo para que todo vuelva a nuestras estrechas categorías (en esto progresistas y conservadores van de la mano) y regresemos a nuestra rutina mental. Pero me pregunto: ¿el Espíritu Santo habrá provocado todo este terremoto, la renuncia de Benedicto y la llegada de Francisco, para devolvernos a nuestras aguas estancadas?
Creo en la primavera de la Iglesia, guiada por sus Papas hacia nuevas y límpidas aguas. No encuentro nada de malo, más aún, me sorprende felizmente que personas alejadas o enemigas de la Iglesia puedan verse provocadas ante la aparición otra vez de un hombre que ama a Jesucristo. ¿Acaso no fue así ya desde el inicio?
*vaticanista

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Vosotros tenéis la capacidad de recoger y expresar las expectativas y exigencias de nuestro tiempo, de ofrecer los elementos para una lectura de la realidad. Vuestro trabajo requiere estudio, sensibilidad y experiencia, como en tantas otras profesiones, pero implica una atención especial respecto a la verdad, la bondad y la belleza; y esto nos hace particularmente cercanos, porque la Iglesia existe precisamente para comunicar esto: la Verdad, la Bondad y la Belleza “en persona”. Debería quedar muy claro que todos estamos llamados, no a mostrarnos a nosotros mismos, sino a comunicar esta tríada existencial que conforman la verdad, la bondad y la belleza.
Algunos no sabían por qué el Obispo de Roma ha querido llamarse Francisco. Algunos pensaban en Francisco Javier, en Francisco de Sales, también en Francisco de Asís. Les contaré la historia. Durante las elecciones, tenía al lado al arzobispo emérito de Sao Paulo, y también prefecto emérito de la Congregación para el clero, el cardenal Claudio Hummes: un gran amigo, un gran amigo. Cuando la cosa se ponía un poco peligrosa, él me confortaba. Y cuando los votos subieron a los dos tercios, hubo el acostumbrado aplauso, porque había sido elegido. Y él me abrazó, me besó, y me dijo: «No te olvides de los pobres». Y esta palabra ha entrado aquí: los pobres, los pobres. De inmediato, en relación con los pobres, he pensado en Francisco de Asís. Después he pensado en las guerras, mientras proseguía el escrutinio hasta terminar todos los votos. Y Francisco es el hombre de la paz. Y así, el nombre ha entrado en mi corazón: Francisco de Asís. Para mí es el hombre de la pobreza, el hombre de la paz, el hombre que ama y custodia la creación; en este momento, también nosotros mantenemos con la creación una relación no tan buena, ¿no? Es el hombre que nos da este espíritu de paz, el hombre pobre... ¡Ah, cómo quisiera una Iglesia pobre y para los pobres! (…) Os quiero mucho. Os doy las gracias por todo lo que habéis hecho. Y pienso en vuestro trabajo: os deseo que trabajéis con serenidad y con fruto, y que conozcáis cada vez mejor el Evangelio de Jesucristo y la realidad de la Iglesia.
(Encuentro con los representantes de los medios de comunicación, Aula Pablo VI, 16 de marzo)

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Es hermoso esto: Jesús solo en el monte, orando. Oraba solo (cf. Jn 8,1). Después, se presentó de nuevo en el Templo, y todo el pueblo acudía a él (cf. v. 2). Jesús en medio del pueblo. Y luego, al final, lo dejaron solo con la mujer (cf. v. 9). ¡Aquella soledad de Jesús! Pero una soledad fecunda: la de la oración con el Padre y esa, tan bella, que es precisamente el mensaje de hoy de la Iglesia, la de su misericordia con aquella mujer. (…)
Todo el pueblo acudía a él; él se sentó y comenzó a enseñarles: el pueblo que quería escuchar las palabras de Jesús, la gente de corazón abierto, necesitado de la Palabra de Dios. Había otros que no escuchaban nada, incapaces de escuchar; y estaban los que fueron con aquella mujer: «Mira, Maestro, esta es una tal y una cual... Tenemos que hacer lo que Moisés nos mandó hacer con estas mujeres» (cf. vv. 4-5).
Creo que también nosotros somos este pueblo que, por un lado, quiere oír a Jesús pero que, por otro, a veces nos gusta hacer daño a los otros, condenar a los demás. El mensaje de Jesús es éste: la misericordia. Para mí, lo digo con humildad, es el mensaje más fuerte del Señor: la misericordia. Pero él mismo lo ha dicho: «No he venido para los justos»; los justos se justifican por sí solos. ¡Bah!, Señor bendito, si tú puedes hacerlo, yo no. Pero ellos creen que sí pueden hacerlo... Yo he venido para los pecadores (cf. Mc 2,17).
Pensad en aquella cháchara después de la vocación de Mateo: «¡Pero este va con los pecadores!» (cf. Mc 2,16). Y él ha venido para nosotros, cuando reconocemos que somos pecadores. Pero si somos como aquel fariseo ante el altar – «Te doy gracias, porque no soy como los demás hombres, y tampoco como ese que está a la puerta, como ese publicano» (cf. Lc 18,11-12) –, no conocemos el corazón del Señor, y nunca tendremos la alegría de sentir esta misericordia. No es fácil encomendarse a la misericordia de Dios, porque eso es un abismo incomprensible. Pero hay que hacerlo. «Ay, padre, si usted conociera mi vida, no me hablaría así». «¿Por qué, qué has hecho?». «¡Ay padre!, las he hecho gordas». «¡Mejor!». «Acude a Jesús. A él le gusta que se le cuenten estas cosas». Él se olvida, él tiene una capacidad de olvidar, especial. Se olvida, te besa, te abraza y te dice solamente: «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más» (Jn 8,11). Sólo te da ese consejo. Después de un mes, estamos en las mismas condiciones... Volvamos al Señor. El Señor nunca se cansa de perdonar, ¡jamás! Somos nosotros los que nos cansamos de pedirle perdón. Y pidamos la gracia de no cansarnos de pedir perdón, porque él nunca se cansa de perdonar. Pidamos esta gracia.
(Homilía en la misa en la parroquia de Santa Ana en el Vaticano, 17 de marzo)

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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