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Huellas N.1, Enero 2013

PRIMER PLANO / Para reconstruir

De qué hablamos cuando hablamos de bien común

Andrea Simoncini

Se invoca siempre y se indica como fin político y criterio de recuperación del país. Pero demasiado a menudo se queda en una abstracción. A partir de un fresco de Ambrogio Lorenzetti, el jurista ANDREA SIMONCINI nos ayuda a comprender un tema que ha sido decisivo (y claro) para los hombres de la antigüedad y del Medievo. Liberando el terreno del peor espejismo: pensar que sea el resultado de un «sistema perfecto», en lugar de algo que se descubre viviendo y que depende de la concepción de uno mismo

Es probablemente una de las series de frescos más famosas de la historia del arte italiano: la Alegoría del Buen Gobierno de Ambrogio Lorenzetti. Cada vez que entro en esas salas del Palazzo Civico (Ayuntamiento) de Siena, me sorprende la misma evidencia:«Desde 1300 hasta hoy, ¡la cuestión sigue abierta!». En el siglo XIV, los ciudadanos de Siena, para celebrar el largo período de prosperidad del que había gozado la ciudad – antes de que la peste “desertizara” el paisaje –, encargan a uno de los mejores pintores del momento pintar, en las salas del Palacio del Gobierno, la alegoría del Buen Gobierno. Es decir, quieren “explicar” a todos a través de la pintura qué es lo que convierte en justa a una institución política y qué es en cambio lo que la convierte en tiranía.
Para los hombres de la Edad Media este era un tema decisivo, central, que todos debían tener claro, como lo fue para los grandes filósofos griegos y romanos que dedicaron a la política y a las leyes las mayores contribuciones del pensamiento humano.

Por sus frutos los conoceréis. ¿Y hoy? ¿Siete siglos después? ¿Podemos quizá decir que para nosotros la cuestión ya se ha zanjado? Ciertamente, no. Basta mirar alrededor o simplemente encender la televisión para que nos arrase una oleada de confusión, gritos desordenados, llamadas y protestas, propuestas y juicios. Todos ellos etiquetables de manera general con el término “política”, pero entre los cuales es harto difícil distinguir algo que vagamente se acerque a aquella idea de “gobierno justo” o de “política” que los hombres medievales buscaban.
¿Y entonces? ¿Tiramos la toalla? ¿Nos zambullimos también nosotros en el cómodo océano de la antipolítica, donde el precio de entrada es bajo y hay sitio de sobra – basta con criticar todo y ya estás admitido –, pero del cual no surge una propuesta constructiva y creíble?
En primer lugar, establezcamos un punto firme. Por el hecho de que hoy en día todo parece negar la posibilidad de un bien común, esto no significa que el bien común no exista. Como siempre, depende de cómo se mire. Es necesario saber mirar. El Medievo – el mismo siglo XIV en el que vivía Lorenzetti – no fue ciertamente un modelo de “paraíso terrestre”: existían guerras y tiranías, déspotas y deshonestos, luchas de poder y conjuras de palacio. De hecho, en el mismo Palazzo Civico, justo enfrente de los frescos de la Alegoría del Buen Gobierno, se encuentran los de la Alegoría del Mal Gobierno.
¿Con qué propósito? El propósito es ver la diferencia. Esta es la grandeza de dicho fresco: no describe una teoría del bien común, sino que permite ver la diferencia entre vivir obedeciendo al bien común y vivir obedeciendo al propio interés particular. Hace que te entren ganas de vivir bien. Tanto es así que para describir el buen gobierno y el mal gobierno, el artista ha pintado los efectos que produce sobre la ciudad y sobre el campo. «Por sus frutos se conoce al árbol»: este era, en las sencillas mentes medievales, el principio rector. Un principio que creo válido también en la actualidad.
Por otra parte, sin un deseo y un compromiso personal con el bien, no ha lugar ningún bien común. Pensar que el bien común es el producto artificioso de una institución, democrática o dirigida por un déspota iluminado, cambia poco; pensar que el bien común es fruto de un «sistema tan perfecto que nadie necesitará ya ser bueno» (Eliot), es el peor espejismo que pueda tener el género humano. Por eso, el punto desde el que empezar de nuevo es la belleza, no las reglas o una moral.
El bien común empieza siempre como una decisión personal, como un sacrificio escondido, no en la plaza pública, pero inmediatamente arrastra por su verdad. Debemos ser conscientes de que la primera contribución que podemos aportar al debate político actual es la conciencia del “valor” público (es decir, político) de nuestro vivir y de nuestro morir.
¿Hemos olvidado ya la época del “poder de los sin poder” de Vaclav Havel o de El mundo de la vida: un problema político, de Vaclav Belohradsky? Cualquier cosa menos mal gobierno o antipolítica. Estos testigos (y amigos) vivían en un contexto en el que se impedía cualquier expresión pública: pero ello no impidió que naciera una nueva generación política, y hoy vemos sus resultados. Por eso, también para nosotros la mayor ayuda para la construcción del bien común de nuestros países consiste en “proclamar desde las azoteas” que existen ejemplos así, dejarse conmover por su belleza y convencer por las razones que expresan.
Por otra parte, precisamente esto es lo que movió y convenció al más alto responsable del “bien común” italiano – el presidente de la República, Giorgio Napolitano – cuando, en el Meeting de Rímini, invitó a llevar «al compromiso político vuestras motivaciones espirituales, morales, sociales, vuestro sentido del bien común, vuestro apego a los principios y valores de la Constitución y a las instituciones republicanas: abríos así al encuentro con interlocutores representativos de otras raíces culturales diferentes. Llevad, en el tiempo de la incertidumbre, vuestro anhelo de certeza».
Cuando de joven me dediqué a la política activa en la universidad, nuestro eslogan era «la primera política es vivir».
Si observáramos con atención el fresco de Lorenzetti, nos daríamos cuenta de que no es la Justicia quien sostiene la balanza (como en todas las imágenes conocidas); la balanza la sostiene la Sabiduría – el conocimiento de la verdad – y es a la Sabiduría a quien dirige su mirada la Justicia.

La antipolítica. Por consiguiente, la primera aportación efectiva de cada uno no consiste en extrañarse o escandalizarse por el mal gobierno reinante, sino en fijar la mirada en nuestra personal experiencia humana para hallar en ella los rasgos inconfundibles del Bien. Como nos recuerda a menudo Benedicto XVI (véase, por ejemplo, el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2013), las dificultades, incluso las que tienen una clara intención maligna o destructiva, son permitidas para que la verdad se afirme más claramente en nosotros. Es precisamente lo que está sucediendo hoy en nuestro debate público. El difundido clima “antipolítico”, que empuja a muchos a distanciarse de lo que es de interés general, puede constituir una potente invitación a comprender la naturaleza “pública” (y por tanto “política”) de nuestra existencia, como simples ciudadanos, no diputados, alcaldes o consejeros.
Si no caemos en la cuenta de este valor universal de nuestra experiencia, jamás nacerá una nueva generación política.
Si seguimos observando con atención el fresco, hay otro detalle completamente sorprendente: de los dos platos de la balanza descienden dos cuerdas que terminan en la mano de la “Con-Cordia” (literalmente: «que tiene las cuerdas») y desde la Concordia la soga llega al Bien Común (representado por el Ayuntamiento de Siena). El asunto, bien pensado, es verdaderamente impresionante: los ciudadanos, de hecho, están ligados a esta soga, en el sentido de “agarrados”, “atados” al bien común. La ley – la que santo Tomás definía como «un ordenamiento de la razón dirigido al bien común» –, por tanto la “legalidad”, no es una cadena que aprieta y obliga, sino que es una ayuda. Algo así como cuando se hace una ascensión difícil en la montaña y hay una cuerda que es un punto de apoyo seguro que permite que todos puedan ir juntos y alcanzar lo que solos no conseguirían.

Razón práctica. El bien común no es una teoría, no es una posición a priori; es una noción eminentemente práctica. Pero en el sentido noble de esta palabra, en el sentido de la “razón práctica”: o sea, sólo lo percibe quien está comprometido de manera concreta con la realidad que le toca. Sentados en el bar o delante de la televisión, el bien común no existe. Existe únicamente el «mal de muchos, consuelo de tontos». Sólo quien sabe que cada uno de sus actos, incluso el más escondido, se realiza ante Otro puede tender al bien común. Sólo de una concepción de uno mismo así nace una acción capaz del bien común. Ni de estrategias ni de programas, aunque fueran dictados teológicos o morales. Como nos ha recordado el Papa – desconcertando a todos – en su discurso a los políticos del Bundestag de Berlín (el lugar asignado para el gobierno del bien común): «En la historia, los ordenamientos jurídicos han estado casi siempre motivados de modo religioso. (…) Contrariamente a otras grandes religiones, el cristianismo nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un derecho revelado. (...) En cambio, ha remitido a la naturaleza y a la razón como verdaderas fuentes del derecho».
Es la misma diferencia que existe entre buscar aquello que puede haber en común entre catolicismo e islam partiendo de la teología, o partiendo del encuentro concreto – que realmente se da – entre un católico y un musulmán, y de la amistad que de manera imprevisible puede nacer de allí.
Únicamente la categoría “práctica” del encuentro es capaz de ensanchar la razón de cada uno. Por eso, como decía don Giussani (¡en 1964!), en este momento de enfrentados “monólogos” entre sordos, es necesario recuperar una idea verdadera y no sólo formal de “diálogo”. «Es necesario que el criterio de la convivencia humana sea la afirmación del hombre “en cuanto que existe”: entonces el ideal concreto de la sociedad terrenal será la afirmación de una “comunión” entre las diferentes libertades comprometidas ideológicamente. El contrato que regula la vida en común (la “Constitución”) debe buscar proporcionar normas cada vez más perfectas que aseguren y eduquen a los hombres en la convivencia como comunión».

Apuntes de método. Así pues, existe un test muy claro para determinar cuándo un gobierno de la cosa pública persigue el bien común y cuándo, en cambio, lo niega: cuando establece las condiciones para que crezca la persona, entendida como necesidad de relación y libertad.
«Punto de partida para una verdadera democracia es la exigencia humana natural de que la convivencia ayude a la afirmación de la persona, que las relaciones “sociales” no obstaculicen el crecimiento de la personalidad».
Un gobierno del bien común, incluso cuando pone límites o reglas, lo hace sólo para favorecer las condiciones para que el crecimiento de la persona no se vea obstaculizado sino favorecido. Por eso «un gobierno de la cosa pública que se inspire en el concepto cristiano de convivencia tendrá como ideal el pluralismo. La realización de esta convivencia plural implica serios problemas, ya que el pluralismo es la directriz ideal en nuestro mundo. Es necesario, no obstante, comprometerse a ello sin miedo». Son pasajes de Apuntes de método cristiano, escritos hace casi cincuenta años, pero parece hoy. Es esta “audacia del realismo” la que salvará a nuestros países, no fórmulas ni alineaciones.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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