Un traumatólogo con escaso talento ha cambiado el curso de la medicina. ¿Quién es SHINYA YAMANAKA? A continuación, la historia del Premio Nobel japonés, un hombre para el que la realidad lo es todo. De ahí la amplitud de miras necesaria para «rejuvenecer» las células humanas, llevar a cabo un duro trabajo, atender a los deseos de su mujer y estudiar un embrión que le recordaba al de sus hijas
Era tan torpe que le apodaron Jyamanaka, añadiéndole una letra más a su apellido que es Yamanaka. Jyama en japonés significa «fastidiar, molestar». Sin embargo, él, que era un joven traumatólogo que tardaba dos horas en hacer una operación de veinte minutos, no se opuso: se dio cuenta, inclinó la cabeza para despedirse como hace en público ahora que ha ganado el Premio Nobel de Medicina.
ShinyaYamanaka es un traumatólogo que ha echado por tierra un dogma de la ciencia: las células de un hombre, una vez que son adultas, no pueden volver a ser «pequeñas», es decir, inmaduras y capaces de transformarse en muchos tipos diferentes. Sin embargo, él las ha «rejuvenecido», ha creado las células madre pluripotenciales inducidas (iPS), células adultas que son reprogramadas y reconducidas al estado de las embrionarias. Este avance obliga a reescribir los libros de medicina, y no es una simple forma de hablar.
Pero esta no es la historia de un genio incomprendido. Es, mucho más, la historia de un amante de la realidad y de lo que esta establece y esconde. Su recorrido muestra cuánto puede dar de sí un hombre que bebe de la realidad. Sin prejuicios, simplemente poniéndose delante de ella y mirándola con detenimiento, con atención, hasta ver lo que es. Así traspasa la apariencia, no porque tenga que hacerlo o se empeñe en hacerlo, sino simplemente porque la mira.
Fue su padre el que le animó a ser médico, a pesar de que tenía una empresa familiar, una pequeña fábrica de piezas de recambio para máquinas de coser en Osaka, entre los rascacielos de Panasonic y otros gigantes de la electrónica. Cuando tenía diez años cambió el skyline por el de la isla de Honshu, marcado por los templos budistas de Nara. Además de su padre, también influyeron el judo y el rugby. «Fui al hospital más de diez veces por accidentes. Es normal que naciese en mí el interés por la traumatología». Tan normal como darse cuenta después de un tiempo de que no estaba hecho para ese trabajo: «No tenía talento. Así no habría sido de utilidad para los pacientes». Posteriormente, le empezó a frustrar la impotencia de la cirugía frente a las enfermedades incurables. «Empezó a dudar de su vocación. Se dio cuenta de que, en cuanto a salvar vidas, la cirugía no resuelve los misterios persistentes de la medicina», cuenta Prashant Nair en la revista americana PNAS (National Academy of Sciences). De esta manera, tras licenciarse en la Universidad de Kobe y pasar dos años trabajando en un hospital, Yamanaka dejó la clínica por el laboratorio, con un doctorado en Farmacología en la Osaka City University. Movido por este interés por la investigación pasó tres meses, aparentemente banales, haciendo prácticas de medicina legal, entre autopsias y pruebas de alcoholemia. «Pero siempre me he considerado un médico», dice a día de hoy. Siempre pensaba en los pacientes: «Mi objetivo era llevar la tecnología de las células madre a las camas de los hospitales».
En busca de un lugar. Se quedó prendado de la genética al toparse con un artículo sobre los ratones knockout, «creados» en un laboratorio. Por eso se trasladó a EEUU. Pero no tenía ningún contacto, por lo que envió unas treinta cartas a universidades y especialistas, tomando los nombres de las revistas, para conseguir un post-doctorado. Sólo le respondieron del Instituto Gladstone de San Francisco, donde se concentró en los ratones transgénicos: «El objetivo era dominar las técnicas para generarlos». Pero el descubrimiento de una extraña enzima, la Nat 1, captó de repente toda su atención. Era fundamental en la diferenciación de las células embrionarias del ratón, pero no se entendía su funcionamiento.
En 1996, antes de resolver este misterio, Yamanaka tuvo que dejarlo todo. «Me habría gustado quedarme en EEUU para siempre, pero mi mujer quería que mis hijas hiciesen primaria en un colegio japonés». Es la realidad la que llama, así que se volvió a Osaka, llevando consigo algunos ratones knockout. En ese momento las células embrionarias «habían dejado de ser un instrumento de investigación para convertirse en protagonistas». Quería comprender cómo llegan a adoptar «destinos» específicos, es decir, a convertirse en células del corazón, del hígado o del cerebro. Pero la respuesta del mundo académico a su proyecto fue poco entusiasta. En aquella época, el interés por las células madre era escaso y muy pocos podían entender su investigación. En 1999 sólo encontró trabajo en el Instituto de Ciencia y Tecnología de Nara, en un laboratorio muy pequeño para tres personas. Todo ello sin un hospital universitario que le pudiera proporcionar células embrionarias. A partir de ahí y en solamente siete años, alcanzó el objetivo que ha cambiado la historia de la ciencia.
Yamanaka siguió el consejo que le dio un profesor de San Francisco: «Hace falta tener visión de futuro y trabajar duro». Nunca eludió el trabajo, pero una visita casual a un amigo suyo en una clínica de fertilidad le ayudó a tener una visión más clara. Mientras charlaban, le enseñó un embrión con un microscopio. «Lo miré y pensé que la diferencia entre aquellas células y mis hijas era mínima», dijo en una entrevista al New York Times en el año 2007. «Me dije a mí mismo que lo ideal sería poder devolver las células a su estado pluripotencial sin destruir embriones humanos. Había que buscar una vía alternativa». Él no estaba ahí con una preocupación ética o apoyando una postura a favor o en contra, sino que, mirando la realidad, fue hasta al fondo y vio dónde debía «pararse». En un límite que ampliaba la inteligencia. Siguiendo los hechos como un niño, desarrolló una capacidad para ver lo que hay dentro de las cosas que los demás sólo pueden soñar.
«Ha realizado un esfuerzo enorme, un trabajo ingente. La lógica que él ha revolucionado estaba consolidada; por eso ha sido un aventurero, porque todos pensaban que era imposible, también yo», dice desde el Instituto Riken de Yokohama a Huellas el italiano Piero Carninci, que vive en Japón desde hace 17 años y es uno de los máximos expertos en genómica, al cual debemos, con la colaboración de otros 190 científicos, el mapa del ADN humano. «Yamanaka es un hombre enérgico y decidido. Nunca ha hecho caso de las burlas, lo que nos enseña a todos nosotros. No se puede vivir aceptando algo sólo porque se dice desde siempre. Su trabajo ha desmentido todos los estudios previos porque tuvo una intuición y la siguió. Ahora bien, decirlo es muy fácil, pero es una experiencia muy dura porque hay que confrontarse continuamente con otros científicos y desafiarlos sobre el hecho de que hay una realidad diferente de la que ellos ven».
Un aventurero. Este hombre de cincuenta años, aunque no los aparenta, ama el deporte y lleva ropa informal, es «muy tímido y esquivo, habla despacio y mira hacia abajo», cuentan en la Fundación Premio Balzan, los primeros en descubrirle en Italia. No acude como invitado a la televisión; no habla de otra cosa que no sea su trabajo; si se divaga, reconduce el tema: sabe que ya se le considera una suerte de «embajador» de su país en el mundo, por lo que el Gobierno protege sus investigaciones y cuida su imagen con un protocolo muy complicado cuando viaja al extranjero. Nunca deja de agradecer a su nación el apoyo económico. Pero cuando se le escapa alguna broma, inusual en el mundo académico oriental, revela una cierta nostalgia de América, algo que nunca ha negado: «Allí nadie se preocupaba por mi pasado, por lo que había hecho o dejado de hacer antes. Científicos muy célebres me hablaban como a un compañero, sin ningún tipo de problema».
«He tenido suerte». Los primeros resultados de su investigación sorprendieron al mundo científico en un congreso en Toronto en el año 2006, en el que él y su equipo demostraron que las células adultas también mantienen, de forma latente, el potencial ilimitado que tenían en el estado embrionario. Su trabajo consistió en encontrar la fórmula genética que despertase este potencial. Con la publicación de los estudios en la revista Cell, en el mismo año, empezaron a circular los rumores del Premio Nobel. Sin embargo, él se sorprendió cuando un domingo por la mañana, el pasado 7 de octubre, sonó el teléfono mientras hacía las tareas domésticas. El país estaba preparado y, en cuestión de poquísimo tiempo, se empezaron a emitir programas y reportajes. Las imágenes siempre eran las mismas: él con una bata blanca analizando muestras con el microscopio. Yamanaka admite ser «un maníaco del trabajo», pasa en el laboratorio de 12 a 16 horas cada día, en el campus es conocido por comer solo y rápido, para después cenar con su equipo y por la noche ir otra vez al laboratorio. Cuando le preguntan por el secreto de su éxito dice que sólo tiene «una gran propensión por el riesgo». Pero añade que, además, le ha ido bien: «Conozco científicos que trabajan más duro y que son más inteligentes que nosotros. Hemos tenido muchísima suerte». Habla de sí mismo y de sus colaboradores, que son alrededor de veinticinco y todos jóvenes recién licenciados o del postdoctorado.
Sólo hicieron falta cinco años para seleccionar los genes que podían inducir la pluripotencialidad: con cientos de candidatos, el número de combinaciones posibles era casi infinito. Al final, eligieron a 24, los más prometedores. «Fue casi como elegir un billete de lotería», dice: «Tuve la suerte de comprar el bueno». Sólo cuatro de ellos demostraron una habilidad casi mágica para reajustar el reloj del crecimiento en las células de los ratones. Después, el reto era reproducir la reprogramación en las células humanas, pero fracasaron durante meses. Trabajaban probando, con cambios muy pequeños que realizaban poco a poco, como usar o no usar el gel para el cultivo, hasta que asistieron a la transformación. A partir de ahí, surgieron nuevos pasos a seguir, como eliminar el gen Myc, que puede causar tumores. Todavía hoy queda mucho por descubrir. Uno de sus primeros comentarios tras el anuncio del Premio Nobel fue: «Aún no he terminado mi trabajo».
La solución de Yamanaka nace también de avances que no son suyos, que le han precedido. Desde 1962 (año de su nacimiento), otro ganador del Premio Nobel, John Gurdon creó ranas en el laboratorio mediante la transferencia nuclear. Desde entonces, ha sido una historia de aproximaciones, en la cual los investigadores han sospechado desde hace tiempo que existe un factor misterioso, capaz de reprogramar el núcleo de una célula. Pero siempre se les ha escapado, hasta que llegó él. Mientras en Japón se imprimen calendarios con la fecha histórica del Nobel, «él ha conquistado la opinión pública y ha puesto en el punto de mira a la investigación de base, siempre subordinada a la aplicada», concluye Carninci. A la espera de la aplicación terapéutica que, aunque presenta muchos problemas técnicos, tiene un potencial extraordinario – como remplazar los tejidos enfermos –, se ha abierto «gracias al trabajo de un hombre, una nueva era científica», como ha dicho el biólogo Angelo Vescovi, director científico del Hospital Casa Sollievo della Sofferenza en San Giovanni Rotondo.
Yamanaka pasa a la historia por su visión de la naturaleza. El acto de fijarse en aquel embrión a través del microscopio no fue un impulso ético, sino que, más bien, es la ética la que nace de la realidad observada. Fue la aceptación de un simple dato lo que después se convirtió en una hipótesis potentísima. En una homilía de 2008, el cardenal americano Justin Francis Rigali hizo alusión a Yamanaka: «Si Dios puede utilizar un embrión indefenso para cambiar la vida de un hombre, entonces puede usarnos también a nosotros, con todos nuestros límites y debilidades».
“LA REVOLUCIÓN”
UNA NUEVA ERA. John Gurdon (79 años) y Shinya Yamanaka (50), ganadores del Premio Nobel de la Medicina y la Fisiología. Sus descubrimientos han tenido un éxito jamás obtenido con las células de los embriones humanos. Es posible lograr avances científicos asombrosos preservando la integridad de la vida humana.
1962: JOHN B. GURDON
- Toma una célula germinal de rana y le quita el núcleo
- Toma una célula adulta del intestino de un renacuajo e inserta el núcleo en la célula germinal de rana
- La célula germinal da vida a una rana normal
- La «transferencia nuclear» dará lugar a la oveja Dolly, clonada por IanWilmut (1996). Es una técnica ya abandonada porque no sirve para los humanos
2006: SHINYA YAMANAKA
- Estudia los genes fundamentales para la supervivencia de las células embrionarias del ratón. Selecciona cuatro capaces de reajustar el crecimiento de las células
- Inserta los genes en el núcleo de una célula adulta (tomada de la piel del ratón)
- Las células se vuelven primitivas: son las células iPS (células madre pluripotenciales inducidas)
2007
Solamente un año después, Yamanaka anuncia la «reprogramación» de células humanas (como ilustra la gráfica de abajo). Las células iPS también pueden diferenciarse en neuronas que tienen la misma capacidad que aquellas obtenidas de las células madre embrionarias
- Con una biopsia se toman células adultas de la piel de los pacientes
- Durante el cultivo in vitro, se insertan en las células los genes que provocan la reprogramación
- Las células se convierten en iPS en cuestión de cuatro semanas. Para que proliferen hacen falta otras dos semanas. Finalmente, son necesarias otras cuatro para diferenciarlas en cualquier tejido
- Las aplicaciones para el uso clínico se encuentran en fase de estudio y son potencialmente inmensas: desde la regeneración de los tejidos hasta el estudio de las enfermedades
La gran ventaja de las células iPS (en la imagen) es que se pueden generar a partir de células del propio paciente, es decir, con el mismo grupo genético, sin riesgo de rechazo. Dado que el proceso de preparación es muy largo y costoso, Yamanaka ha pensado en crear bancos de células, siguiendo el modelo de las de la sangre. Así están disponibles para el trasplante.
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