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Huellas N.10, Noviembre 2012

UN DÍA EN... Cotignac

En casa de san José

Paola Bergamini

Es el único lugar del mundo donde se apareció el hombre que cuidó de Jesús durante su infancia. Dijo una sola frase. E hizo fluir una fuente que, cuatro siglos después, sigue allí, donde ahora visitamos un monasterio de clausura, encontrándonos con una amistad preciosa que nació y continúa como un verdadero regalo

«Mamá, acuérdate de meter en el bolso la hoja con las intenciones que me dio tu amiga para san José. Está en el mueble de la entrada». Mirando por la ventanilla del coche las colinas del Var en la Provenza francesa, me vienen a la mente las palabras de mi hijo, aún medio dormido, a primera hora de la mañana. Uno nunca deja de pedir, para sí mismo y para las personas que quiere. Con los años, la oración se llena cada vez más de afecto humilde. Así lo veo también hoy en Cotignac, el único lugar en que la Iglesia reconoce que se apareció san José, en1660, haciendo manar una fuente de agua milagrosa. Hoy pasaremos el día con él y con las monjas de clausura benedictinas, que desde 1977 viven en el monasterio junto al santuario.
«Hemos llegado», me dice Adele, mi compañera y chófer en este viaje. Hace cinco años, Adele, con algunas amigas de la Fraternidad de San José (la compañía vocacional que nació del carisma de don Giussani que reúne a personas llamadas a vivir la virginidad, mientras siguen viviendo en su casa y desempeñando sus trabajos; ndr.), vinieron aquí en peregrinación tras enterarse de la aparición y conocieron a las hermanas. Antes del verano, me dijo: «Vamos a verlas dos veces al año. Les hemos llevado los libros de don Giussani. Para nosotras, ir a verlas es siempre reconfortante. Es una amistad entrañable. Tienes que conocerlas, iremos contigo».
Y aquí estoy, con estas seis compañeras de viaje hasta hoy desconocidas. Dejamos el pueblo atrás y tomamos un camino estrecho entre hileras de viñedos. Después de una curva, en medio de un bosque en la ladera de la montaña, aparece el “Monastere la Fonte Saint Joseph du Bessillon”. Pocos minutos más y llegamos. Algunos peregrinos salen de la iglesia. «Ahí está la fuente», me dice Irene. Casi al nivel del suelo, frente a la puerta del monasterio, hay un grifo encastrado en el muro, bajo una inscripción: «Sacaréis agua con gozo de la fuente de la salvación» (Isaías 12,3). Detrás, en una hornacina, la estatua de san José, con un cesto al lado lleno de papelitos en el que cada cual deja sus peticiones. Todo es sencillo, esencial, diría que pobre. Pero no es la palabra adecuada. El silencio es impresionante, te envuelve.

De Medea a Bessillon. En el monasterio nos espera una hermana que estará con nosotros durante un par de horas, hasta el rezo de las Vísperas. Nada más ver a mis amigas, sonríe feliz, las abraza una a una llamándolas por su nombre. Pregunta por las que no están. «¿Cómo estás?», pregunta Adele. «Hemos tenido hace poco los Ejercicios sobre las virtudes: sobre todo la de la humildad, que es fundamental para san Benito. Es difícil». «¿Por qué?», le pregunto. «La humildad es una virtud que debe renovarse en cada momento, crees que la has alcanzado y sin embargo siempre te lleva a ir más allá. La humildad es la pobreza completa, es decir, ser meros receptores del amor de Dios. No somos gestores de los dones de Dios».
Una mirada vivaz, transparente, la de esta monja que me pide que no escriba su nombre. «No es importante, créame. No somos nosotras las que debemos aparecer». Me cuenta la historia de su vocación, su historia. Vivía en la región de París. Se licenció en Filosofía y dio clase durante 13 años. «Se me daba bien la enseñanza, pero sentía que era demasiado poco lo que hacía por los demás, aunque diera el máximo. De pequeña había sentido la llamada de san Benito». En 1979 llegó a Bessillon, donde dos años antes se había trasladado la comunidad de 13 monjas benedictinas, con la aprobación de la Congregación romana de religiosos, por problemas de seguridad que les obligaron a dejar el convento de Medea, en Argelia (véase el apartado en la pág. 39). Fue la primera novicia. «Debido a la Revolución Francesa, el convento había sido abandonado y estaba en condiciones pésimas. Había que reconstruirlo todo. Hubo muchos benefactores que nos ayudaron. Recuerdo la ofrenda que todos los meses nos enviaba un camarero de Marsella. Un famoso arquitecto, Fernand Pouillon, ofreció su trabajo gratuitamente porque tenía fe en el proyecto inicial. Nos decía que esta sería su mejor obra».
¿Qué tienen en común san José y san Benito? «Ambos son amantes del silencio, del servir, del amar a Cristo en plena humildad. La ocultación de san José y el ideal de san Benito. Una humildad profunda, cordial. Por eso ambos fueron padres: el uno, protector de la Iglesia; el otro, de Europa. En Medea había una estatua de san José, pero nadie sabía de la aparición. Él nos llevó a Cotignac. San José hizo también que nos encontráramos con vosotros y con vuestro movimiento». Luego añade, mirando a mis amigas: «Cuando os conocimos, nos dimos cuenta de que no erais como los demás peregrinos. Había una búsqueda espiritual muy profunda, un amor a la Iglesia que nos unía. ¡Y luego nos trajisteis los libros de don Giussani!». ¿Qué os llamó la atención? «El significado de lo humano, del hombre a la luz de la Encarnación».
La maestra de novicias, que sabe italiano, ha usado para sus lecciones el libro ¿Se puede vivir así? «Se dio cuenta de que a las monjas les encantaba ese texto porque nadie habla de la libertad como Giussani». ¿Y usted? «Yo sentía curiosidad, así que leí Educar es un riesgo: fue un flechazo. Nunca he leído un libro como ese. Ahora estoy leyendo El sentido religioso. Para mí, la intuición fundamental de esos libros es la contemporaneidad de Cristo. Como en la regla de san Benito. Del mismo modo, Giussani propone un camino, un camino de fe». Se detiene un momento y levanta los ojos hacia una imagen de Benedicto XVI colgada en la pared. «Mira, escucho al Papa, leo a don Giussani, y encuentro una profunda correspondencia. Es impresionante. Este Pontífice no deja de sorprenderme».
Recientemente el Papa ha convocado el Año de la Fe, ¿qué significa eso para vosotras, que sois monjas de clausura? «Significa profundizar en nuestra vocación. Todos los días hay que convertirse. La conversión es llegar a vivir de la fe». No me basta, quiero entenderlo mejor. ¿Qué quiere decir vivir de la fe? «Procurar ver a las personas, los acontecimientos y el mundo con la mirada de Cristo. Es un camino que no te deja tranquilo. Eso nos pide el Papa. En un monasterio contemplativo como el nuestro, significa entregarnos por entero a Dios para que otros reciban su gracia. Además se nos concede tocar con nuestras manos el Misterio, ver cómo actúa. A veces Dios se manifiesta a través de los que nos escriben para darnos las gracias por nuestras oraciones. Pero por nuestra parte todo es gratuito. Los demás sólo podrán “beneficiarse” si nosotras vivimos con verdadera libertad. Por eso necesitamos vuestras oraciones». Estas palabras resultan tan vertiginosas y al mismo tiempo tan concretas que es imposible no pensar que estas hermanas viven en el corazón del mundo. «Perdonad, voy a llamar a la madre superiora, que os quiere saludar. Os he preparado algo de beber».

El drama de la afectividad. «Vaya ráfaga de preguntas», me dice Irene, mi traductora. Es verdad. Al cabo de cinco minutos, llega la madre superiora. Mira a Giovanni, el fotógrafo, que no deja de disparar. «¡Es una ametralladora!», suelta riendo. Él también se echa a reír. Les comprendo, porque es llamativa la energía de esta mujer, una de las hermanas que vinieron de Argelia. Me presentan, y me dice: «En Traces (la edición francesa de Huellas) he seguido con mucho interés la información sobre las elecciones americanas. Hay que estar informados de lo que sucede en el mundo. Nosotras no tenemos mucho tiempo para leer. Tenemos L’Osservatore Romano y... Traces». Luego toma los libros de Giussani en francés que hemos llevado. Abre El rostro del hombre y suspira: «La ascesis: el drama de la afectividad. ¡Esto es fundamental! Llevo tiempo rezando para encontrar a alguien que predicara sobre este tema». Y explica. «Hablo desde un punto de vista cristiano. Durante mucho tiempo, la afectividad ha quedado encerrada en la moral del deber, comprimida, por lo que respecta a la Iglesia francesa, dentro de una óptica jansenista. Con santa Teresita se pasó de este tipo de moral a la que nace continuamente del atractivo de Dios. Dios nos dio un corazón para usarlo, para que manifestemos su amor. Comprendo por qué Pío XI definió a santa Teresita como la mayor santa de los tiempos modernos. Hoy, sin embargo, se vive una afectividad desmedida, contradictoria. ¿Entiende por qué es tan importante este texto de don Giussani?». Lo entiendo. El tiempo se nos va acabando. La campana toca a Vísperas. Volvemos a encontrarnos en la iglesia. También aquí está sólo lo esencial. El mármol del altar y la alfombra vinieron con las primeras monjas desde Argelia. En una hornacina, la estatua de san José más antigua de Cotignac. Al otro lado de la verja que delimita la clausura, escuchamos el canto de Vísperas en gregoriano. El silencio se llena de oración. De la mía también, a pesar de que escucho y no abro la boca.
A la mañana siguiente regresamos. La misma hermana nos espera con dos grandes libros repletos de fotos: es su historia, de Medea a Cotignac. Los trabajos de restauración, la consagración, los familiares, los amigos, los benefactores que se han ido sumando. Ojeándolo, veo en una foto a la historiadora medieval francesa Régine Pernoud. ¿Tantos peregrinos vienen al santuario? «Llegan desde toda Francia, y no sólo. Entre junio y septiembre todos los fines de semana se suceden las peregrinaciones de padres, madres, esposos que no pueden tener hijos, gente que aún no ha encontrado su vocación, abuelos. Les vemos llegar en procesión. Es una tradición preciosa. Todos dejan sus intenciones escritas en un papelito. Pero una cosa está clara: nosotras no organizamos nada. Si llaman al convento y nos preguntan, les hablamos de la aparición. Pero nuestra obra es otra». ¿Cuál? «La regla de san Benito dice: no anteponer nada a la obra de Dios es no anteponer nada al amor de Cristo. Por tanto, la obra de Dios es Cristo. Cristo está en el centro de nuestra vida. La liturgia de la Iglesia le hace presente las 24 horas del día. Por eso nuestra jornada está tejida de oración. No me gusta decir marcada, parece casi algo “administrativo”. Dedicamos al trabajo casi cinco horas repartidas a lo largo del día. Yo ahora, con vosotros, estoy trabajando. Es una ocupación preciosa». El tiempo “de trabajo” ha terminado. Nos despedimos. Vuelvo a verlas una última vez en la eucaristía.
Antes de irnos, delante de la estatua de san José, escribo mis intenciones. Me doy cuenta que son muchas. Las dejo allí todas.


«SOY JOSÉ, QUITA ESA PIEDRA Y BEBE»

El 7 de junio de 1660, Gaspard Ricard, un joven pastor, estaba en el monte Bessillon, situado en la provincia del Var, en la Provenza francesa, donde pastaban sus ovejas. Hacía mucho calor y tenía sed. De pronto se le apareció un hombre de estatura imponente que, señalando una roca, le dijo: «Soy José, quítala y bebe». Gaspard obedeció, movió la gran piedra sin esfuerzo y de repente empezó a fluir una fuente de agua fresca. El hombre corrió hacia el pueblo, Cotignac, y contó lo sucedido. Desde todos los rincones de la región acudían los peregrinos. Fueron muchas las curaciones.
En el lugar de la aparición se construyó un oratorio. En 1663 se consagró una capilla más grande para acoger a un mayor número de fieles, la misma que hoy permanece. Aquella capilla se confió a los padres orantes de San Felipe Neri, que ya estaban a cargo de la iglesia de Nuestra Señora de las Gracias en Cotignac, y que construyeron un convento al lado. Con la Revolución Francesa, tuvieron que abandonar la capilla y el convento. Gracias a la devoción de los vecinos y de los padres de Nuestra Señora de las Gracias, la capilla permaneció en pie, mientras que el convento quedó en ruinas.
En 1975, las benedictinas del monasterio de Medea, en Argelia, tuvieron que dejar el país por motivos de seguridad. Desembarcaron en Marsella. Visitaron varias capillas hasta que encontraron la iglesia de san José y el convento derruido. Fueron a ver al obispo que, sorprendido, les dijo que llevaba mucho tiempo rezando para encontrar a alguien que reabriese la iglesia y el convento. Les confió todo y en marzo de 1976 comenzaron los trabajos de restauración.
El 3 de diciembre de 1978, monseñor Barche, obispo de Frejus Toulon, consagró el altar que las benedictinas habían llevado desde su viejo monasterio en Argelia.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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