La libertad de la práctica religiosa y la supervivencia de la razón pueden depender de la capacidad de soportar insultos y mentiras
Uno de los ejemplos más irritantes que se suelen citar cuando se habla de libertad de expresión es el de la prohibición de gritar «¡Fuego!» en un teatro abarrotado. ¿Tiene sentido esta prohibición si el teatro efectivamente está ardiendo? ¿Debemos callarnos para no desatar el pánico? Es absurdo. Si el teatro arde, tenemos la obligación de advertir a la gente de lo que está pasando, gritando la verdad lo más alto posible.
Obviamente esta es otra manera de considerar la cuestión de la libertad de expresión – quiero decir, distinta de la norma que impone la sociedad actual – que oscila entre considerar la libertad de expresión como un valor absoluto y tratar de definirla en relación a la salvaguarda de la paz o de lo políticamente correcto. De este modo se celebra la libertad hasta que se colapsa junto a otros valores sobreestimados de nuestro tiempo – por ejemplo la pretensión de algunos grupos minoritarios de quedarse al margen de las normas culturales del país que les acoge –; y, entonces, un río de miles de bomberos liberales acaba barriéndola del mapa.
Recientemente hemos tenido que volver estas cuestiones a propósito del debate sobre el vídeo Innocence of Muslims, ante la renovación de fuertes polémicas a raíz de las representaciones del profeta Mahoma en unas viñetas.
Claro está que la verdad no es una cuestión de menor importancia. Pero, ¿quién decide qué es verdadero y qué no lo es? ¿Cómo se puede establecer si alguien está manifestando con sinceridad lo que el considera verdadero? ¿Puede ser este el criterio?
No lo creo. A veces nos vemos obligados a soportar lo que sabemos es mentira o deshonesto por defender el derecho de todos a expresarse. Aunque no parezca del todo razonable, de ello depende la supervivencia de la razón.
Creo que los cristianos deben ser prudentes al suscribir la tendencia actual de reforzar la legislación que limita la «incitación al odio religioso». A menudo los cristianos sufren ofensas por parte de agnósticos y ateos, y entonces se tiene la tentación de buscar la solidaridad de los que profesan otros credos y sufren lo que parece el mismo género de ofensas. Pero hay que ser cautos. Cualquier concepto puede suponer una provocación. Cualquier palabra encierra un potencial ofensivo. El derecho a vivir públicamente la propia fe, a practicarla y testimoniarla, podría un día llegar a depender de nuestra voluntad de soportar la ofensa de hoy haciendo como si no pasara nada o esbozando una media sonrisa. Si los hombres de cualquier credo ceden a la tentación de limitar la libertad de otros de reírse de ellos o criticarles, su victoria será un arma de doble filo. Las restricciones que defienden pueden volverse contra su derecho a testimoniar públicamente su fe en Dios. Si empezamos a poner límites al concepto de libertad, tenemos que aceptar que otros también añadan su propios límites, y al final la libertad de cada cual se verá reducida, quizás hasta negada totalmente.
El que una persona particular o un grupo esté dispuesto a reaccionar de forma extrema a un insulto o a una ofensa no significa que la posibilidad de expresar una provocación sea en sí un problema. La amabilidad es algo maravilloso, pero no por eso debe ser obligatoria. El derecho a expresar lo que creemos, sin reparos, es una potestad absoluta para todos, porque es constitutiva del ser humano. Punto.
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