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Huellas N.9, Octubre 2012

IGLESIA / Concilio Vaticano II

Volver a comenzar a partir de alguien presente

Luca Fiore

¿Por qué motivo se quiso celebrar el Concilio justo en aquellos años? ¿Y por qué su interpretación se ha convertido en campo de batalla? El 11 de octubre de 1962 se abría un acontecimiento que ha marcado la vida de la Iglesia, ratificando la centralidad de Cristo. El historiador FIDEL GONZÁLEZ explica los motivos de la actualidad del Concilio

«¿La actualidad del Concilio? Volver a proponer las cuestiones fundamentales del cristianismo: la presencia de Cristo obrando hoy en el mundo». El padre Fidel González Fernández, docente de Historia de la Iglesia en la Pontificia Universidad Urbaniana de Roma, no usa giros de palabras para describir la importancia del Concilio Vaticano II en el 50 aniversario de su apertura. Se han llenado bibliotecas enteras, se han organizado infinidad de congresos, se ha polemizado hasta el aburrimiento. Sin embargo, el significado del Concilio se podría resumir así, como la voluntad de volver a proponer de nuevo lo que la Iglesia siempre ha profesado: la fe en Jesús resucitado. ¿Pero por qué precisamente en aquella época? ¿Y por qué con esta decisión? «La historia de la Iglesia sigue el mismo recorrido que la historia social de los pueblos, con sus luces y sombras, sus momentos dramáticos, cambios de época y de profunda crisis», explica Fidel González.

El soplo del Espíritu. Eran las 10.30 del 25 de enero de 1959, cuando el servicio de prensa del Vaticano difunde una nota en la que se anunciaba la convocatoria por parte del Papa Juan XXIII del vigésimo primero Concilio ecuménico, que se abriría solemnemente el 11 de octubre de 1962. Habían pasado 17 años del fin de la Guerra Mundial, la Guerra fría está en su momento cumbre. «Ya a principios de los años veinte, Romano Guardini hablaba del final de la época moderna. Esa época que había inaugurado la Revolución francesa y que concluía trágicamente con la hecatombe de la Primera Guerra Mundial, ante la cual se hace pedazos toda la ideología positivista y la fe en el progreso. A partir de este momento se abre un periodo muy triste y, en el fondo, desesperado. Dentro de la Iglesia progresivamente, sobre todo entre las personas más vivas, se pregunta: “¿Cuál es nuestra misión en un mundo tan desesperado?».
Puede parecer extraño que la Iglesia se ponga en tela de juicio. ¿Fue un momento aislado? «Para nada. Es una constante que atraviesa toda la historia de la Iglesia», continúa el padre González: «En los momentos de confusión, la comunidad de los cristianos siente la necesidad de detenerse y volver a plantear su propia tarea. Sucede en Nicea en el siglo VIII. Sucede en Trento tras el cisma protestante del siglo XVI, y en Roma con el Concilio Vaticano I en 1870. Si bien en todos estos casos, la decisión de celebrar una asamblea de este tipo no nace de la intuición de un momento, sino de una conciencia progresiva de la necesidad, en un mundo perdido, de volver a empezar del Único, que es Cristo».
¿Era una exigencia sólo de la jerarquía o también del pueblo? «Esta conciencia estaba presente sin duda, aunque en diferente medida, en la gran parte de los obispos», continúa el padre González: «Pero también en los grandes teólogos: de Henri de Lubac a Hans Urs Von Balthasar, pasando por el joven Joseph Ratzinger. También entre los intelectuales, escritores y periodistas católicos, había empezado a madurar esta necesidad. Pero seguramente también la gente común percibía que, en muchos casos, la fe se vivía como algo alejado de las exigencias de la vida».
En definitiva, el Concilio Vaticano II no se injerta como una prótesis en un cuerpo exánime. «Todo lo contrario. En vísperas de este gran evento, sucedió lo que había pasado antes de todos los demás grandes concilios: el Espíritu Santo dona a la Iglesia nuevos carismas que corresponden de modo especial a cada momento histórico. Pensemos en el monaquismo de los primeros siglos, en los franciscanos y los dominicos en el Medievo, en los jesuitas tras la Reforma protestante. Así, antes del ‘59 habían ya nacido el Centro Internacional Milicia de la Inmaculada fundado por Maximiliano María Kolbe en 1917, el movimiento Luz y Vida en Katowice, Polonia, en 1942, el movimiento de los Focolares en Trento en 1943, Comunión y Liberación en Milán en 1954. Después, tras la clausura de los trabajos del Concilio, el Espíritu sigue soplando y es el turno del Camino Neocatecumenal en España en 1964, las Comunidades del Arca en Francia el mismo año, la Renovación del Espíritu en los Estados Unidos en 1967 y muchos más. Estas experiencias muestran que el cristianismo no es una abstracción, sino que pasa a través de rostros concretos que generan realidades de comunión que, tomando en serio el encuentro con Jesús, a su vez son capaces de hacer perceptible la presencia de Cristo a todos».
En 1965, al final del Concilio, la Iglesia obtiene en herencia cuatro constituciones, nueve decretos y tres declaraciones. Las constituciones, en particular, son el punto máximo del trabajo de los padres conciliares. Tras la Sacrosanctum Concilium (1963), que puntualiza la reforma litúrgica, se publican la Lumen Gentium (1964) sobre la naturaleza de la Iglesia, la Dei Verbum (1965) sobre la Palabra de Dios y la Gaudium et Spes (1965) sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo. Pablo VI fue quien cerró los trabajos, ¿qué papel jugó? «Fue decisivo. Los trabajos se desarrollaron a veces de modo dramático. En el caso del Papa Montini veo claramente la asistencia del Espíritu Santo: llegó de hecho a superar inmensas dificultades y se opuso a las tendencias que aparentemente podrían parecer predominantes. Tendencias que llevaron a formas de extremismo a los que decidieron seguirlas. Montini, en cambio, supo mantener el rumbo. Pienso sobre todo en el tema de la relación entre el Papa y los obispos y las cuestiones referentes a la biología humana. No por casualidad, en los años siguientes, tuvo que combatir para que se aceptase – incluso por una parte de obispos – un texto como la Humanae vitae».

Reforma y continuidad. En los años que siguieron la interpretación del mensaje del Concilio se convirtió en un campo de batalla. Tanto que, todavía en 2005, ante la Curia romana, Benedicto XVI se preguntaba: «¿Por qué la recepción del Concilio, en grandes partes de la Iglesia, hasta ahora se ha desarrollado de una forma tan difícil?». El choque, recordaba el Pontífice, se había dado entre dos visiones contrarias «que se han encontrado enfrentadas y han luchado entre ellas»: la hermenéutica de la “discontinuidad y de la ruptura” y la de la “reforma de la continuidad”. La primera, según Ratzinger, ha causado confusión, la otra, silenciosamente pero cada vez más visiblemente, ha dado sus frutos. «La idea de que el Concilio introduce una censura neta al pasado ha dado origen a dos posiciones ambiguas y de sentido contrario», concluye el padre González: «Por un lado, los entusiastas que piden cada vez más renovación, por otro los que denuncian una disolución de la identidad eclesial pidiendo un “regreso al orden”. Ambas posiciones dejan fuera el hecho de que la Iglesia, en aquella ocasión, no hizo otra cosa que ratificar cuanto ha dicho a lo largo de su historia. Fue una ayuda para redescubrir que nuestra misión de cristianos es la de volver a proponer el acontecimiento de Jesucristo como algo que corresponde a las exigencias más profundas del corazón del hombre».


«Cristo es la luz de los pueblos. Por ello
este sacrosanto Sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea ardientemente iluminar a todos los hombres, anunciando el Evangelio a toda criatura con la claridad de Cristo que resplandece sobre la faz de la Iglesia»
(Lumen Gentium, 1)


CIFRAS Y FECHAS
1962 año de inicio del Concilio

1965 año de su finalización

2.450 participantes

16 documentos: 4 constituciones, 9 decretos y 3 declaraciones

20 Concilios celebrados antes del Vaticano II


“PROTAGONISTAS”

Testigos del Concilio

El mejor camino para acercarse al Vaticano II es aprender su significado escuchando a sus protagonistas. Una guía segura para todos son los Papas de estos últimos 50 años

GABRIEL RICHI ALBERTI*

En estos días se multiplican los comentarios, las quejas, las acusaciones, los deseos... todo ello en torno a ese acontecimiento que, desde hace cincuenta años, ha marcado con profundidad la vida de la Iglesia: el Concilio Vaticano II.
En efecto, el 11 de octubre de 2012, fecha que Benedicto XVI ha elegido para comenzar el Año de la Fe, coincide con el cincuenta aniversario de la apertura del último concilio ecuménico de la historia de la Iglesia: exactamente el vigésimo primero.
Esta circunstancia ha visto el recrudecimiento de un intenso debate en torno al Vaticano II. No falta quien, a menudo con el apoyo de medios de comunicación partidistas, acusa a la Iglesia – con los Papas a la cabeza – de haber traicionado las grandes intuiciones conciliares, como si el mismo día de la clausura del Concilio (el 8 de diciembre de 1965) hubiese comenzado un movimiento de resistencia a la renovación que proponía. En el extremo opuesto, encontramos las voces de quien, con más insistencia que en otros tiempos, consideran que el Vaticano II es responsable, más o menos consciente, de la crisis que las comunidades cristianas han sufrido en las últimas décadas. Finalmente, para muchos cristianos el Concilio y su enseñanza son, desgraciadamente, un puro eslogan o una efeméride histórica: en cualquier caso algo sin influencia alguna para la vida.
¿Qué camino podemos recorrer para abrirnos paso en medio de esta selva de opiniones y, sobre todo, para acoger – “recibir (receptio)” se dice en sentido técnico – el don que ha sido el Vaticano II para la Iglesia de nuestro tiempo? Dejamos a los especialistas las discusiones sobre cuál es la hermenéutica conciliar correcta. La vía válida y fecunda para todos nos la ofrece el método de conocimiento de la realidad más rico y adecuado que existe: la vía del testimonio. Sólo el testimonio, en efecto, nos puede decir en última instancia quién es la Iglesia y qué ha querido decirnos de sí misma en el Vaticano II. Porque la Iglesia es un sujeto, un pueblo, una realidad personal. Y sólo se conoce a las personas encontrándose con ellas y acogiendo el testimonio que nos ofrecen de sí mismas.
Para acercarse al Vaticano II, por tanto, el mejor camino es aprender su significado escuchando a sus protagonistas, es decir, seguir las indicaciones de testigos privilegiados. Ellos nos dicen, con gran claridad y también con rigor teológico, la naturaleza y el valor de este acontecimiento eclesial.
Entre todos los testigos posibles, elegimos a cuatro de los cinco Papas que el Señor ha regalado a la Iglesia en estos cincuenta años. Son una guía segura para todos nosotros.

La intuición del Beato Juan XXIII
Se ha escrito mucho sobre la intuición y la intención del Papa bueno respecto al Concilio. Pero él, ¿cómo comprendió su propia iniciativa? En el mensaje radiofónico del 11 de septiembre de 1962, un mes antes del comienzo de los trabajos conciliares, Juan XXIII describió el Vaticano II con las siguientes palabras: «¿Qué es siempre, en efecto, un concilio ecuménico sino la renovación de este encuentro de la faz de Jesús resucitado, Rey glorioso e inmortal, que irradia sobre toda la Iglesia, para salud, alegría y esplendor de las gentes humanas?». De este modo, el Papa ofreció las claves fundamentales para comprender la verdad del Concilio: nace de la presencia de Cristo Resucitado en la historia; tiene la naturaleza de un encuentro entre el Resucitado y la Iglesia; su horizonte y finalidad es el bien de los hombres, su salvación. Cristocentrismo e índole pastoral (misionera) serán las palabras que usará la teología para referirse a estas claves.

La fidelidad de Pablo VI
Pablo VI – cuanto más tiempo pasa, más se percibe – ha llevado fielmente a término la gran obra del Concilio profundizando las intuiciones de su predecesor y haciendo crecer la autoconciencia de la Iglesia a la luz de la Revelación. Montini, sin embargo, pagó un alto precio por esta fidelidad. Hasta el punto de haber sido acusado de rendirse ante el mundo: la crisis de aquellos años fue extremadamente dura también dentro de la Iglesia. ¿Cómo nos ayuda este testigo a la hora de reconocer una de las características propias del Vaticano II, es decir, su “pasión por el mundo”? Escuchemos las palabras del Papa en un discurso del 13 de enero de 1966: «La Iglesia del Concilio ha mirado al mundo un poco como Dios miró después de la creación su magnífica e ilimitada obra; vio Dios, dice la Escritura, que todas las cosas por Él creadas, eran bellísimas. Sí, la Iglesia ha querido hoy considerar al mundo, en todas sus expresiones, cósmicas, humanas, históricas, culturales, sociales, etc., con inmensa admiración, con gran respeto, con maternal simpatía, con generoso amor. Sí, así todas las cosas. No es que la Iglesia haya cerrado los ojos a los males del hombre y del mundo -el pecado, ante todo, que es la ruina radical, la muerte y luego la miseria, el hambre, el dolor, la discordia, la guerra, la ignorancia, la múltiple y siempre amenazante caducidad de la vida y de las cosas del hombre-; no ha cerrado los ojos a ellos, los ha mirado con crecido amor, como el médico mira al enfermo, como el Samaritano al desgraciado abandonado herido y medio muerto en el camino de Jericó». La pasión de la Iglesia por el mundo es el reflejo del amor del Padre por los hombres.

Cristo Redentor
El largo pontificado de Juan Pablo II ha sido donado a la Iglesia para hacer florecer, a través de una intensa llamada a la nueva evangelización, el don del Concilio. Desde los primeros instantes de su vuelta a Cracovia tras el Concilio, el arzobispo Wojtyla repetía que se consideraba “deudor” del Espíritu Santo por el inmenso don de la participación en el Vaticano II. En un discurso del 27 de febrero de 2000, Año del Gran Jubileo, el Papa subrayó de nuevo el significado del Concilio: «El concilio ecuménico Vaticano II fue un don del Espíritu a su Iglesia. Por esto motivo sigue siendo un acontecimiento fundamental, no sólo para comprender la historia de la Iglesia en este tramo del siglo, sino también, y sobre todo, para verificar la presencia permanente del Resucitado junto a su Esposa entre las vicisitudes del mundo». ¿Cómo renunciar a conocerlo y acogerlo?

El camino del presente
Desde hace algunos años todos citan el famoso discurso del Papa a la Curia Romana del 22 de diciembre de 2005. En dicha alocución, Benedicto XVI ofreció una clave sintética para la interpretación auténtica del Vaticano II. El Papa habló de «la ‘hermenéutica de la reforma’, de la renovación dentro de la continuidad del único sujeto-Iglesia, que el Señor nos ha dado; es un sujeto que crece en el tiempo y se desarrolla, pero permaneciendo siempre el mismo, único sujeto del pueblo de Dios en camino». Con estas palabras nos enseña que la Iglesia es una realidad personal y única que no se hace a sí misma – es un sujeto que el Señor nos ha dado – y que está llamada a crecer y a renovarse a lo largo de la historia para cumplir así su misión, es decir, para que todos los hombres de todos los tiempos puedan encontrarse con el Resucitado. He aquí de nuevo el horizonte propio del Vaticano II.

El testimonio de los grandes Papas que han guiado la “recepción” del Vaticano II en estos cincuenta años señala para todos nosotros una responsabilidad precisa: conocer y dejarse guiar por el don que el Vaticano II ha sido para la Iglesia.

* Profesor en la Facultad de Teología San Dámaso (Madrid)

PARA SABER MÁS
Para conocer el Concilio es importante leer al menos las dos constituciones Lumen Gentium y Gaudium et Spes, sobre la naturaleza de la Iglesia y sobre su misión en el mundo.

En su óptima introducción al Vaticano II, el dominico Marie-Joseph Le Guillou propone este esquema sintético de la dinámica interna de la enseñanza conciliar: de la Revelación al mundo.

Dios revelado en Jesucristo por el Espíritu Santo

IGLESIA
LITURGIA
REFORMA
LIBERTAD RELIGIOSA
MISIÓN
ECUMENISMO
RELIGIONES NO CRISTIANAS
MUNDO

para recapitular en Jesucristo por el Espíritu

Marie-Joseph Le Guillou
El Rostro del Resucitado. Grandeza profética, espiritual y doctrinal, pastoral y misionera del Concilio Vaticano II
(Edición española e invitación a la lectura de Gabriel Richi Alberti), Ediciones Encuentro, Madrid 2012, pp. 152 – 30,00 €

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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