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Huellas N.9, Octubre 2012

PÁGINA UNO

La vida como vocación

Apuntes de las intervenciones de Davide Prosperi y Julián Carrón en la Jornada de apertura de curso de los adultos y de los universitarios de CL.
Mediolanum Forum, Assago (Milán), 29 septiembre 2012

JULIÁN CARRÓN
«Cuando venga el Espíritu de la verdad, Él os guiará a la verdad plena» (Jn 16,13). Esta es la promesa de Jesús: que el Espíritu nos llevará a la verdad plena. ¿Por qué necesitamos esto? Porque la verdad sufre continuamente la amenaza de la reducción, de la ideología. También nosotros corremos este riesgo a la hora de mirar la realidad y a nosotros mismos, a la hora de concebirnos y de concebir el acontecimiento cristiano, de vivir la vocación. No reducirlos y no reducirnos es una gracia que debemos invocar y mendigar a Aquel que Cristo nos ha indicado, el Espíritu. Sólo Él nos puede llevar a esa autoconciencia verdadera hoy que necesitamos especialmente para vivir. Comencemos nuestro gesto mendigando Su Espíritu.

Desciende Santo Espíritu

Il mio volto

DAVIDE PROSPERI
Quiero en primer lugar saludar a todos los que estáis presentes aquí, en Assago, y a cuantos están conectados con nosotros en Italia y en el resto del mundo.
También este año hemos decidido juntarnos para empezar el curso, y en esto hay ya una novedad que acontece otra vez, y que procede de esa Presencia que afirmamos con el hecho de encontrarnos para retomar el camino común. El objetivo de este momento no es tanto indicar una nueva palabra, sino ayudarnos en primer lugar a no perder el gusto del camino. Hace un año, justamente aquí, en Assago, Carrón citaba una frase de don Giussani de 1995: «La raíz de la cuestión es el factor constitutivo de aquello que existe, y la palabra más importante para indicar el factor principal de lo que existe es la palabra “presencia”. Pero nosotros no estamos acostumbrados a mirar una hoja presente, una flor presente, una persona presente como “presencia”, no estamos acostumbrados a fijarnos en lo que está presente como una presencia» (Milán, 1 febrero 1995). Pues bien, nosotros estamos aquí hoy para ayudarnos a reconocer esta presencia.
Entonces empiezo en seguida diciendo que el hecho más significativo que se nos ha concedido este año ha sido la apertura de la causa de beatificación de don Giussani. Digo que es el hecho más significativo para nosotros en cuanto ocasión privilegiada para tomar conciencia de lo que nos ha sucedido al encontrar el carisma que se le ha concedido a él. Estamos llamados a tomar conciencia de que lo que ha alcanzado la vida de tantos a través del movimiento no es nuestro, sino que es para toda la Iglesia y para el mundo.
Desde este punto de vista, este año se me ha aclarado un poco un aspecto fundamental de la tarea que tenemos ante el carisma. No se trata de llevar adelante el discurso de Giussani, los contenidos de su predicación; lo que hemos vivido en cambio manifiesta que nuestra contribución coincide ante todo con la experiencia y con el juicio que damos sobre lo que sucede, porque este juicio se pone a prueba, demuestra su verdad en cómo afrontamos las circunstancias que Dios nos da.
Lo recordaba el mismo don Giussani: «Las circunstancias por las que Dios nos hace pasar constituyen un factor esencial de nuestra vocación, de la misión a la que Él nos llama; no son un factor secundario» (L. Giussani, El hombre y su destino. En camino, Encuentro, Madrid 2003, p. 61). A este respecto, en los Ejercicios espirituales de la Fraternidad, Carrón subrayaba: «El Señor, que siempre está presente en la historia, ha querido suscitar en medio del siglo XX un carisma como camino para conocer a Cristo, justamente en esta situación cultural en la que vivimos, porque el humus cultural que los ilustrados introdujeron en Europa determina en gran parte nuestra forma de vivir la realidad y de vivir la fe, reduciéndola a sentimiento, devoción o ética.[…] Por esto es tan significativa la historia de don Giussani, porque ha vivido nuestras mismas circunstancias, ha tenido que afrontar los mismos retos y los mismos riesgos que nosotros, y ha tenido que hacer el mismo camino» (J. Carrón, «Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí», Cuaderno de Huellas-Litterae Communionis, junio 2012, pp. 20-21).
Entiendo que esta es nuestra primera consigna: aceptar que tenemos que hacer el mismo camino, tomándolo en serio hasta el fondo, sin escatimar nada. Así, lo que nos da certeza en este camino no es tanto haber entendido lo que se nos ha dicho (o, peor aún, creer que hemos entendido); lo que da seguridad a nuestros pasos es haber sido aferrados, atraídos por una experiencia totalizante de la verdad, como la que nos ha fascinado al conocer a don Giussani y lo que de él ha nacido. En una homilía en Castelgandolfo hace unas semanas, hablando con sus antiguos alumnos, el Papa Benedicto XVI decía que cada uno de nosotros puede reducir la fe, el cristianismo, a un discurso, como si fuera una verdad que nosotros podemos poseer, y que por esto a veces nos acusan de ser intolerantes. Y el Papa dice que no es que se equivoquen cuando dicen esto, porque: «nadie puede tener la verdad. Es la verdad la que nos posee, es algo vivo [una experiencia]. Nosotros no la poseemos, sino que somos aferrados por ella. Sólo permanecemos en ella si nos dejamos guiar y mover por ella, […], peregrinos de la verdad» (Benedicto XVI, Homilía en la Santa Misa al término del encuentro con el “Ratzinger Schülerkreis”, Castelgandolfo, 2 septiembre 2012).
Retomando los contenidos de la propuesta del curso pasado, desde la Jornada de Apertura, pasando por la Escuela de comunidad y los Ejercicios de la Fraternidad, nos damos cuenta de que toda la trayectoria educativa ha sido en primer lugar un juicio sobre la experiencia de este año, más que un reclamo a asumir una postura determinada. Hemos vivido muchas circunstancias que nos han puesto a prueba, nos han desafiado a tomar una postura original: o mantenemos el vínculo con nuestra “cepa”, con el origen de lo que nos ha alcanzado, o se convierte en una tentación irresistible dejar prevalecer el análisis o la reactividad.
Pensemos en la crisis económica que todos estamos sufriendo y que ha afectado a muchos de nosotros produciendo daños considerables. Sin embargo, partiendo de nuestra historia, hemos expresado un juicio original con el manifiesto «La crisis: un reto para cambiar». Este juicio ha supuesto – diría que con sorpresa – una ocasión de presencia y de encuentro con muchas personas que están dispuestas a volver a ponerse en marcha, pero ha sido antes aún una provocación para nosotros mismos. Ante todo lo que está sucediendo hemos dicho que la realidad es positiva, no porque seamos ingenuos, sino porque, también entre nosotros, vemos a muchos que nos testimonian que la realidad tal y como es, en cuanto que existe, es una gran provocación, una ocasión para cambiar, para mejorar, porque es más grande que nosotros y supone una esperanza. Por tanto, para ser realistas, no podemos pretender reducir lo que existe a nuestra medida, reducirlo a lo que ya sabemos, a lo que nos hace sentirnos a cubierto, sino que tenemos que abrirnos para crecer.
Además, a raíz del debate sobre la política, se ha desatado una agresión mediática, incluso contra CL en cuanto tal. A propósito de esto, la carta de Carrón publicada el 1 de mayo en la República nos ha descolocado a todos, dentro y fuera del movimiento, y nos ha instado a ir a la raíz de la cuestión. Este año hemos repetido a menudo la afirmación de don Giussani: «Cuando se estrecha a nuestro alrededor el cerco de una sociedad adversa hasta el punto de amenazar la vivacidad de nuestra presencia, y una hegemonía cultural y social tiende a penetrar en nuestro corazón y agrava nuestras habituales vacilaciones, entonces ha llegado el tiempo de la persona» (L. Giussani, «È venuto il tempo della persona», a cargo de Laura Cioni, Litterae Communionis CL, n. 1, enero 1977, p. 11). En este contexto general de sospecha, inquina y – hay que decirlo – también de mentira, esta carta publicada en uno de los medios más hostiles como planteamiento ideológico, ha abierto una brecha, una posibilidad nueva de mirar las circunstancias que se nos dan para alcanzar un bien mayor. Un juicio verdadero no es siempre inmediato, pero ciertamente es un juicio que mueve. «Por eso, – decía en la carta – la única lectura que podemos hacer de estos hechos es que son un potente reclamo a la purificación, a la conversión a Aquel que nos ha fascinado. Es Él, su presencia, su llamada incansable a la puerta de nuestro olvido, de nuestra distracción, lo que despierta aún más en nosotros el deseo de ser suyos» (J. Carrón, «Tenemos mucho camino por hacer», la República, 1 mayo 2012, publicada en Huellas-Litterae Communionis, n. 5, mayo 2012, p. 2). Ningún juicio del mundo puede vencer sobre la afirmación de lo que somos: somos Suyos.
Una amiga nuestra contaba que, en Navidad, su hija de doce años había vuelto un día del colegio algo turbada. Habían celebrado la tradicional fiesta navideña y le había llamado la atención uno de sus compañeros de clase, que había perdido a su padre. Esta chica comentó: «Mamá, si yo estuviera en su lugar no sé si podría ser feliz», porque a menudo le veía contento. Entonces su madre, como normalmente hacen las madres, trató de “protegerla” explicándole que la madre de ese niño es una gran mujer, que a ese chico no le faltará nada, etc. Pero todas estas explicaciones, ciertamente verdaderas, no le bastaban a su hija. Ella había visto algo más verdadero, desde su sencillez de niña había visto algo más profundo: había quedado herida. El Misterio había abierto una brecha y se había asomado por ella. La niña había entrevisto en ese chico una grandeza extraordinaria, inimaginable, había visto que tenía un destino (estamos hechos para la felicidad). Y se había planteado en seguida una pregunta sobre sí misma, intuyendo que ella también tenía un destino.
Nosotros, este verano, hemos realizado un Meeting para tratar de decir qué es este destino: la naturaleza del hombre, su consistencia, aquello por lo que se levanta cada mañana, por lo que acepta todos los desafíos que se le presentan, su grandeza, es la relación con el Infinito.
Dios nos ha concedido este año para hacernos más conscientes de lo que somos, del ideal que nos sostiene y por el que vivimos, y nos lo ha aclarado a través de las circunstancias que nos ha dado, también las que no siempre son inmediatamente deseables.
Precisamente por esto, al comenzar un nuevo curso, te preguntamos: ¿Qué significado tiene todo lo que nos ha sucedido? ¿Qué es lo que nos permite aprender a ver lo que está dentro de las circunstancias y que muchas veces nos cuesta tanto ver? Es una cuestión que nos urge, porque si no podemos reconocer la verdadera consistencia de las cosas, resulta arduo recorrer la senda hacia el cumplimiento de nuestro destino humano.

JULIÁN CARRÓN
1. Consistencia y circunstancias
La dificultad que tenemos para percibir qué hay dentro de las circunstancias tiene que ver con esa «hegemonía cultural y social [que] tiende a penetrar en nuestro corazón» (L. Giussani, « È venuto il tempo della persona», op. cit., p. 11). Es impresionante que Benedicto XVI – no cede en este punto –, en un discurso pronunciado ante la Conferencia Episcopal Italiana, empezara precisamente por aquí, por esta reducción que no está exenta de consecuencias: «La racionalidad científica y la cultura técnica no sólo tienden a uniformar el mundo, sino que a menudo traspasan sus respectivos ámbitos específicos, con la pretensión de delinear el perímetro de las certezas de razón únicamente con el criterio empírico de sus propias conquistas. De este modo el poder de las capacidades humanas termina por ser considerado la medida del obrar […]. El patrimonio espiritual y moral en que Occidente hunde sus raíces y que constituye su savia vital, hoy ya no se comprende en su valor profundo, hasta el punto de que no se capta su exigencia de verdad. De este modo incluso una tierra fecunda corre el riesgo de convertirse en desierto inhóspito y la buena semilla de ser sofocada, pisoteada y perdida» (Discurso a la Asamblea de la Conferencia Episcopal Italiana, 24 mayo 2012).
¿Cómo podemos desafiar esta reducción de la razón? Esta reducción de la razón se ve desafiada por la realidad, por las circunstancias, como don Giussani nos indicaba – no lo olvidéis – en el capítulo décimo de El sentido religioso: las preguntas de la razón se despiertan en el impacto con la realidad. Por tanto, «la vida es esa trama de circunstancias que te rodean – dice Giussani –, te tocan, te provocan (“provocan”: aquí está la raíz de la palabra cristiana más bonita sobre la vida: “vocación”)» (L. Giussani, Certi di alcune grandi cose, BUR Rizzoli, Milán 2007, p. 387).
Entre nosotros hay muchos testimonios de esto. Os leo uno:
«Querido Julián: trabajo como psicóloga en un hospital, y me ocupo de los embarazos. Una mujer y su marido habían buscado durante mucho tiempo tener un hijo. En febrero llega ese embarazo tan deseado, y en marzo le diagnostican a ella un tumor en los pulmones con metástasis en gran parte del cuerpo. En la primera visita no le dan ninguna esperanza de vida si sigue adelante con el embarazo, y le recomiendan su interrupción. Antes de conocerla personalmente, me encuentro con una matrona que me dice que tratan de entrar lo menos posible en la habitación, porque es un peso demasiado grande, y un ginecólogo me dice: “Yo trato de entrar únicamente para lo mínimo imprescindible, porque ya sabemos cómo acabará”. La primera vez que entro en la habitación de esta mujer le explico, como hago habitualmente, el servicio que ofrece el hospital, pero me doy cuenta de que no sé bien qué hacer y me quedo poco tiempo. La vez siguiente entro casi de puntillas, me quedo a solas con ella y me empieza a hablar de sí misma, de los dolores agudos que tiene, de que le cuesta comprender por qué, después de un milagro (haberse quedado embarazada, lo que tanto deseaba), haya recibido un “castigo” (el tumor con metástasis). Según pasa el tiempo, me doy cuenta de que mi imagen profesional “habitual” no aguanta, no encuentro asideros, mientras se reabren en mí las mismas preguntas que tiene ella, el mismo grito que tengo yo y que me llevo fuera de la habitación. Empiezo a intuir que no es problema de mi capacidad y que hay algo más [creemos que podemos arreglárnoslas con nuestra racionalidad científica, pero la realidad nos empuja, nos desafía despertando las mismas preguntas: ¡hay algo más!]. Esa mujer embarazada hace surgir de nuevo mi humanidad necesitada dentro de mi papel como profesional».
La razón del valor de las circunstancias es sencilla: «Dios no hace nada por casualidad» (L. Giussani, Qui e ora. 1984-1985, Bur, Milán 2009, p. 446). Esta es la única lectura verdadera de la realidad, de las circunstancias. ¡Nada de significados ocultos [en los que muchas veces nos paramos hasta cansarnos]! Las circunstancias, ya sean buenas o malas, todas, son modos a través de los cuales nos llama el Misterio. No son, como muchas veces interpretamos nosotros según nuestra medida (es decir, según nuestro racionalismo), una tomadura de pelo que hemos de soportar. Tienen una finalidad bien precisa dentro del designio de Dios.
¿Cuál es esta finalidad?
Podemos entenderlo perfectamente a partir de la concepción de realidad que don Giussani nunca se cansó de comunicarnos y de testimoniarnos. Escuchemos lo que decía ante un desafío mucho más dramático que el que vivimos ahora, cuando en torno al año 68 el movimiento quedó diezmado: «En la vida de aquellos a los que Él llama, Dios no permite que suceda nada si no es para madurar, para una maduración de los que han sido llamados. Esto vale ante todo para la vida de la persona, pero en última instancia y de forma más profunda para la vida de su Iglesia y, por tanto, análogamente, para la vida de cada comunidad […]. Jamás permite Dios que suceda algo que no sea para nuestra maduración, para que maduremos. Más aún [he aquí la prueba que Giussani nos propone para verificar si estamos madurando], en esto la fe demuestra su verdad: en la capacidad que cada uno de nosotros y cada realidad eclesial (familia, comunidad, parroquia, Iglesia en general) tiene de valorar como camino de madurez cualquier objeción, persecución o prueba; y en la capacidad de convertir todo esto en instrumento y ocasión de maduración» (L. Giussani, «La larga marcha de la madurez», en Huellas-Litterae Communionis, n. 3, marzo 2008, p. 31).
¿En qué consiste nuestra maduración? En la maduración de nuestra autoconciencia, en la generación de un sujeto capaz de tener esta consistencia en medio de todas las vicisitudes de la vida. Porque las circunstancias introducen una lucha: «Entonces, es la lucha lo que nos mantiene despiertos. Porque esta lucha es la trama normal de la vida; nos mantiene despiertos, es decir, madura en nosotros la conciencia de cuál es nuestra consistencia y nuestra dignidad, que está en Otro» (L. Giussani, Certi di alcune grandi cose. 1979-1981, op. cit., p. 389). Las circunstancias se nos dan para que madure en nosotros la conciencia de cuál es nuestra consistencia, para que seamos verdaderamente conscientes de que nuestra consistencia está en Otro.
Y para ver cómo afrontamos habitualmente estos desafíos, basta con que pensemos en el canto que hemos escuchado, Il mio volto, y nos dejemos tocar por él. Porque – lo he pensado mucho en los últimos tiempos – hoy sería casi imposible que alguno de nosotros escribiese un canto así... «Dios mío, me miro y descubro / que no tengo rostro; / miro dentro de mí y veo la oscuridad / sin fin [verificad qué hacemos nosotros cuando vemos la oscuridad sin fin, cómo la afrontamos, cómo reaccionamos, y luego comparad con lo que dice el canto]. // Sólo cuando advierto que tú estás, / como un eco vuelvo a escuchar mi voz / y renazco (A. Mascagni, «Il mio volto», en Cancionero, Comunión y Liberación 2007, p. 356). Pero, ¿cuántas veces ha hecho cada uno de vosotros el recorrido que describe este canto? Por el contrario, cuántas veces, cuando caemos en la oscuridad, nos agitamos buscando una confirmación ajena a nuestra experiencia, para poder agarrarnos a algo. Por eso os digo: ¿quién de nosotros podría escribir hoy un canto así? Imaginad lo que pasaría si cada vez que uno se hallara en la oscuridad hiciese lo que dice el canto: mirar hasta el fondo, sin quedarnos en un uso reducido de la razón, hasta reconocer al “Tú” que está en el fondo de toda oscuridad. ¡Qué clase de autoconciencia alcanzaría cada vez, qué capacidad de vivir en la verdad de sí mismo, sin ser presa constante de la oscuridad, sin tener que huir de la oscuridad, porque ha encontrado ahí, en el fondo de la oscuridad, en el fondo de la realidad, en el fondo de sí mismo, lo que le constituye! ¿Cuál es el signo de que esto ha sucedido? No que tenga otros pensamientos o sentimientos. ¡No! Lo reconozco por un hecho: que yo renazco.
Como dice esta carta: «Querido Julián, cuando sigo la vida se vuelve cada día más fascinante. Cuando tomo conciencia de quién soy y de la relación con el Señor, el único que da solidez y alegría a mi persona, cada instante se convierte en la posibilidad de caminar hacia mi cumplimiento. Soy ama de casa, tengo tres hijos pequeños y ¡soy una gran aventurera! Nunca me he sentido aplastada por la soledad inevitable que mi vida me regala, o por la dificultad de un trabajo que no resulta público (como cambiar pañales o preparar papillas a los niños), porque dando crédito por fin a la verdad de lo que siempre nos dices (como nos decía siempre don Giussani), cada vez que se asoma en el horizonte de lo cotidiano un sentimiento de ahogo o de mentira, en seguida pienso en ti, pienso en mi persona y en Aquel que la está haciendo en ese instante, e inmediatamente descubro esa relación única y grande que me constituye. Entonces todo vuelve a su justo lugar y yo respiro el aire fresco de mi libertad, el aire fresco de Su presencia. Sólo quería darte las gracias, porque en estos años estoy empezando realmente a conocer y a seguir a don Giussani, y porque no pasa un solo día sin que caiga en la cuenta y pida que cada circunstancia, me atrevería a decir que incluso mi mal, mi pecado, pueda ser la gran ocasión para dar un paso cierto y consciente hacia mi destino. Esta es la gran esperanza para mí, para mis seres queridos y para todo el mundo».
Se entiende de este modo por qué las circunstancias son parte esencial de la vocación: porque nos desafían, porque si yo no me encontrara a veces en la oscuridad más oscura, podría vivir sin caer en la cuenta del Misterio, sin experimentar la necesidad de ser verdaderamente consciente de quién soy y de que Él está; y de este modo renacer. «Autoconciencia es esta capacidad de reflexionar sobre uno mismo hasta el fondo [que no quiere decir quedarse en una introspección psicológica]. Pero si uno reflexiona sobre sí mismo hasta el fondo de manera plenamente consciente, se encuentra con Otro, porque al decir “yo” de forma plenamente consciente, me doy cuenta de que yo no me hago a mí mismo» (Encuentro con sacerdotes, 9-16 septiembre 1967, La Verna (AR), Archivo CL). ¿Cómo me doy cuenta de que no me he quedado a medio camino, de que he llegado a ese Otro? ¿Por un razonamiento? ¿Por un sentimiento? No. ¡Porque renazco!
Me pregunto cuántas veces, en todo este tiempo en que nos hemos visto tan desafiados, nos hemos visto obligados a hacer este recorrido hasta poder renacer en el reconocimiento del “Tú”. Os confieso que yo he tenido que hacerlo un sinfín de veces, pues de otro modo os garantizo que ya no estaría aquí. Porque uno puede estar en el otro lado del mundo, y estando allí le llega por e-mail el último artículo del periódico que nos ataca sin piedad, y ahí no hay escapatoria: o uno se queda atascado en esto durante todo el día, o empieza a hacer un camino y reconoce nuevamente que él no es lo que dicen los periódicos, sino relación con Alguien que le hace en ese momento. Ante cada circunstancia y cada desafío, que son constantes, yo me veo obligado a decidir si quedarme en la queja o mirarlo como la posibilidad a través de la cual me llama el Misterio a la renovación de mi autoconciencia.
La solución no es que nos quiten la oscuridad o que se nos ahorren ciertos ataques; «nuestro verdadero problema es salir de la inmadurez» (L. Giussani, «La larga marcha de la madurez», op. cit., p. 44), es decir, que podamos empezar a decir “yo” como hombres, verdaderamente conscientes de lo que somos. Por eso es el tiempo de la persona. Porque nuestra inmadurez – como creemos muchas veces – no es culpa de los demás, de las circunstancias o de los ataques a los que tenemos que hacer frente. No os confundáis: los demás no tienen el poder de generar esta inmadurez en nosotros, sólo la ponen de manifiesto, sólo nos hacen ser conscientes de hasta qué punto somos inconsistentes; hacen que lo descubramos, nos hacen descubrir que muchas veces estamos más determinados por las circunstancias que por la autoconciencia. Entonces la cuestión no es lamentarse de las circunstancias – ¡cuánto tiempo perdemos en este lamento estéril! – sino salir de la inmadurez.
El Señor quiere hacernos salir de la inmadurez generando un sujeto tan consistente que sea capaz de desafiar cualquier oscuridad, cualquier circunstancia, de afrontar cualquier reto. En caso contrario, no estaremos presentes en la realidad, trataremos de escapar, como sucede a nuestro alrededor: los médicos se resisten a entrar en las habitaciones de los enfermos, porque la realidad es demasiado dura para mantenerse en pie ante ella. ¿Acaso creemos que podremos afrontar todos los desafíos sin esta consistencia?
Se introduce de este modo una mirada distinta sobre todas las circunstancias, y entonces se entiende cuál es el sentido de la vida como vocación: «Vivir la vocación significa tender hacia el destino para el que está hecha la vida. Ese destino es Misterio. No puede describirse ni imaginarse. Lo establece el mismo Misterio que nos da la vida. Vivir la vida como vocación significa tender hacia el Misterio a través de las circunstancias por las que el Señor nos hace pasar, respondiendo a ellas. […] La vocación es caminar hacia el destino abrazando todas las circunstancias a través de las cuales te hace pasar el destino» (L. Giussani, Los jóvenes y el ideal. El desafío de la realidad. Encuentro, Madrid 1996, pp. 63-64); no las que elegimos nosotros, como si las pudiésemos decidir nosotros, sino todas.
Que el Señor nos haga caminar hacia el destino a través de circunstancias adversas es algo misterioso. Nos lo recuerda la Biblia: «Vuestros caminos no son mis caminos» (Is 55,8). Pero si lo miramos bien, nos damos cuenta de que, paradójicamente, es tan conveniente para la generación de este sujeto, que sin ello nos perderíamos en la banalidad más absoluta, en la distracción más superficial, en la reducción más tremenda. Porque todas las circunstancias por las que el Misterio nos hace caminar hacia el destino existen para despertarnos, para generar un sujeto humano que tenga un vigor tal que le permita vivir cualquier contingencia. Es la verificación de la fe, la verificación del acontecimiento cristiano: si el cristianismo es capaz de generar un sujeto consistente, no fuera de la realidad, no en nuestra habitación, sino en la realidad tal como ésta nos desafía. Porque, ¿cuál es el vigor, la fuerza del “yo”? ¿Dónde se encuentra esta fuerza? La fuerza del “yo” se halla únicamente en su autoconciencia. Por eso, todas las circunstancias por las que el Señor nos hace pasar existen para que madure en nosotros «la autoconciencia, una percepción de sí clara y amorosa, cargada de la conciencia del propio destino y, por tanto, capaz de verdadero afecto a uno mismo, liberada de la obtusa instintividad del amor propio. Cuando perdemos esta identidad, nada nos aprovecha» (L. Giussani, «È venuto il tempo della persona», op. cit., p. 12).

2. Los elementos de nuestra autoconciencia
El Papa nos ha recordado los elementos de nuestra autoconciencia en su mensaje al Meeting de Rímini del pasado mes de agosto.

a. Dependencia originaria: “Hechos”
«Hablar del hombre y de su anhelo de infinito significa ante todo reconocer su relación constitutiva con el Creador. El hombre es una criatura de Dios [todos conocemos estas frases, yo el primero, pero si no las volvemos a descubrir respondiendo a las circunstancias, permanecen ahí, en el cajón de nuestros conocimientos inútiles, y luego cualquier circunstancia nos descoloca; por eso, os ruego (como me digo a mí mismo) que no sucumbáis a la tentación de pensar que ya nos lo sabemos. ¡No lo sabemos! Si lo supiéramos, viviríamos con una intensidad que la mayoría de las veces nos parece impensable]. Hoy esta palabra – criatura – parece casi pasada de moda: se prefiere pensar en el hombre como en un ser realizado en sí mismo y artífice absoluto de su propio destino. La consideración del hombre como criatura resulta “incómoda” porque implica una referencia esencial a algo diferente, o mejor, a Otro – no gestionable por el hombre – que entra a definir de modo esencial su identidad; una identidad relacional, cuyo primer dato es la dependencia originaria y ontológica de Aquel que nos ha querido y nos ha creado». Esto no nos lo puede arrebatar ninguna circunstancia, ningún poder, ningún ataque, porque constituye más la verdad de nosotros mismos que nuestros pensamientos, reacciones o sentimientos, o los de los demás. No son los demás los que definen quiénes somos; nosotros somos esta dependencia originaria, y cuando esta dependencia originaria no se hace consciente, estamos a merced de todos, como puede verse en el trabajo, en las relaciones, con los amigos, leyendo los periódicos o estando a solas. Y sin embargo, subraya Benedicto XVI, «esta dependencia, de la que el hombre moderno y contemporáneo trata de liberarse, no sólo no esconde o disminuye, sino que revela de modo luminoso la grandeza y la dignidad suprema del hombre, llamado a la vida para entrar en relación con la Vida misma, con Dios» (Benedicto XVI, Mensaje del Santo Padre al XXXIII Meeting por la Amistad entre los Pueblos [Rímini, 19-25 agosto 2012], 10 agosto 2012).
«Pero, ¿y el pecado original?», nos preguntamos a menudo.
Continúa el Papa: «El pecado original tiene su raíz última precisamente en el sustraerse de nuestros progenitores a esta relación constitutiva, en querer ocupar el lugar de Dios, en creer que podían prescindir de él. Sin embargo, también después del pecado permanece en el hombre el deseo apremiante de este diálogo [es decir, el deseo de respirar, el deseo de salir del búnker], casi una firma grabada con fuego en su alma y en su carne por el Creador mismo. […] “Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo; mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua” […]. No sólo mi alma, sino cada fibra de mi carne está hecha para encontrar su paz, su realización en Dios. Y esta tensión es imborrable en el corazón del hombre: incluso cuando se rechaza o se niega a Dios, no desaparece la sed de infinito que habita en el hombre. Al contrario, comienza una búsqueda afanosa y estéril de “falsos infinitos” que puedan satisfacer al menos por un momento» (ibídem). Estamos tan constituidos por este Misterio que nos ama que ni siquiera con todo nuestro mal podemos reducir la sed que hay en nosotros. Porque esta sed grita, grita, Le grita, grita que hay algo en mí que resiste, que permanece después de todas mis distracciones, después de todo mi mal, después de todas mis equivocaciones. Decidme si no permanece esta sed, que es un dato, el signo de algo irreductible: estamos hechos para el infinito. Este es nuestro destino.
Este dato es el primer elemento de nuestra autoconciencia, de una percepción clara y amorosa de nuestra persona. La dependencia originaria constituye la verdad de nosotros mismos: somos fruto de un acto de amor de Dios. ¡Existimos! Y ningún error, ninguna distracción, ninguna circunstancia, ningún dolor puede eliminar el hecho de que yo existo. Y, si existo, por el hecho de existir, el Misterio que me hace me está gritando: «Tú eres un acto de amor Mío. Yo te estoy haciendo ahora, a Mi imagen y semejanza». Y entonces adquiere todo su alcance la frase que todos “conocemos”, y que nos haría respirar si tomásemos conciencia de ella: «Dios creó al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó» (Gn 1,27). Y este es el fundamento verdadero – dice Giussani – del afecto por uno mismo (¡nosotros, que tantas veces vamos a mendigar las migajas que caen de la mesa de los poderosos!): «El afecto por uno mismo no puede estar motivado por lo que uno es, sino por el hecho de que existe. Es la sorpresa de uno mismo como don de algo distinto, como gracia, como sorpresa por existir, como hecho de Otro. Si lo primero que hace Dios es amarte, ¿cuál es la imitación más inmediata que podemos hacer de Dios? La imitación de Dios es la sorpresa de amarse, de quererse» (Memores Domini, 8 octubre 1987, pro manuscripto).
Cada uno de nosotros puede comparar entre la conciencia que tiene de sí mismo y lo que dice don Giussani; no para lamentarse de lo inconsistentes que somos todavía, sino para gustar una promesa, para redescubrir la posibilidad de no perder lo que nos decimos.

b. Acontecimiento cristiano: “Suyos”
Pero a nosotros nos ha sucedido otro hecho, que constituye el segundo elemento de nuestra autoconciencia, y que responde a una pregunta que también nosotros nos hacemos a menudo, como dice el Papa: «¿No le es tal vez estructuralmente imposible al hombre vivir a la altura de su propia naturaleza? Y, ¿no es tal vez una condena este anhelo hacia el infinito que él mismo advierte sin poderlo satisfacer nunca totalmente? Este interrogante nos lleva directamente al corazón del cristianismo. El Infinito mismo, en efecto, para hacerse respuesta que el hombre pueda [mirad que palabra utiliza] experimentar, asumió una forma finita. Desde la Encarnación, desde el momento en que el Verbo se hizo carne, quedó eliminada la insalvable distancia entre finito e infinito: el Dios eterno e infinito dejó su Cielo y entró en el tiempo, se sumergió en la finitud humana» (Benedicto XVI, Mensaje del Santo Padre al XXXIII Meeting por la Amistad entre los Pueblos, op. cit.).
¿Cómo puede cada uno de nosotros saber que ha sucedido esto, que no son palabras sin ton ni son?
Porque también nosotros, al igual que Juan y Andrés, hemos sido aferrados, hasta tal punto que cada uno puede decir: nunca he sido más yo mismo que cuando Tú, Cristo, me has sucedido. Este es el contenido de la experiencia que tenemos de Cristo. Por tanto, el segundo dato del contenido de mi autoconciencia es Cristo, que me ha sucedido en la vida, que me ha hecho experimentarme a mí mismo con una intensidad, con una grandeza, con una plenitud que yo no soy capaz de reproducir por mucho que lo intente. El contenido de mi autoconciencia, del sentimiento de mí mismo, es que mi “yo” eres Tú, Cristo. Tú eres yo, Tú eres mi verdadero “yo”. Por eso se puede sintetizar el contenido de mi autoconciencia con las palabras de san Pablo: «Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,20). Cada uno puede mirar hasta qué punto domina en la vida esta conciencia de Cristo, o bien si se trata simplemente de una frase esculpida en piedra de la que no tenemos experiencia real.
El Papa nos recuerda que la vida de los primeros cristianos estaba llena de alegría y gratitud: «Así era, en efecto, en el cristianismo de los orígenes: ser liberado de las tinieblas, de andar a tientas, de la ignorancia – ¿qué soy? ¿Por qué existo? ¿Cómo debo vivir? –; ser libre, estar en la luz, en la amplitud de la verdad. Esta era la convicción fundamental. Una gratitud que se irradiaba en el entorno y que así unía a los hombres en la Iglesia de Jesucristo» (Benedicto XVI, Homilía en la Santa Misa al término del encuentro con el “Ratzinger Schülerkreis”, op. cit.). Todos sabemos que don Giussani estaba totalmente determinado por esta conciencia, que le hacía decir al cardenal Martini: «Cada vez que hablas, tú retornas siempre a este núcleo que es la Encarnación, y – de mil formas distintas – lo vuelves a proponer» (C.M. Martini, citado en J. Carrón, «Me duele que no hayamos colaborado más», Corriere della Sera, 4 septiembre 2012, p. 5). ¡Cómo era escucharle hablar cada vez!
En este punto, el Papa afirma: «Ahora ya nada es banal o insignificante en el camino de la vida y del mundo. El hombre está hecho para un Dios infinito que se ha hecho carne, que ha asumido nuestra humanidad para atraerla a las alturas de su ser divino».Es asombroso cómo prosigue el Papa: «Descubrimos así la dimensión más verdadera de la existencia humana, que el siervo de Dios Luigi Giussani recordaba continuamente: la vida como vocación. Cada cosa, cada relación, cada alegría, como también cada dificultad, encuentra su razón última en el hecho de que es ocasión de relación con el Infinito, voz de Dios que continuamente nos llama y nos invita a elevar la mirada, a descubrir en la adhesión a él la realización plena de nuestra humanidad» (Benedicto XVI, Mensaje del Santo Padre al XXXIII Meeting por la Amistad entre los Pueblos, op. cit.).
¿Comprendéis? Vivir la vida como vocación es caminar hacia el destino a través de cada cosa, que ya no es banal ni insignificante, sino que encierra esta posibilidad de reclamarnos a la autoconciencia. Las circunstancias se nos dan para despertar en nosotros la autoconciencia, no porque las circunstancias puedan darnos lo que hemos dicho antes (el hecho de existir y el hecho de que Cristo suceda), sino porque ellas nos ayudan a descubrir de forma carnal y experimental qué quiere decir Cristo, qué quiere decir que yo existo, porque el Seños nos hace caminar hacia el destino a través de todas las circunstancias que hace suceder. Por eso, «no debemos tener miedo de aquello que Dios nos pide a través de las circunstancias de la vida» (ibídem).
El Señor llama a todos a reconocer la esencia de su propia naturaleza de hombres, que es estar hechos para el infinito. Esto es lo que documenta la Revelación: que todo lo que se nos ha dado se nos da para nuestra maduración, se nos da para crecer en esta autoconciencia. Por eso podemos decir que este es el tiempo de la persona, el tiempo de cada uno de nosotros, porque cada uno es llamado, a través de esas circunstancias particulares, a responder a Cristo que le llama. Y responder a la situación y a la provocación es imposible si no nos ponemos en juego con todo nuestro ser. Porque sólo la persona consciente de la naturaleza de su “yo” puede no sucumbir a esta situación. Lo que está en juego en todo esto es la lucha encarnizada por no reducir el “yo” a todos los factores antecedentes.

3. El camino de la certeza
San Pablo testimonia de forma espectacular lo que acabamos de decir. Su vida también estaba marcada por el encuentro con Cristo: «Los circuncisos somos nosotros, los que damos culto en el Espíritu de Dios y ponemos nuestra gloria en Cristo Jesús, sin confiar en la carne. Aunque también yo tendría motivos para confiar en ella. Y si alguno piensa que puede hacerlo, yo mucho más: circuncidado a los ocho días, del linaje de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo hijo de hebreos; en cuanto a la ley, fariseo; en cuanto a celo, perseguidor de la Iglesia; en cuanto a la justicia de la ley, irreprochable. Sin embargo, todo eso que para mí era ganancia, lo consideré pérdida a causa de Cristo. Más aún: todo lo considero pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo perdí todo, y todo lo considero basura con tal de ganar a Cristo y ser hallado en él, no con una justicia mía, la de la ley, sino con la justicia que viene de la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios y se apoya en la fe. Todo para conocerlo a él, y la fuerza de su resurrección, y la comunión con sus padecimientos, muriendo su misma muerte, con la esperanza de llegar a la resurrección de entre los muertos» (Flp 3,3-11).
Pero tampoco a él, a pesar de tener esta claridad con respecto a Cristo, se le ahorró nada. Es suficiente con escuchar las circunstancias que tuvo que afrontar: «De los judíos he recibido cinco veces los cuarenta azotes menos uno; tres veces he sido azotado con varas, una vez he sido lapidado, tres veces he naufragado y pasé una noche y un día en alta mar. Cuántos viajes a pie, con peligros de ríos, peligros de bandoleros, peligros de los de mi nación, peligros de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en despoblado, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos, trabajo y agobio, sin dormir muchas veces, con hambre y sed, a menudo sin comer, con frío y sin ropa. Y aparte todo lo demás, la carga de cada día: la preocupación por todas las Iglesias» (2 Cor 11,24-28). ¡Es impresionante! Pero, ¿qué es lo que emerge cada vez con más potencia a través de todo lo que el Señor le hace pasar a san Pablo? Que «llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros. Atribulados en todo, mas no aplastados; apurados, mas no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados, mas no aniquilados, llevando siempre y en todas partes en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Pues mientras vivimos, continuamente nos están entregando a la muerte por causa de Jesús; para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal. De este modo, la muerte actúa en nosotros y la vida en vosotros. Pero teniendo el mismo espíritu de fe, según lo que está escrito: Creí, por eso hablé, también nosotros creemos y por eso hablamos; sabiendo que quien resucitó al Señor Jesús también nos resucitará a nosotros con Jesús y nos presentará con vosotros ante él. Pues todo esto es para vuestro bien, a fin de que cuantos más reciban la gracia, mayor sea el agradecimiento, para gloria de Dios» (2 Cor 4,7-15).
Todo lo que se le da es para él, para conocer más a Jesús, para conocer la fuerza de su resurrección, la potencia de Aquel al que ha entregado su vida. Se trata de una humanidad desbordante de gratitud, que nace en san Pablo con una conciencia mayor porque el Misterio no le ha ahorrado nada. Estas circunstancias, que son parte de la Revelación – las cartas de san Pablo forman parte de la Revelación, no son anécdotas o añadidos decorativos –, hablan del método de Dios: Dios no nos ahorra nada para que pueda crecer en nosotros esta gratitud ilimitada. Entonces, vivir la vida como vocación (con la conciencia de que llevamos este tesoro en vasijas de barro) es el camino para no sucumbir a la obtusidad y la opacidad de nuestra conciencia habitual, de modo que la certeza de Cristo pueda llegar a ser cada vez más nuestra. No llegaremos a poner en discusión nuestras “ideas” sobre Cristo a menos que Él mismo desbarate constantemente nuestra reducción, haciéndonos experimentar Quién es.
El resultado de este método de Dios es la certeza de una autoconciencia. Así lo describe el mismo Pablo: «Después de esto, ¿qué diremos? Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, que murió, más todavía, resucitó y está a la derecha de Dios y que además intercede por nosotros? ¿Quién nos separará del amor de Cristo?, ¿la tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?; como está escrito: Por tu causa nos degüellan cada día, nos tratan como a ovejas de matanza. Pero en todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado. Estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8,31-39).
Si nosotros no salimos vencedores de esta situación de hegemonía cultural en la que estamos llamados a vivir, ¿qué razonabilidad tendría entonces nuestra fe? ¿Por qué sería razonable creer en Cristo? En cambio si aquí, precisamente aquí, en medio de todo lo que estamos diciendo, de todo lo que estamos viviendo, de todos los desafíos que debemos afrontar, vemos que vencemos de sobra en Él (no por mérito nuestro, sino porque Cristo nos ha amado), esto genera una certeza, una autoconciencia que es única. La persuasión de la que habla san Pablo es la certeza de la autoconciencia. ¿Quién no desea al menos un ápice de esta certeza? Nosotros salimos realmente vencedores si vemos en acción la contemporaneidad de Cristo. Vencedores no quiere decir “que tomamos el poder”. Vencedores quiere decir que vemos la victoria de Cristo aunque seamos despojados de todo. Somos vencedores cuando rebosa en nosotros la conciencia de Su presencia.
Pero para ello, debemos decidir dónde se encuentra la respuesta al deseo de felicidad que descubrimos en nosotros, porque estamos hechos para el infinito. Sólo de este modo podremos colaborar con la misión de la Iglesia, como nos ha recordado el cardenal Scola en su carta pastoral: «Lo que deja trasparentar el atractivo de Jesús no es el empeño del proselitismo, sino el testimonio, el anhelo de que todos se salven» (A. Scola, Alla scoperta del Dio vicino, Centro Ambrosiano, Milán 2012, p. 31).
Delante de testigos como san Pablo podemos ver qué puede llegar a ser Cristo para nosotros, de modo que, incluso en las circunstancias más agobiantes, el contenido de nuestra autoconciencia nos llene cada vez más de silencio, y apremie dentro de nosotros la memoria de Cristo como lo más precioso, lo más deseable, aquello a lo que dar tiempo, espacio, a lo que dar nuestro corazón. Si no anida cada vez más en nosotros el deseo de esta memoria, si no nos sorprendemos deseando este silencio para dar espacio a la memoria, estamos ya derrotados, porque hemos cedido respecto al con-tenido de nuestra autoconciencia y por tanto la hemos vaciado de lo que nos ha sucedido y hemos dejado que la llenara lo que quiere el poder. Estar en silencio es vivir esta conciencia de Cristo, es la capacidad de pensar y de invocar a Cristo.
Por este motivo, para aprender a rezar es necesario amar el silencio, es decir, el sentimiento profundo de sí como una persona encaminada hacia una meta que es el misterio de Cristo. Por eso debe madurar, debe llegar a hacerse cada vez más grande y maduro en nosotros el silencio. Si no llegamos a hacer de forma distinta lo que hacemos habitualmente, si el silencio no es tomar conciencia de nosotros mismos para llenar nuestra persona (a veces llena de antemano con distracciones, preocupaciones y quehaceres), si no damos espacio a este tomar de nuevo conciencia de nosotros mismos, seremos arrastrados por todo lo demás. Porque el silencio es volver a tomar conciencia de nuestra relación con la gran presencia del misterio del Padre.
De este modo podremos afrontar la realidad, teniéndole a Él en los ojos y en la conciencia. Al igual que el ciego de nacimiento. No es que cure al ciego de nacimiento y luego le saque de la realidad por miedo a que se le quite lo que le ha dado. No. Jesús lanza al ruedo al ciego, que tenía los ojos llenos de esa Presencia que le había curado. No lo saca fuera. Es decir: Cristo genera un “yo” capaz de vivir la realidad, como el ciego, que tiene la sencillez de reconocer que antes no veía y que ahora ve. Su conciencia estaba determinada por lo que le había sucedido. Con esa autoconciencia puede resistir delante de cualquier cosa, no porque sea más poderoso, sino por su sencillez en adherirse a lo que le ha sucedido. Este es el poder que tiene la autoconciencia – ¡en el último que ha llegado! –, y los más sabios entre los fariseos no pueden nada delante de un “yo” que tiene esa autoconciencia.
Gracias a esto, podemos afrontar cualquier circunstancia, como nos ha testimoniado una amiga muy querida ante la muerte, en una conversación que mantuvo con su marido (que me ha escrito contándomelo), cuando supo lo que le iba a suceder: «Me dijo: “Estoy tranquila, no tengo miedo porque está Jesús. Tampoco estoy angustiada por ti y por los niños, porque sé que estáis en manos de Otro”. Y yo: “Pero, ¿no estás triste?”. “No, no estoy triste. Mi certeza es Jesús, y tengo curiosidad por ver lo que me va a suceder, lo que me está preparando el Señor. A lo mejor tendría que estar triste, pero no lo estoy. Sólo me apena pensar que tu prueba es más mayor que la mía”. “No te preocupes”. “Si, ciertamente yo me apañaría mejor con los niños”. Y yo sonreí, increíblemente confortado por el milagro que acababa de presenciar. Este fue sin duda uno de los momentos más bonitos, si no el más bonito, de los diecisiete años que hemos pasado juntos (doce de matrimonio y cinco de noviazgo)». Con una consistencia así se puede mirar todo, hasta el umbral del destino.
Nosotros tenemos un testigo al que no se le ha ahorrado nada: don Giussani. «Mi fuerza y mi canto es el Señor» (Ex 15,2): «Cuando decimos esto, no lo digamos con los ojos exultantes y llenos de la presencia de los demás. Digamos esta frase, repitamos estas palabras con la mirada puesta en la presencia de Cristo, que es la verdad de todo lo que hay, la verdad última de todo lo que hay aquí: “todo consiste en Él”. […] “Mi fuerza”, por tanto mi arma de batalla y “mi canto”, cómo decir, mi dulzura que permanece en la batalla, que me sostiene en la batalla, tanto si dura una hora como cien días. De hecho, hay una batalla que dura toda la vida. ¡Que yo tenga presente a Jesús en todo el vivir! Esto es lo que nos promete nuestra amistad: una ayuda para incrementar esta memoria, para avanzar, para caminar siempre dentro de ella. ¡Dios santo! Es una promesa dentro de cada batalla – mientras dure la batalla, durante todo momento de la vida que sea de lucha y fatiga – es un empujón para adentrarnos cada vez más en el Tú; porque “Tú” se dice a alguien presente: “Mi fuerza y mi canto eres tú”. Esto es, que este “Tú” coincida con Su rostro, que coincida con Su nombre. Nombre que es una presencia con toda su fuerza y capacidad sugerente, llena de poder y dulzura» (L. Giussani, El atractivo de Jesucristo, Encuentro, Madrid 2000, p. 204).
Con todas estas cosas en la mirada, podemos disponernos a comenzar el próximo 11 de octubre, en compañía de toda la Iglesia, el Año de la Fe que el Papa ha querido convocar para «redescubrir y volver a acoger este don valioso que es la fe, para conocer de manera más profunda las verdades que son la savia de nuestra vida, para conducir al hombre de hoy, a menudo distraído, a un renovado encuentro con Jesucristo “camino, vida y verdad”» (Benedicto XVI, Discurso a la Asamblea de la Conferencia Episcopal Italiana, op. cit.).

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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