El insigne poeta nos ha legado un espejo que abarca el horizonte entero del alma humana, tocando incluso los interrogantes (a menudo oscuros) de nuestro tiempo y desafiándonos con su «personalísimo Amén»
Un chaval agobiado por numerosas y graves preocupaciones familiares, hojea un libro durante una tarde gris de invierno, tropezándose con la primera frase de una antigua obra de teatro: «En verdad no sé por qué estoy tan triste». Es el comienzo de El mercader de Venecia, de un tal Shakespeare: «Nueve sencillas y breves palabras, y naturalmente no podía comprender bien lo que significaba “en verdad”, pero no era necesario. No cambiaba en absoluto esta sencilla declaración, que no habría podido describir de un modo más acertado el chaval que lo estaba leyendo. De repente, la ventana coloreada parecía mucho más viva bajo el sol del final de la tarde de invierno».
Ya nada será como antes para Bob Smith, quien, años después, en El chico que amaba a Shakespeare, volverá a aquel primer encuentro al recordar su vida de actor y director, una vida pasada en compañía de aquel a quien los ingleses llaman simplemente el Bardo, o el Poeta, y al que Giuseppe Verdi alude como “al Papá”.
Ciertamente, Smith no es el único, Ya los contemporáneos de Shakespeare no tenían ninguna duda, puesto que, para el colega y rival Ben Johnson, se habían encontrado cara a cara con «el espíritu del tiempo», con el hombre capaz de expresar todos los impulsos, los sentimientos, las bajezas y las cumbres de aquella «obra maestra que es el hombre».
La lista de los artistas que se inspirarán radicalmente en él es tan larga que impide siquiera imaginárselos sin él (Goethe, Dostoievski, Pirandello, Ionesco, Testori, Pasolini...), y sólo es comparable a los cientos de adaptaciones cinematográficas (de las cuales más de 30 sólo para Romeo y Julieta), que llegan incluso a novelar, con Shakespeare in Love o Anonymous, lo poco que sabemos de su propia vida, para tratar de comprender un poco más del secreto de ese corazón que fue capaz de ofrecer a tantos lectores y espectadores un espejo de sus propios deseos y sentimientos, con una mirada que abarca el horizonte entero del alma humana, cuando se abre a la promesa trepidante del primer amor (Romeo y Julieta); o en la desgarradora, confusa ternura que no desaparece ni siquiera entre las mentiras de dos adúlteros que ven cómo la juventud y la belleza se les escapan de las manos como el agua entre los dedos (Antonio y Cleopatra); una mirada que ha contado el espantoso descenso a los infiernos de quien, como Macbeth, gana el mundo entero y se pierde a sí mismo, incapaz incluso de cerrar los ojos y descansar; o la tragedia de quien puede llegar a arruinar aquello que más ama en el mundo, como Otelo, pero también la sorpresa y la espera de una amor mayor que todas nuestras incoherencias y violencias, capaz de esperarnos y recomenzar una y otra vez, como en El cuento de invierno o en Mucho ruido y pocas nueces, una mirada conciente de que sólo «un dulce amor» puede hacernos «rechazar cambiarnos por un rey».
Shakespeare nos recuerda qué significa ser «hombres humanos», como decía Pasolini, ya ofreciéndonos la alegría del inolvidable Falstaff, con sus vicios desbordantes y su fe de niño; ya presentándonos a Shylock con su sed de venganza; al viejo mago Próspero que perdona a sus antiguos enemigos; a Bottom, el ridículo director de la compañía de actores que es también un divertido autorretrato: un actor tan calamitoso que acaba con transformar una tragedia en una farsa hilarante; y sin embargo sus esfuerzos no son en vano porque el ojo del rey, a imagen de Dios, aprecia en él, sonriendo, el corazón sincero y no la pobreza de la representación.
De esta mirada tenemos hoy una especial necesidad, porque Shakespeare con su arte no está lejos de los interrogantes a menudo oscuros de nuestra época de indignados y suicidas. Con razón podemos decir que Shakespeare empezó a escribir precisamente en el albor de una “crisis” que ahora nos afecta de lleno, y cuyos aspectos políticos y económicos no son más que refracciones de un prisma mucho más amplio.
«¿Parece, señora?». Fue precisamente él quien puso en palabras la pregunta de si vale la pena o no permanecer en la realidad y no huir de ella. La puso en boca de su personaje más célebre, el joven príncipe Hamlet, que se obstina en llevar luto por un padre olvidado demasiado pronto por los demás, y quien, ante la pregunta de «¿Por qué parece que sufres por ello de manera especial?» replica: «¿Parece, señora? Es un hecho, yo no conozco el “parece”... tengo dentro de mí algo que supera el espectáculo».
Todo el drama de Hamlet está en descubrir que a menudo las cosas no son lo que parecen, lo que sentimos que deberían ser, que el mundo es contradictorio, que es posible chocarse con el mal y la traición ante las expectativas más nobles, y sería muy fácil querer huir: «¡Oh, que esta sólida, demasiado sólida carne, pudiera derretirse, deshacerse y disolverse en rocío! ¡O que no hubiese fijado el Eterno su ley contra el suicidio!». El joven príncipe-filósofo sentirá sobre sus hombros la carga de la tarea sobrehumana de volver a poner las cosas en su sitio: «¡El mundo está fuera de quicio! ¡Oh suerte maldita! ¡Que haya nacido yo para ponerlo en orden!» y luchar contra los esclavos del poder que, en nombre de su provecho, están dispuestos a violar los secretos de las personas, como si fuesen flautas para la charanga de la mentalidad común: «¡Querrías tocarme! ¡Querrías hacer ver que conoces mis claves, que podías sondear el corazón de mi misterio!... ¿piensas que yo soy más fácil de manejar que una flauta? Cualquier instrumento que yo sea, aunque puedas aporrearme, ¡no puedes hacer que suene!». Las arenas movedizas del engaño parecen fagocitar todos los intentos del joven, una y otra vez, hasta llegar a un inesperado cambio radical de su mirada y de su postura.
Hamlet dejará de planear una respuesta adecuada al mal que le rodea, porque ha descubierto que «una divinidad da forma a nuestros fines», y no nos deja solos ni siquiera cuando «fracasan nuestras profundas maquinaciones». Él lo ha comprobado en el desarrollo del drama, allí donde menos se habría esperado: ha visto suceder acontecimientos grandes y pequeños, quizá casi insignificantes para otros ojos, y sin embargo señales de una presencia constante. Esto le hace capaz de afrontar los lances de los malvados que han obtenido el poder con el engaño, y que quieren deshacerse de él, haciendo una propuesta a su amigo Horacio, y a los espectadores: «Desafiemos los presagios. La providencia se manifiesta incluso en la caída de un gorrión».
«El mérito paciente». Muchos conocen la célebre cuestión que Hamlet había planteado «To be, or not to be...», «Ser o no ser, he aquí el problema: ¿qué es más elevado para el espíritu, sufrir los golpes y dardos de una fortuna ultrajante, o tomar las armas contra un mar de calamidades y, haciéndoles frente, poner fin a todo?». No todos perciben cómo al final de su camino es el propio Hamlet quien responde, sin que el problema sea ya resolver la realidad, sino abrazarla: «Let be...», deja que sea. Y precisamente cuando Hamlet deje de hacer planes, y las tinieblas y las apariencias parezcan engullir para siempre la verdad, “el ser”, las cosas tal y como son triunfarán sobre cualquier mentira. El propio Hamlet no lo sabía, pero era él quien nos había dicho ya el por qué. Se había preguntado quién querría en la vida seguir sufriendo «los latigazos y las burlas del tiempo, las injusticias del opresor, las ofensas de los soberbios, las penas de un amor rechazado, los retrasos de la ley, la arrogancia de los poderosos, los escarnios que quien es indigno inflige al mérito paciente». No son pocos los estudiosos que han intuido en tal elenco de humillaciones y en las palabras que lo describen, las alusiones y los signos textuales que remiten a otro “joven príncipe” que por amor se dejó azotar y escupir encima, que aceptó dejarse golpear y humillar, que sufrió la negación de los suyos y vio cómo un magistrado se lavaba las manos cobardemente, el único que sufriendo (“paciente”) ha ganado “un mérito”, una gracia para “quien es indigno”. Y en efecto Hamlet a su vez, como puede, dirá sí a algo que él no ha planeado, confiando en una mirada de amor y cuidado más grande que la nuestra. «Deja que sea». Este es el discreto pero radical desafío de Shakespeare a la crisis de la modernidad, al tambalearse de nuestras seguridades: que cada hombre, más o menos conscientemente, tiene la divina dignidad de dar libremente su sí a la realidad, su personalísimo “Amén”, y con este sí suyo cambiarla para siempre, descubriendo una victoria más fuerte que cualquier esfuerzo y cualquier amenaza.
“Biografía breve”
William Shakespeare nace en 1564, en Stratford upon Avon (Reino Unido), de John Shakespeare, un acaudalado comerciante y político local, y Mary Arden, cuya familia había sufrido persecuciones religiosas derivadas de su confesión católica. Tercero de los ocho hijos, con tan sólo 18 años se casa con Anne Hathaway, con la que tuvo tres hijos. Poco o nada se sabe luego de su vida, hasta 1592 cuando adquirió rápidamente fama y popularidad en Londres como actor y dramaturgo. Son de estos años sus primeras obras maestras: Romeo y Julieta, Sueño de una noche de verano, El mercader de Venecia. El sujeto indiscutido de todas sus obras es el hombre, esa «obra maestra» como dice un verso de su tragedia más famosa: Hamlet (escrita entre 1600 y 1602). Shakespeare muere en 1616.
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