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Huellas N.7, Julio/Agosto 2012

ACTUALIDAD / Crónicas de la crisis

Los que no se quedan parados

Paolo Perego

Paco perdió el trabajo y la familia, pero «empieza de nuevo a desear algo para su vida». Hace un año, Carlos pensaba en el suicidio y ahora está viviendo «una segunda oportunidad». También está Zolia, con su «corazón alborotado», Miriam, Mustafà… Viaje por Fuenlabrada, en la periferia sur de Madrid, para comprobar cómo la crisis acosa, pero no vence

Un pisito en Getafe, al sur de Madrid. Estamos en el 2010. El compañero de Marta, una rubia de 33 años, pierde el trabajo. El alquiler es muy caro y con dos niños, Sheila y Adrián, todavía un bebe, deciden mudarse cerca del mar, donde la vida es más barata. Al poco tiempo su hombre desaparece. «Me encontré totalmente sola, no conocía a nadie y lo que ganaba con algunos trabajillos no me daba para vivir. Volví a Getafe, para pasar una temporada con mi hermana, pero tuve que irme enseguida de su casa porque ella también tenía problemas». Marta se ve en la calle, sin trabajo y con dos pequeños a los que cuidar.
Uno de los miles de casos en una España hundida en una crisis sin precedentes. Más de cinco millones de desempleados, miles de “nuevos pobres”. También la caída del mercado inmobiliario, con todas sus secuelas, y los bancos con grandes dificultades para cobrar sus créditos. Sin embargo, la de Marta es una historia con final feliz. Ella hoy se siente «salvada». Llegó el año pasado a Fuenlabrada, una pequeña ciudad en la periferia de Madrid, y fue acogida en una casa para mujeres sin hogar, que surgió hace algunos años por iniciativa de una asociación vinculada a la iglesia de San Juan Bautista, una parroquia confiada a los sacerdotes misioneros de la Fraternidad San Carlos desde 1994. Marta ha vuelto a nacer.
Este rincón del sur de Madrid es sólo un pedacito de España, algo minúsculo, pero desde luego representa un buen punto de vista para observar de cerca qué es lo que está pasando y de qué manera la gente responde a diario al desafío de la crisis. «Se venía venir ya en 2005», explica Ángel Misut, empleado en una empresa de seguros, casado con María Luisa, enfermera, y con dos hijos mayores. «Los dos somos de Castilla. Yo manchego y ella de Cuenca, pero vivimos aquí desde siempre». Fuenlabrada ha crecido junto a la M50, cuarta autopista que rodea la capital. «Doscientos mil habitantes, aunque antes de los años setenta era un pueblecito».

Ladrillos rojos. En los años de la Transición, España empezó a desarrollarse rápidamente. Las casas se multiplicaron alrededor del casco antiguo de Fuenlabrada del que, hoy en día, casi no queda nada. «El socialismo lo quería todo igual, por eso los edificios se parecen tanto entre ellos: todos de ladrillo rojo». Luego llegaron el metro, el tren de cercanías y las autopistas. Y con ello, la gente. «Se construía sin parar, el trabajo no faltaba. Hace justo un par de años, de hecho, un piso podía costarte más de trescientos mil euros».
Ante el aumento progresivo de los sin techo, nació una propuesta de la diócesis de Getafe de construir un “albergue para transeúntes” para la zona sur de Madrid. Ángel lo habla con el padre Antonio Anastasio, su párroco italiano de San Juan Bautista, comentándole: «Me parece esplendido pero, ¿luego qué? Con esto no basta. Vemos a diario gente necesitada por las calles del barrio, ¿por qué no llegar a ellos también?». La Asociación San Ricardo Pampuri se pone en marcha y su primer fruto fue justo esta casa de acogida para mujeres, con o sin hijos. «Optamos por llamarla “Casa de San Antonio” y fue la respuesta a la primera necesidad con la que nos tropezamos, ofrecer una hospitalidad gratuita. Con el tiempo la respuesta ha seguido creciendo y han nacido también una casa para hombres y una para familias», explica Ángel, coordinador de la asociación. Pero hay más. Alrededor de la parroquia, y de los curas de la Fraternidad San Carlos, se ha ido creando un pequeño mundo. Por ejemplo, nació “Schole”, un servicio de ayuda al estudio para jóvenes con dificultad escolar. La última alumna que se ha registrado en este curso es la número 115, nos dice Esther. Dos tardes a la semana, los voluntarios, profesores y estudiantes universitarios, se alternan para ayudar a los chicos a estudiar. Todo dividido por materias, claro está. «Esta es también una gran necesidad, imprescindible para el barrio. Son chicos en riesgo de fracaso escolar y en peligro de exclusión social, a menudo con situaciones familiares muy duras», nos explica el padre Antonio.
«Tenemos también una sección alimenticia, una especie de banco de alimentos que distribuye comida unas ochenta familias en dificultad. Ellos vienen los viernes y se llevan una caja de comida. A una veintena de estas familias, que viven en una situación más grave y tienen niños pequeños, les proporcionamos también productos “frescos”: leche, huevos, carne…». En los últimos meses los “gritos” de socorro han aumentado bastante. «En su gran mayoría, son personas que han perdido el trabajo».

¡A la cola! La cola ante la oficina de empleo (el paro, como llaman aquí a la oficina para los desocupados) está menos abarrotada que hace un par de meses. «Cuando estalló la crisis, llegaba a medir centenares de metros», dice Alberto, un estudiante español que acaba de regresar después de un par de años en Roma. «Aquí la gente viene para solicitar el subsidio por desempleo: una cotización mensual igual al 60-70% de la última retribución, por un total de 4 mensualidades por año trabajado» Por ejemplo, si he trabajado tres años con un salario de 1.000 euros, percibiré 600 euros durante un año. Poca cosa, sobre todo para los jóvenes. «Yo también lo pedí porque estoy buscando trabajo y la empresa puede gozar de ciertas ayudas fiscales si contrata un desempleado». Una empleada de la oficina nos habla de gente con muy poca esperanza, de todas las edades. Pero de datos, ni una palabra. «Razones políticas», nos deja entender.
«Cuando la gente te pide ayuda es porque de verdad la necesita. En un primer momento predomina el orgullo, y uno se calla». Cuesta saludarse mientras se espera el ascensor, como comprobamos de primera mano. «Hoy en día todo parece venirse abajo: la tradición, la sociedad, toda la cultura de los derechos con los que nos han llenado la cabeza en estos últimos años. Aguanta un pelín más la familia, que actúa como un colchón frente a esta cultura individualista. Pero esto sólo no basta. Al final ves con tus propios ojos y tocas con tus manos que el verdadero recurso es la caridad. Y tampoco basta un simple dar, hay que compartir, acompañar, si no es así no se avanza. Se puede ver en la “vida” alrededor de la parroquia. En la vida de los voluntarios como María Luisa, una secretaria “todo terreno”, Alberto, María José, Trini y Ana. Y además los cursos para las mujeres del barrio, desde el ballet a la aeróbic, desde los talleres de operadora telefónica a los de informática. «Consiguen superar la mentalidad de “cada uno por su cuenta”. La alternativa para estas madres es, a menudo, la soledad», continúa el padre Antonio.

La cena de las mujeres. Musulmanes, españoles y muchos de la antigua colonia de Guinea Ecuatorial. «No hay diferencias en la necesidad del hombre. Esto lo ves por cómo la gente cambia, por los milagros que suceden a diario». Como cuando, por ejemplo, en la “cena de las mujeres” de la asociación, maridos musulmanes han servido la comida. ¿Dónde sucede algo parecido? El mismo milagro se puede encontrar en la “casa de acogida para familias”, donde conviven Mustafà y Miriam, pareja marroquí con un hijo, Adam, de dos años, con la pareja cubana formada por Zoila y Julio, los abuelo de Louis, adolescente con aspiraciones periodísticas. Historias muy diferentes que conviven bajo el mismo techo, un piso de un edificio en el centro de la ciudad. «Llegué aquí después de que mi hermano me echara de casa», dice Mustafà. Vivió con él una temporada nada más salir de la cárcel: «Los servicios sociales nos han dicho que viniéramos aquí». Hoy se dedica a buscar un trabajo fijo, mientras hace trabajitos aquí y allá. Miriam cuida una señora de la parroquia enferma de cáncer, que ya no puede sola con las tareas de la casa. Cada semana, delante de los supermercados recogen alimentos para el Banco de alimentos de la parroquia. Paran a la gente, les dicen quiénes son. Piden por ellos mismos y por otros como ellos. A la vez son objeto y sujeto de la caridad. Y siempre son los pobres los que entienden y ofrecen más», dice Miriam.

La vida nos interroga. Zoila y Julio también participan en la recogida de alimentos. Llegaron a Madrid con el nieto, para que pudiera reunirse con su madre que había emigrado a España unos años antes. Pero la madre no podía recibirle en su casa, donde vivía con su nuevo compañero. «Tuvimos que elegir: abandonar a Louis, que tenía todos los papeles en regla para quedarse y que no podía volver a Cuba, para que se encargaran de él los servicios sociales y nosotros volver a casa, o quedarnos como clandestinos en España». Deciden quedarse. Consiguen trabajo y se pagan una habitación mientras pueden. Pero no hay trabajo y hay que dar de comer al niño. «Así que aquí estamos», dice Zoila sonriendo: «tres cubanos y tres marroquíes en la misma casa». Son todo un espectáculo. «Me casé con Julio por la iglesia, en esta parroquia, el año pasado. Yo estoy enferma de corazón pero después de este encuentro mi corazón no deja de vibrar. Sigue enfermo, pero mírame, ¡estoy bien! Porque la vida nos desafía y la única manera de vivir es tratar de responder a este desafío».
La misma cosa se oye en la casa de los hombres. «¿La esperanza? La he perdido muchas veces. Pero vivir de verdad es lo que me importa», dice Hakim, albañil de 34 años. Un marroquí que acabó en la Casa de San Antonio hace seis meses, a través de los servicios sociales, echado de casa por su padre a causa de su problema con las drogas. El mismo deseo se puede ver en los ojos de Paco, unos cuarenta años, divorciado y desempleado: «Aquí volví a empezar a desear algo para mi vida. Como tener un trabajo, volver a formar una familia con mis hijos, de la misma manera en la que estoy aprendiendo a vivir aquí». La familia de Carlos, al contrario, no le acepta. Treinta y dos años, trabajaba de montador de muebles. Luego llegó la cocaína, y la consecuente pérdida del trabajo. «Llegué aquí el año pasado. El mes pasado intenté suicidarme». Le encontraron los compañeros de piso. Acabó internado en psiquiatría, de donde salió con la esperanza de volver con su familia. «Porque a uno como él hay que cuidarle», explica Ángel: «El problema es que en cuanto salió del hospital, la familia le dejó. “Tienes que salir de esto tú solo”, le dijeron. Así que le hemos vuelto a acoger y le hemos impuesto un plan de actividad que debe cumplir. Tenemos malas hierbas en el patio de la parroquia, hay que limpiar las ventanas, la colecta alimentaria. Tiene que mantenerse ocupado.» Una noche, Carlos le dice Ángel: «Nadie me ha dado una segunda oportunidad, sólo vosotros». Como si dijese, traicioné pero me perdonasteis y me acogisteis. Es la misma mirada que ha cambiado y sigue cambiando las vidas, como la de Fernando, la de Rafa, o la de Emeterio, un guineano de cincuenta años que hoy sirve en la iglesia: «Hace un año que no bebo. Esta es la esperanza».
Esperanza. La misma palabra que usa Marta con sus hijos. Ese caso, muy común en España, del que hablemos al inicio. Ella también acabó en la Casa de San Antonio. En estos últimos meses, dice, aprendió muchísimo: «hice cursos para cuidar enfermos. Descubrí qué significa vivir en una familia. Nunca imaginé algo así…». Llora, tiene miedo. Su estancia allí está terminando y pronto tendrá que irse y vivir sola. Pero lo que ha visto es mucho más fuerte: « ¡Claro hombre! Todo esto lo llevaré siempre muy dentro. Hay una crisis, y quizás la cosa irá empeorando, pero, ¿cómo podría no tener esperanza?».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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