El filósofo Costantino Esposito explica por qué la intervención de Benedicto XVI en París es una verdadera lección de laicidad
Después de la lección que Benedicto XVI pronunció en París el 12 de septiembre ante un grupo de intelectuales franceses, ya no será lo mismo cuando alguien hable de las raíces de Europa. El hecho es que él, en vez de apelar a valores eternos o de llamar a la defensa de un pasado glorioso, ha mostrado simplemente, y nos ha hecho tocar con la mano, cuáles son estas raíces. Y lo ha hecho mostrando a través de un lugar y de un evento particular –el nacimiento de la teología occidental en los scriptoria monásticos de la orden de san Benito– la racionalidad y la universalidad de la experiencia cristiana. Ella está en el fundamento de nuestra cultura precisamente por su capacidad innata de ser un «hecho razonable», es decir, correspondiente de forma fascinante con la exigencia de razones que empuja siempre nuestra inteligencia, hoy como hace novecientos años. [...]
Todo hombre busca
Habituados como estamos, por influencia de la Ilustración, a concebir lo universal y lo racional como aquello que es abstracto y general, y por el contrario los hechos particulares y los eventos contingentes como aquello que es casual e irracional, todos nos hemos llenado de asombro ante esta mirada gracias a la cual, la razón puede encontrar el infinito en los particulares de la vida, de forma que todo se convierta en signo y objeto de estima y de amor. Es como una clarificación más radical de los factores de la realidad, una “ilustración” menos condicionada por nuestros conceptos abstractos, y más completa. Pero esta posición de Benedicto XVI es de todo menos “cultural” o “edificante”: ella lleva a formular con claridad algunos juicios bastante pertinentes, casi diría afilados, sobre las tendencias culturales de nuestro tiempo, lo que tiempos atrás se habría llamado la “condición espiritual” de la época presente. Trato de señalar sólo alguno de estos juicios, entre muchos otros que se podrían resaltar, porque me parece que son los más inéditos o menos evidentes para los estándares habituales y las visiones conformistas del mundo cultural que hoy en día se toma como referencia. El primero es sencillamente que una cultura verdadera (es decir, consciente del ideal y creativa a la hora de expresarlo) no nace de una preocupación cultural, sino de la misma vida, es decir, del deseo de «trabajar con tesón por dar con lo que vale y permanece siempre», es decir, para «encontrar la misma Vida». El quaerere Deum no es por tanto una ocupación para hombres devotos o dedicados a la religión en detrimento del mundo, sino, por el contrario, es la espera más aguda que constituye la energía de cualquier otra pregunta, que permite seguir buscando siempre, incluso después de haber encontrado. Se trata del anti clericalismo por excelencia, y por tanto, de forma paradójica, de la semilla de la laicidad, es decir, de una búsqueda libre de prejuicios de lo más conveniente para uno mismo y para la comunidad de los hombres. Y justamente de aquí nace el segundo juicio: sólo se puede buscar verdaderamente cuando se ha encontrado una respuesta verdadera, pues de lo contrario nos hallamos en un «desierto sin caminos», o nos dirigimos «hacia el vacío absoluto». [...]
Una razón que está por descubrir
La afirmación de la verdad, ¿va en contra de mi libertad o la reclama? Y si la libertad fuese sólo «falta total de vínculos», ¿no se destruiría a sí misma? Tanto el arbitrio como el fanatismo resultan de esta forma irracionales, es decir, no correspondientes a un ejercicio de nuestra razón que no esté enjaulado ideológicamente o reducido a mecanismo instintivo. No se trata de una cuestión moral, y tal vez no se trata siquiera de una cuestión “religiosa”, sino cognoscitiva, casi diría “estética”. En el fondo del corazón de cada hombre existe la relación –a veces explícita, a veces muda– con el gran «Desconocido», el Ignoto del que cada uno conoce algo, por lo menos en el fondo de su espera. Por eso Benedicto XVI puede volver a decir, con la insistencia afable pero también dramática que le caracteriza, que el cristianismo es el anuncio de una Persona que es el Logos, es decir, la Racionalidad. Y nosotros podemos darnos cuenta de su existencia precisamente porque corresponde más que cualquier otro ideal a la amplitud de nuestra búsqueda. Si no fuese esto, Cristo mismo se reduciría a una “raíz cultural”, y Dios acabaría estando a merced de nuestras interpretaciones subjetivas –fundamentalistas o nihilistas, según los gustos y las culturas. Es decir, quedaría como algo «irreal»; pero «un Dios sólo pensado e inventado no es un Dios». Y este no es el desafío menor que el Papa nos lanza, la razón es mucho más que lo que nosotros conseguimos pensar: es una dimensión de la realidad que nos corresponde a nosotros descubrir. Y el camino para hacerlo es precisamente la belleza, signo de la verdad que provoca a la razón a seguirla. Tal vez se juega aquí toda la partida: ¿conseguiremos no apartar la mirada de esta belleza? (de www.ilsussidiario.net)
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