Hombre de pocas palabras, prefiere dejar que hable la piedra, el metal, el cemento… Desde hace veinte años trabaja en el taller de la Sagrada Familia, y nunca hubiese sospechado que esto le llevaría hasta Bruselas. Pero así ha sido
Sus amigos le definen como un pequeño Obélix de León, aunque ahora que se ha cortado el pelo y se ha vuelto algo más tímido. Es un español del norte, de los que resisten al Poder simplemente haciendo lo que tienen que hacer. Manolo le cae bien a todo el mundo, desde los arquitectos italianos a los que enseña a picàr pedra hasta a los alcaldes y a las señoras japonesas, aunque sigue siendo un misterio cómo puede hablar con ellos, ya que no sabe ni inglés ni japonés.
Sus manos grandes y fuertes están dando vida a toda la exuberante familia de vegetales y animales que harán del temple espiatori de Gaudí una construcción viva. Trabaja mano a mano con Etsuro Sotoo. El escultor japonés le conoció en una escuela en la que enseñaba a tallar. Una colega suya le dijo: «Tengo aquí a un chico notable. No habla mucho, viste siempre de negro, lleva un gorro bastante feo e induce un cierto respeto. Pero trabaja muy bien».
Hoy Manolo vive en San Genis, en una casa en el campo a 65 kilómetros de Barcelona. Cada día se levanta a las cinco de la mañana y viaja unos 130 kilómetros para ir a su catedral: «Es lo que me toca, –dice– pero mejor así que vivir en la ciudad». Muchos intentaron buscarle un piso, pero nunca lograron que se mudara. Su padre era minero, y le enseñó el respeto hacia la materia. Es capaz de realizar cosas dificilísimas con todo tipo de materiales: piedra, hierro, poliuretano, hormigón. «De vez en cuando, cuando hay que acabar un trabajo, pase lo que pase lo encuentro aquí trabajando a las 11 de la noche», comenta Etsuro Sotoo.
El año pasado Manolo quería marcharse del taller, porque decía: «Nadie marca una dirección precisa que seguir; así no llegaremos a ningún lado». El material no llegaba, las envidias y los celos humanos creaban muchos problemas: «Siempre había alguien que trataba de entorpecer nuestro trabajo». Manolo no tenía ganas de seguir luchando con estas cosas, estaba harto. «Quería dedicarme a otra cosa». Un día llegó a Barcelona Jesús Carrascosa, uno de los responsables de CL, y le retó a quedarse: «No es posible que un constructor de catedrales como tú se vaya. ¿Dónde piensas encontrar otro maestro así? ¿Dónde piensas encontrar un lugar como éste, una amistad como ésta?». Este pedazo de hombre rompió a llorar. En el fondo, quería quedarse con aquella gente, y esto es lo que hizo al final, lo que le llevó hasta a Bruselas, y con él, el calco del pináculo en el marco de la exposición en el Parlamento Europeo. «No me importa cuando se acabará la catedral –dice–; lo único que me importa son las personas. Por lo demás, hago lo que tengo que hacer día tras día».
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