Apuntes de las intervenciones de Davide Prosperi y Julián Carrón en la Apertura de curso de CL de Lombardía. Rho, 27 de septiembre de 2008
DAVIDE PROSPERI
Resumo, a modo de introducción, las observaciones de la Diaconía de Lombardía durante la preparación de este acto. Ante todo, tenemos todavía en la retina los hechos sucedidos este verano y algunos testimonios extraordinarios. Extraordinarios porque se refieren a personas capaces de comunicar una novedad para la vida de manera verdadera, es decir, convincente. Una experiencia que nos ha cautivado y que nos convence. Por ello, en el Meeting de Rimini hemos hablado de “protagonistas”. Recuerdo algunos: Marcos y Cleuza Zerbini, Rose, el padre Aldo Trento y monseñor Paolo Pezzi.
¿De dónde puede proceder un protagonismo así? La última edición del Meeting, con toda su habitual riqueza cultural, se ha centrado en los testimonios, en el encuentro con algunos testigos. Mucho menos que en otras ocasiones, nos han distraído factores que son secundarios respecto a nuestro interés principal: comprobar que la vida cristiana es persuasiva y valorizadora de lo humano. Lo ha reconocido Giampaolo Pansa, quien hace un par de semanas escribió lo siguiente en el semanario Espresso: «Esa gente no me ha preguntado de dónde venía, querían saber hacia dónde iba. […] Me he sentido siempre objeto de atención sincera, jamás juzgado. Nunca me había pasado». ¿De dónde proviene esta novedad? No deriva de una estrategia premeditada, es más bien el fruto de una educación en la fe que, para muchos de nosotros, se está convirtiendo en una experiencia cada vez más cotidiana.
Por ello, para darnos cuenta de lo que vemos y de la relación que tiene con lo que nos proponen la Escuela de comunidad y los últimos Ejercicios de la Fraternidad, la primera pregunta que querríamos plantearte es: ¿qué tienen que ver estos hechos extraordinarios con la fe?
Además, todos somos testigos de un hecho que no hay que dar por supuesto y que es decisivo para nuestra vida. A los tres años y medio de la muerte de don Giussani, la experiencia persuasiva de vida cristiana que nos ha alcanzado mediante el movimiento que de él nació no se ha interrumpido. Tenemos que darle gracias al Espíritu Santo porque el movimiento está unido y es guiado, cosa que no podemos dar por descontada y que es una verdadera gracia. En estos años de amistad con Julián he comprobado –y conmigo, muchos de nosotros– que la autoridad es tal porque sabe darse cuenta de lo que Otro hace, Otro que es el Misterio que hace todas las cosas y que es una presencia real, encarnada y visible. Y así lo enseña a todos, facilitando que podamos reconocerlo.
Creo que esto es lo que ha ayudado a caer en la cuenta de la excepcionalidad de la que hablaba antes. Si esto es cierto, significa que no vale únicamente para la autoridad última, sino para cada uno de nosotros. Es una tensión que podemos vivir en la normalidad cotidiana. La presencia de Cristo es excepcional justamente porque se manifiesta en la normalidad, en la rutina diaria. Es más, cuanto más se manifiesta en la vida cotidiana, más lo percibimos como un acontecimiento que nos cambia, día tras día.
Benedicto XVI, hablando de los monjes antiguos en el Colegio de los Bernardinos en París, dice: «Su objetivo era: quaerere Deum, buscar a Dios. En la confusión de aquella época en la que nada parecía resistir [nuestra época no es menos confusa], ellos querían hacer lo esencial: esforzarse por encontrar lo que vale y permanece para siempre, encontrar la Vida misma. Buscaban a Dios»1. Nuestra búsqueda humana es justamente quaerere Deum, por menos de lo cual –como dijimos en los Ejercicios– nunca encontraríamos satisfacción.
Reparando en la experiencia de este último tiempo emerge un segundo problema: estos hechos, por muy excepcionales que sean, no bastan o, por lo menos, parecen no bastar para alcanzar la certeza de la fe. Uno de nosotros contaba que, al acabar las vacaciones de la comunidad, una amiga (que asistía por primera vez) le confesaba: «Estoy muy sorprendida por lo que he visto y escuchado. Todo ha sido inesperado y correspondiente. Pero, ¿quién me asegura que dentro de unos meses no me dé cuenta de que todo es fruto de un pasajero estado de ánimo?».
En ocasiones, se pone de manifiesto una debilidad a la hora de establecer el nexo entre los hechos que vemos y la certeza, entre lo que nos sucede y lo que significa, entre lo que vivimos y la certeza que de Él puede nacer. Pero si es así, debemos ayudarnos, ya que de lo contrario nuestro camino sigue inestable, inseguro. Necesitamos esa certeza para vivir, tanto como el aire que respiramos.
Resumiendo, repito las dos preguntas que queremos plantearte para que nos ayudes.
Primera: ¿Qué tienen que ver todos estos hechos, que nos han llamado la atención porque son extraordinarios, con la fe?
Segunda: ¿Cómo pueden ayudarnos estos hechos excepcionales a alcanzar una certeza?
JULIÁN CARRÓN
«¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para darle poder?»2. A menudo me acordaba de ello durante estos días al mirar lo que sucede entre nosotros, al ver a tantas personas cambiadas porque han comenzado a hacer un trabajo personal. Como muchos de vosotros, estoy conmovido y no puedo evitar preguntarme: ¿quiénes somos para que el Misterio tenga piedad de nosotros de una forma tan impresionante? Y casi me avergüenzo, porque me gustaría tener la misma conmoción que tiene nuestra amiga Vicky, que –como hemos podido escuchar en su testimonio en el Meeting– sigue preguntándose: «¿Quién soy yo para que me suceda algo así?». O como Franco, el preso de Padua, que se pregunta: «¿Por qué me ha ocurrido precisamente a mí?». O como una chica de veinte años que se estremece porque el Ser se hace amigo de la nada. Estas personas son amigas mías justamente por eso; no porque sean más o menos capaces, sino porque se dejan conmover por el Misterio presente, porque en ellas vibra la misma conmoción de la Virgen: «El Señor ha mirado la nada de su sierva»3. Estoy lleno de agradecimiento sólo pensando en la ternura que el Misterio tiene por nosotros, tan grande que me supera, porque el Señor tiene piedad de nuestra nada. Estoy seguro de que estas palabras expresan el sentimiento que muchos tenéis frente a lo que está sucediendo.
Los hechos
Giussani enseña que la conmoción por lo que sucede es el inicio, el punto de partida donde surge la pregunta sobre el origen de lo que se ve y es capaz de conmovernos. No podemos tomar en serio esta pregunta más que mirando ciertos hechos y a ciertas personas que encontramos en nuestro camino. Debemos mirar para entender lo que está sucediendo. Pero no entenderemos hasta el fondo los hechos si no observamos también el método que usa el Señor para alcanzarnos. Es una cuestión de vida o muerte, porque lo que vemos es la respuesta a esa dificultad que habíamos abordado en los Ejercicios de la Fraternidad: el Misterio nos parece abstracto.
Para responder a esta dificultad y tener piedad de nuestra nada, el Señor no nos envía a alguien que nos lo explique mejor, sino que hace suceder hechos delante de nuestros ojos, se manifiesta ante nosotros de tal manera que podamos salir al paso de esta dificultad. Si recorremos el camino señalado en los últimos Ejercicios, entonces podremos vencer esta dificultad, don Giussani la identificaba en la separación que en tantas ocasiones vivimos entre lo que experimentamos y nuestra razón (“pensamos” en el Misterio de manera abstracta sin darnos cuenta). Por eso debemos ayudarnos a mirar los hechos, tratando de identificar bien la relación entre nuestra razón y la experiencia.
El punto de partida –no me cansaré de repetirlo– son siempre los hechos, la realidad, como nos enseña don Giussani en el décimo capítulo de El sentido religioso. Lo que allí leemos es lo mismo que encontramos en el Evangelio: «Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta»4. ¿De dónde parte Jesús? Mira las aves del cielo, pero no da por descontado que existan. Por eso, al tomar conciencia de la realidad, no puede detenerse hasta llegar a reconocer al Padre. De este modo, Jesús nos enseña a mirar sin estancarnos en la apariencia, sino llegando hasta su origen, hasta el Padre del que surge continuamente la realidad. Esto es decisivo para la vida, porque si una mirada así no llega a ser familiar, en cuanto la realidad nos muestra su cara más amarga, ponemos en duda la relación con el Padre. La realidad existe; agradable o desagradable, pero existe. Que no nos agrade no quiere decir que no exista: existe y la sufrimos. Pero si existe una circunstancia dura, si padezco una enfermedad, si tengo una tristeza que me invade, si todo esto existe quiere decir que yo existo. Y si existo, quiere decir que Otro me está haciendo en este mismo instante.
Siempre me ha llamado la atención que don Giussani, al transmitirnos esta noción elemental, la reduce a lo esencial. Decir con plena conciencia: «Yo soy» equivale a decir: «Yo soy hecho». El hecho de que yo exista implica Su compañía («ser poseído»5): nada de intimismo, nada de proyección de un “misterio” fruto de mi imaginación. ¡Es la realidad la que grita que Él existe!
Recuerdo que en una ocasión, cuando daba clases de religión en el instituto, se me acercó uno de mis alumnos diciéndome: «¿Está seguro de lo que dice sobre Dios? ¿Está tan cierto como dice?». A lo que respondí: «Sí, porque yo no parto de Dios, sino de la realidad». Es la realidad la que grita que Dios existe, porque no se hace a sí misma, como tampoco nosotros nos hacemos a nosotros mismos (¡Si somos mínimamente conscientes no podemos dejar de reconocerlo!). Como bien dice Andrei Siniavski: «No hay que creer por tradición, por miedo a la muerte o por cubrirse las espaldas. O porque hay alguien que manda y nos infunde temor, ni siquiera por razones humanistas, para salvarnos o para diferenciarnos de otros. Hay que creer por la sencilla razón de que Dios existe»6. Debemos tener el valor de usar la razón así. Es a lo que nos invita el Papa constantemente, a usar la razón, a esgrimir –decía don Giussani– la razón, porque de lo contrario estaremos siempre al albur del nihilismo, de nuestros altibajos, del estado de ánimo o de las dificultades. Pero no hay aprieto que pueda poner en entredicho que yo existo y que, si existo, es porque Otro me está haciendo en este preciso instante.
La dinámica de la realidad es la misma que la de la fe. Y la dinámica de la fe es la misma que la de la realidad pero elevada a la enésima potencia, porque no nos enfrentamos con una realidad cualquiera, sino frente a una realidad tan excepcional (tal y como hemos visto este verano) que provoca más fácilmente el dinamismo del conocimiento, respetando la misma dinámica. La fe, por tanto, no nace de una sugestión, de un sentimiento o de la imaginación: arranca de un acontecimiento que sucede y que es tan excepcional que provoca toda la energía de la razón para tratar de comprenderlo.
Repito: en el origen no se encuentra una imaginación acerca de lo que no se ve, una huida al más allá, una incursión emotiva en lo invisible, sino un dato que se impone y que exige ser explicado, que pone en marcha toda la energía de la razón precisamente porque provoca toda mi humanidad. Pero, ¿qué es lo extraordinario en lo que hemos visto? Lo recordaba antes Davide: la mirada de Rose, a la que Vicky, a pesar de su reticencia inicial, termina por rendirse; la maravilla de ver a Vicky que, enferma de sida, contagiada por su marido y después abandonada, comunica a todos la esperanza; la conmoción de Cleuza y Marcos Zerbini, sobrecogidos por una novedad imprevista; el deseo de ese hombre –un preso de Padua– de volver a la cárcel para contar a todos lo que le ha sucedido; la consistencia de un hombre como el padre Aldo que sufre depresiones (¡tener esa misma consistencia humana le gustaría a cualquiera, con o sin depresión!). ¡Y cuántos otros ejemplos que todos conocemos! Cito estos porque todos los hemos visto: son personas cambiadas, transformadas. Nada de invenciones. Cosas como estas son imposibles de inventar. Tanto es así que los más sorprendidos son los propios protagonistas.
El recorrido de la fe del que hemos hablado en los Ejercicios comienza precisamente ahí, y la pregunta que me planteo –para ver hasta qué punto, además de leer el cuaderno de los Ejercicios, hacemos lo que ahí se indica–, es la siguiente: ¿cuántos de los que han presenciado estos hechos han seguido el recorrido del conocimiento que propone la Escuela de comunidad? Sé que todos conocemos al dedillo la teoría, eso lo doy por supuesto, pero eso no quiere decir que nos dejemos desafiar por los hechos siguiendo el recorrido propio de la razón, tal y como hemos aprendido. Y así, lo que pasa es que seguimos hablando del Misterio como de algo abstracto. ¿Por qué? ¿Por qué nos sigue costando ese recorrido del conocimiento a pesar de ver hechos tan irrefutables e imponentes?
Don Giussani explica que son «hechos que hay que leer con el corazón», y para que no haya reducciones sentimentales de este término, añade que «el corazón es una razón afectivamente implicada». La razón se sana sólo si coincide con el corazón, entendido como íntima unión de razón y afecto. Un paso más: ¿qué quiere decir que la razón esté afectivamente implicada? Que nuestra razón ha sido tocada, aferrada. No existe una razón aséptica, al margen del afecto. Hemos sido tocados por algo que ha provocado en nosotros el recorrido de la razón. La clave del conocimiento humano no es una capacidad particular de inteligencia, sino una actitud verdadera del corazón. La pobreza de corazón es esa actitud verdadera. No se privilegia la inteligencia de los más listos, sino de los más sencillos: esas personas (que quizás no vea más que una vez en la vida) se convierten en amigos, no por sus capacidades intelectuales, sino porque se dejan conmover. Y yo me doy cuenta de que me hacen compañía, me sorprendo acordándome de ellas, lo cual demuestra que su inteligencia es más aguda.
El Papa lo ha recordado en su viaje a Francia: «Si Él no se muestra, nosotros no podemos alcanzarle. La novedad que encierra el anuncio cristiano es la posibilidad de decirles a todos los pueblos: Él se ha mostrado. Personalmente. Ahora está despejado el camino hacia Él. La novedad del pensamiento cristiano no reside en un pensamiento, sino en un hecho: Él se ha mostrado. Pero no es un hecho mudo, sino un hecho que es, él mismo, Logos –presencia de la Razón eterna de nuestra carne. Verbum caro factum est (Jn 1,14), y así, en el hecho está presente el Logos, el Logos presente en medio de nosotros. El hecho es razonable. Siempre es necesaria la humildad de la razón para acogerlo, es necesaria la humildad del hombre que responde a la humildad de Dios»7.
Todo esto nos enseñan los testigos excepcionales. Nuestra participación consiste en recibir el dato, en dar prioridad a lo que sucede, con humildad. Si no seguimos el recorrido del conocimiento que acaba por rendirse a la evidencia, no entendemos lo que sucede y mantenemos la separación entre nuestra razón y la experiencia, para concluir que el Misterio sigue abstracto. Sin embargo, cuando alguien mira los hechos con sencillez, con la humildad a la que alude el Papa, lo que ve le remite inexorablemente a otro factor. ¿Qué factor es este implicado en los hechos que veo, en el cambio de estas personas? ¿Basta cualquier explicación para dar razón de ese cambio?
«Querido Julián: Quiero contarte algo que estamos viviendo en estas últimas semanas. Una amiga nuestra, una joven madre, que está luchando desde hace años contra una grave enfermedad, ha tenido una recaída inesperada. Se trata de una situación muy complicada, que nos obliga a pedir sin descanso el milagro y, dado que siempre el Señor responde a quien le suplica, ese milagro ha comenzado a suceder: está creciendo nuestro afecto por Cristo. Frente a una situación como ésta no puedes perder tiempo objetando “peros”. Para poder estar frente a ella, frente a su marido y sus hijos, no puedes dejar de preguntarte: ¿quién nos está entregando su presencia? ¿Quién nos está regalando estos años de amistad con ella? Pero, sobre todo: ¿quién está haciendo posibles en esta situación tan dolorosa una profundidad y una intensidad de relación tan inimaginables? Como nos dijo su marido una noche: “Estos son los días más bellos de nuestro matrimonio”. ¡¿Cómo es posible que suceda algo así?! Es algo inexplicable sin Cristo. Existe, ha sucedido, lo tienes delante de los ojos, pero no puedes explicarlo sin llegar hasta ese punto, hasta reconocer Sus rasgos inconfundibles. Tampoco se puede explicar la comunión que se acrecienta entre los que la conocemos, quienes vivimos con ella una amistad que, ciertamente, no ha nacido ahora, pero que, sin duda, está floreciendo en toda su grandeza a través de esta situación. Una amiga suya, que acaba de encontrar el movimiento, fue un día a visitarla y nos ha contado aquella visita así: “Antes de entrar estaba muy tensa, llena de agitación y sin saber qué decir. Luego, al salir de su casa, estaba feliz. No sólo porque hubiera cambiado algunas de mis ideas acerca de la muerte y el sufrimiento, sino que me había sorprendido a mí misma estando feliz. No sé lo que ha sucedido pero, desde luego, allí se escondía Algo excepcional”. Y cuando ha venido a la Escuela de comunidad ha añadido: “Vosotros decís que es Cristo. Pero, ¿cómo puedo yo saber que es Él? No soy capaz de pronunciar ese nombre. Me fío de vosotros, pero eso no es suficiente”. Le hemos dicho: “De acuerdo, fíate de nosotros, pero sobre todo fíate de tu corazón, de la correspondencia que has experimentado allí: has entrado llena de desesperación y has salido feliz, has visto Algo extraordinario. Ayudémonos a descubrirlo, porque todos tenemos necesidad, como tú, de reconocer Su rostro, de pronunciar su nombre, de unirnos más a Él. En este camino estamos juntos”».
¿Quién es éste?
En muchas ocasiones, como acabamos de leer, oímos decir: «Yo no consigo decir Su nombre» (por ejemplo, esta mujer: «vosotros decís que es Cristo, pero, ¿cómo puedo saber que es Él?»). La semana pasada me decía una chica: «Yo veo una humanidad diferente, pero, ¿por qué tengo que decir que es Cristo?».
¿Cómo podemos responder a esta pregunta de manera razonable? Aquí nos enfrentamos con el mismo problema que tuvieron que afrontar los apóstoles. También los apóstoles habían presenciado hechos extraordinarios, milagros; y al constatar que aquella persona era única se preguntaban: «¿Quién es este?». Reconocían un factor diferente, que les obligaba a interrogarse. Pero al tratar de responder se equivocaban. «“¿Quién dice la gente que soy yo?”. Y ellos respondieron: “Unos que Juan el Bautista, otros que Elías y otros que uno de los profetas”»8. No eran capaces de atinar, ese hombre no cabía en sus interpretaciones. Pero, como hemos dicho en los Ejercicios, el testigo no es únicamente quien nos remite a otro, sino quien responde a la pregunta. Jesucristo respondió a la pregunta de los apóstoles, fue Él quien contestó: «El Padre me ha enviado»9. Entonces todos se dieron cuenta, de improviso, de que esa era la única respuesta que explicaba de verdad la personalidad excepcional que veían, mucho más que sus interpretaciones.
¿Y nosotros? También nosotros nos encontramos –tal y como hemos experimentado– frente a personas con una humanidad excepcional (¡ya lo creo que las hemos encontrado!); las vemos con nuestros propios ojos, pero muchas veces tampoco nosotros sabemos qué decir: «¿Por qué tengo que decir Su nombre? ¿Quién me asegura que sea Él?». La tradición de la Iglesia nos ofrece una respuesta: «¿Cuál es el origen de todos esos rasgos inconfundibles que ves, de toda la novedad que experimentas y que pasa a través de los rostros de tantas personas? Para entender y reconocer esos rasgos inconfundibles tienes que ir al Evangelio, debes tener familiaridad con el Evangelio».
Para explicarme mejor quiero contaros algo que me sucedió en España hace unos años. Una persona de un pueblo cercano a Madrid había conocido a nuestros amigos. Aquella persona, hasta ese momento, no había mantenido ningún contacto con la Iglesia. Estando con nuestros amigos fue haciendo experiencia de una novedad que, poco a poco, se introdujo en su vida. En un determinado momento, comenzó a ir también ella a misa. Un día, escuchando el Evangelio, dijo: «A la gente del Evangelio le ha pasado lo mismo que nos ha pasado a nosotros». ¡Se había dado cuenta de que la novedad que había comenzado a vivir en la comunidad cristiana era la misma que vivían quienes estaban con Jesús! Y no se daba cuenta de que sucedía al contrario, que a ella le sucedía lo mismo que a los discípulos. Los Evangelios son –y serán siempre– el canon, la regla que nos ayuda a descubrir cuando una experiencia es verdaderamente cristiana. Porque en el presente y en cada momento de la historia sucede lo mismo (a través de nuevos rostros, de otras caras), lo mismo que sucedía al principio, pasa a través de rostros diferentes, pero Él se hace presente a través de los mismos rasgos inconfundibles que le pertenecen. No es que los discípulos hayan encontrado a Jesús y nosotros tengamos que contentarnos con un sucedáneo. De lo que hacemos experiencia es de los mismos rasgos inconfundibles de Su presencia, que hoy sale al encuentro de nuestra vida por piedad de nuestra nada.
¿Cómo descubro que esos rasgos son Suyos? Tenemos que mirar con atención, porque corremos el riesgo de que todo nos parezca igual. Miremos detenidamente, por ejemplo, lo que cuenta Vicky: «Antes de conocer a Rose nadie nos sonreía, todos nuestros familiares nos odiaban, como si hubiéramos decidido nosotras ponernos enfermas. E inesperadamente, en aquella situación, apareció una presencia nueva: Rose vino y se sentó junto a mí. Yo me apartaba porque mi olor no era precisamente agradable, pero ella se acercaba de nuevo, una y otra vez». Y a esta persona, en un momento como ese, Rose le dijo algo fuera de lo común: «Tú vales más que tu enfermedad». Hace falta familiaridad con Aquél que decía esas cosas tan fuera de lo común. Tan sorprendentes como decirle a una madre que está yendo a sepultar a su hijo: «¡No llores!»10. O a alguien que le ha traicionado: «¿Me amas?»11. O decirle al hombre más odiado de la ciudad: «Zaqueo, baja enseguida, porque hoy voy a ir a tu casa»12.
Si carecemos de esta familiaridad con el Evangelio, atribuimos estos hechos a “cualquiera”. Los rasgos de Cristo podrían ser “de cualquiera”; y podríamos atribuirlos a quien nos venga en gana: Jesús, Mahoma, Buda o vete tú a saber, porque al final todo es lo mismo. Pero, ¿dónde sucedió que alguien se acercara de ese modo a un leproso al que todos rechazaban? ¿Dónde hemos visto que alguien se acerque al que todos consideran el pecador más empedernido de la ciudad? ¿Dónde hemos visto que alguien afirme de esa manera el valor del hombre incluso en la situación más desesperada? ¡No ha sucedido en todas partes, sino en el preciso momento de la historia en el que Él se ha mostrado!
Nos cuesta trabajo porque nos falta identificarnos con Jesús, con el Evangelio, tal y como don Giussani nos ha testimoniado a lo largo de su vida; porque nosotros no podríamos identificarnos con esos episodios si no hubiésemos escuchado a don Giussani hacerlo incansablemente. Pero nosotros –parece ser– tenemos cosas mejores que hacer: leer el Evangelio nos parece algo espiritualista y por eso, cuando vemos los mismos hechos frente a nuestros ojos, no somos capaces de decir Su nombre. Pero entonces, ¿por qué deberíamos creer? Se entiende bien que una fe de este tipo no sería razonable. Sin embargo, si tratamos de identificarnos continuamente con los episodios evangélicos es imposible que no nazca un afecto del otro mundo a Cristo que nos lo hace cada vez más amable.
La satisfacción como prueba de la fe
La fe cristiana es esto: el reconocimiento de una Presencia de rasgos inconfundibles, presente en la historia ahora, igual que hace dos mil años. El cristianismo no habla de una presencia cualquiera, sino de una presencia incomparable. No es un recuerdo devoto, ni una espiritualidad barata: ¡Su presencia ahora! Una presencia que podemos tocar con nuestras manos y por la que podemos sentirnos mirados y abrazados. Alguien que sigue teniendo piedad de nuestra nada. Alguien que está tan presente que podemos experimentarlo por la novedad, por la satisfacción que introduce en nuestras vidas. Puede suceder, como hemos visto, dentro de una enfermedad. O, como testimonia este chico –ahora nos mira desde el cielo, porque ha fallecido–, se puede vivir de este modo hasta el último instante de la vida. Escribe a una amiga de la universidad: «Todos hemos hecho exámenes. Ciertamente, no es nada del otro mundo. Eso pensaba antes de haber conocido algunas personas que han introducido en mi vida una verdadera revolución, que me han obligado a preguntarme si estaba viviendo seriamente mi vida. Dentro de pocos días, lo sabéis, tendré que ingresar en un hospital para someterme a un transplante de médula, y os preguntaréis: ¿qué tiene que ver esto con mi examen? Si no fuera de CL, si no hubiera aprendido del Movimiento a mirar el estudio como una magnífica oportunidad para buscar la verdad, para dar un sentido a mi vida y para expresar un juicio sobre ella, hace tiempo que habría abandonado todo y me habría quedado en casa apoltronado esperando a recuperarme. Quizás habría leído algún libro o el periódico, pero, en definitiva, habría empleado mis días buscando, pasiva y desesperadamente, algo que me permitiera pasar este tiempo de espera previo a la guerra (porque es como ir a la guerra). Estudiando para el examen no he sentido la necesidad de rellenar un vacío para ir pasando los días, sino que he sido yo quien lo ha llenado: no era el vacío quien dictaba el ritmo de mi vida, lo he hecho yo. Yo he sido el dueño y señor de cada uno de mis días. Estudiaba Derecho civil, afrontaba los temas día tras día, feliz del poder que aún tenía sobre cada día y, en definitiva, sobre mi vida [este es el protagonismo: ¡hasta el último instante!]. Si me hubiera quedado quieto, viendo pasar del tiempo, habría sido un esclavo, me habría consumido poco a poco sin darme cuenta. Hoy estoy contento por haber aprobado el examen pero, ya ayer, antes del examen, estaba orgulloso de mí, me sentía realizado como hombre porque sabía que estaba esperando contra toda esperanza». Murió durante la operación. Esta es la satisfacción que uno puede encontrar incluso en la situación más desesperada. ¿Por qué? ¿Cómo se puede vivir así hasta el último instante de la vida? Identificándose con Jesús. El atractivo que Jesús ejercía sobre la gente se debía al hecho de que Él no se refería a sí mismo, sino al Padre. La fe cristiana proporciona una satisfacción de otro mundo porque introduce en el misterio del Padre. No poseemos la correspondencia única de la fe sólo porque hayamos encontrado algo real, presente, que nos satisface, sino porque dentro de lo que hemos encontrado existe algo que nos remite al Infinito. Encontrar a Jesús, igual que encontrarnos con testigos como estos, nos remite al Infinito, por eso nos satisface, porque nos abre más al Misterio. La satisfacción encierra siempre dentro de sí una petición, el deseo de penetrar cada vez más en este Misterio.
Obediencia
¿Cómo podemos entrar cada vez más en este Misterio (este último punto nos sirve de introducción a la Escuela de comunidad)? A través de la obediencia. Podemos introducirnos cada vez más en este Misterio y superar así la duda de que sea tan sólo un estado de ánimo si obedecemos a lo que el Señor hace suceder entre nosotros. Somos testigos de algo que sucede cuando seguimos lo que Otro hace en medio de nosotros. Lo hemos visto con nuestros propios ojos, hemos percibido el efecto bueno que tiene sobre nosotros, pero el capítulo de la Escuela de comunidad que comenzamos ahora13 es decisivo para que podamos entenderlo plenamente. ¿Por qué? Porque la verificación de la fe, de este reconocimiento y de la satisfacción que ofrece, se llama obediencia.
Veremos lo que realmente ha sucedido este verano a través de nuestra capacidad de obedecer a lo que Él ha ido haciendo. Si la fe ha sido el acontecimiento que ha tenido como fruto la satisfacción, todos podemos entender el desafío que algo así implica para la razón y para la libertad –la razón y la libertad, no el sentimentalismo– de uno al que le interese verdaderamente su propia vida, la felicidad. Nosotros hemos presenciado hechos que hacen posible una esperanza para la vida, que nos abren una nueva perspectiva. Lo hemos visto, es como si el Señor nos hubiera dado estos testigos para barrer cualquier excusa: uno puede renacer incluso padeciendo el sida en medio de África, o en la cárcel, o a las puertas de la muerte. Ninguna circunstancia es nuestra enemiga. Ésta es la esperanza que nos ofrecen estos testigos. Por eso, desde ahora, cualquiera que tenga el deseo de vivir así, no podrá no sentir este desafío.
Vemos lo vertiginoso de esta experiencia por cómo don Giussani introduce la Escuela de comunidad: para hablarnos de la obediencia no nos da una charla; nos invita a identificarnos con la experiencia de los apóstoles, que experimentaron lo mismo que nosotros, esa correspondencia única que hacía razonable el seguimiento de Cristo. Éste es el verdadero desafío. Como él nos dice, uno puede seguir a otro y sin embargo permanecer agarrado a su medida –«Te seguiré siempre que esté de acuerdo contigo, siempre que no sobrepases ciertos límites» (como hizo la mayoría)–, o seguir sin otra medida que la correspondencia del corazón, como hicieron los apóstoles: siguieron a Jesús por la piedad que tenía de ellos, de su nada. Jesús se conmovió al ver el hambre que tenían, multiplicó los panes para darles de comer pero, después, sintiendo todavía piedad de ellos, les dijo: «Daos cuenta de que esto no basta para vivir, porque muchos no tienen hambre pero tampoco conocen el significado de la vida, sólo podréis vivir si coméis mi cuerpo y bebéis mi sangre». «¡Esto es demasiado!», dijeron, pensando que estaba loco y se marcharon. Pero, ¿por qué les dijo esto Jesús? ¿Quizás porque no les amaba? Si Jesús no hubiera dicho esto les habría tomado el pelo. Pero Jesús, que sabe cuál es nuestra necesidad humana, nos dice: «Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, no podéis vivir». Y cuando todos se fueron, ni siquiera a los discípulos les ahorró el trabajo de responder a ese reto: «¿También vosotros queréis marcharos?»14. Esto es un amigo, ¿entendéis? ¿Entendéis por qué Jesús no nos ahorra ese trabajo? Es como si quisiera que los suyos miraran a la cara la experiencia que habían hecho: «¿Es razonable que os vayáis después de lo que habéis visto, después de lo que os ha sucedido estando conmigo?». ¿Es razonable? Y ellos se dijeron: «No, no es razonable». Siguieron y obedecieron en virtud de aquella correspondencia.
Éste es el desafío ante el que nos encontramos. La capacidad de obediencia depende de la primacía que damos a lo que vemos suceder delante de nuestros ojos, a ese “Algo que está antes”. Don Giussani nos lo recordaba con frecuencia para responder a un riesgo que nos acecha continuamente. Nosotros hacemos una experiencia y, un instante después, cambiamos de método diciendo: «Está muy bien este método de la correspondencia del corazón para el encuentro pero, después, la razón por la que seguimos y obedecemos es otra». Y don Giussani dice: «No». Y añade: «La experiencia de una presencia de humanidad diferente viene antes, no sólo al principio, sino en todo momento: un año o veinte años después del encuentro. El fenómeno inicial está destinado a ser el fenómeno original de todos los momentos del desarrollo. Porque no hay desarrollo si el impacto inicial no se repite, si el acontecimiento no permanece contemporáneo»15. Si el acontecimiento no sucede en el presente y nosotros no seguimos lo que Él hace, es imposible que lo que hemos visto continúe.
Por eso la Escuela de comunidad nos ofrece el instrumento para no perder lo que hemos visto, de manera que entendamos qué es la obediencia, para no reducirla a lo que no es. Dice don Giussani: «Seguir no es igual que ponerse un abrigo [...]. No se trata de un abrigo, como el concepto que circula por ahí de obediencia, según el cual obedecer es decir “sí señor”, hacer lo que te digan. ¡¡No señor!!»16. Mucho cuidado: es un riesgo que podemos correr todos. Todos, quien manda y quien obedece. Quien manda puede correr el riesgo de proponerse a sí mismo como sustitución del Misterio, en lugar de seguir lo que Él hace, y quien obedece puede seguir a quien manda porque le ahorra el riesgo de seguir al Misterio. Podemos, por tanto, reducir la obediencia a algo clerical, y esto –dice don Giussani– no es obediencia, sino la actitud infantil de quien trata de ahorrarse el drama de lo que Él hace, porque es más fácil decir que sí al jefe y luego hacer lo que nos viene en gana. Pero esto no es la obediencia cristiana, porque la obediencia –como dice la Escuela de comunidad– es seguir la correspondencia que se ha experimentado (esto es lo que hace dramática la vida). Al final –como dice de nuevo la Escuela de comunidad– la forma extrema de la obediencia es seguir el descubrimiento de uno mismo que tiene lugar a la luz de la palabra y de la presencia de Otro.
Como podemos comprobar avanzando en la Escuela de comunidad, todo depende del primer capítulo que hemos trabajado: la “fe”. Sin fe no hay libertad, no hay satisfacción y no hay obediencia, sino conceptos clericales que al final se convierten en reclamos moralistas. Por eso es decisivo que nosotros, en el trabajo de la Escuela de comunidad, custodiemos el método. Podríamos hacer de ella un comentario de comentarios, dando lugar a más nihilismo del que ya tenemos encima. Lo que más me preocupa es pensar que podemos trabajar el contenido de la Escuela de comunidad contra el contenido mismo, usando un método diferente al que la Escuela nos propone. Por eso resulta tan decisivo, a la hora de hacer la Escuela de comunidad, el reclamo que nos hace don Giussani cuando habla de “Algo que se da antes”. De otro modo, podemos hacer la Escuela de comunidad sin que suceda nada, porque la hacemos sin atender a lo que el Señor obra entre nosotros.
Obedecer es seguir el descubrimiento de uno mismo realizado por Otro. Ésta es la única obediencia razonable. Quien ha hecho experiencia de esa correspondencia excepcional y no la quiere perder la obedece, obedece a la correspondencia que ha experimentado. La obediencia es lo más razonable que hay en el mundo, porque si no obedezco pierdo la grandeza que he visto, si me niego a obedecer la pierdo, pierdo el momento más intenso, más vivo, de toda mi experiencia humana. Cada uno de nosotros debe responder personalmente. Éste es el reto que nos espera este año. Es un reto vertiginoso, porque queremos que el movimiento se convierta en “una aventura para uno mismo”.
HOMILÍA EN LA SANTA MISA
JULIÁN CARRÓN
«¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos y, dirigiéndose al primero de ellos, dijo: Hijo, ve a trabajar hoy a la viña. Y él respondió: Sí, señor; pero no fue. Volviéndose al segundo, le dijo lo mismo. Y aquél respondió: No tengo ganas; pero al final, arrepentido, fue. ¿Cuál de los dos ha cumplido la voluntad del Padre?” Dicen: “El último”»17.
Jesús no está haciendo aquí una reflexión abstracta, sino que está hablando de las personas que tenía delante, se estaba dirigiendo a los sacerdotes y a los ancianos del pueblo; y les pregunta cuál de los dos está obedeciendo, cuál está haciendo lo que quiere el Padre. Aquí están representadas las dos grandes posiciones que podemos tener frente a Jesús. Por una parte, los sacerdotes, los escribas y los fariseos, que se toman en serio la ley, pero que cuando se encuentran con el Único al que tienen que responder verdaderamente, Jesús, le rechazan. Por otra, los publicanos y las prostitutas (que son el emblema de los pecadores), que no obedecen a la ley, pero que cuando se encuentran con Jesús le siguen. Y Jesús dice algo tremendo: que estos entrarán en el Reino de Dios y los jefes y los sacerdotes se quedarán fuera.
Nosotros –como los que pertenecían al pueblo de Israel– podemos cumplir algunas prescripciones y, al mismo tiempo, no adherirnos a los hechos que el Señor hace acontecer, es decir, no obedecer al Misterio que nos llama a través del presente. Somos presuntuosos y creemos saber cuál es el camino, cuál es la ley que debemos cumplir y, por eso, no disfrutamos de lo que el Señor hace suceder delante de nuestros ojos. No reconocemos a Aquél que se muestra ahora en nuestra vida, teniendo piedad de nuestra nada. Y, sin embargo, los otros, los publicanos, Le creyeron. «Vosotros, por el contrario, aun habiendo visto estas cosas [no es que no las hayan visto: las han visto, ¡y cómo!], ni siquiera os habéis arrepentido para creerles»18.
La conversión es reconocer a Aquél que nos llama. Podemos quedarnos parados mirando porque creemos que ya sabemos el camino, porque tenemos la ley y sabemos gestionar la vida; o podemos convertirnos, es decir, reconocer una Presencia que actúa entre nosotros y que nos solicita.
Éste es el reto permanente del acontecimiento de Cristo presente, de Cristo contemporáneo a nosotros (¡contemporáneo!), que sigue actuando teniendo piedad de nuestra nada, para que nuestra vida se salve.
Pidamos a don Giussani tener la sencillez que él (junto a muchos otros compañeros de camino que el Espíritu nos concede ahora) nos ha testimoniado siempre.
Notas
1 Benedicto XVI, Encuentro con el mundo de la cultura en el Collège des Bernardins, París, 12 de septiembre de 2008.
2 Sal 144, 3.
3 Cf. Lc 1, 48.
4 Mt 6, 26.
5 Cf. L. Giussani, El sentido religioso, Encuentro, Madrid 1998, p. 153.
6 A. Siniavski, Pensieri improvvisi, Jaca Book, Milán 1978, p.75.
7 Benedicto XVI, Encuentro con el mundo de la cultura en el Collège des Bernardins, París, 12 de septiembre de 2008.
8 Mc 8, 27-28.
9 Jn 5,36.
10 Lc 7,13.
11 Jn 21,16.
12 Lc 19,5.
13 L. Giussani, ¿Se puede vivir así?, Encuentro, Madrid 2008, p. 103.
14 Jn 6,67.
15 L. Giussani, «Algo que se da antes», en Está porque actúa, Encuentro, Madrid 1994, pp. 43-53.
16 L. Giussani, ¿Se puede vivir así?, Encuentro, Madrid 2008, p. 114.
17 Mt 21,28-31.
18 Mt 21,32.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón