No podemos prever cómo, pero saldremos de la crisis. Y nos miraremos a la cara preguntándonos: ¿por qué teníamos tanto miedo?
Hay un aspecto, en la situación europea actual, en el que quizá no nos hemos fijado. Es una oportunidad extraordinaria: la oportunidad que esta larga crisis económica nos ofrece de verificar algo mucho más grande e importante que cualquier otro detalle que nos pueda distraer en la vida diaria. La crisis podría llegar a ser un regalo, el de mirar las cosas y su transformación progresiva como algo a lo que en el mundo actual no solemos prestar atención. ¿Qué significa, entonces, la palabra esperanza? ¿Podemos mirar al futuro con confianza a pesar de la evidente persistencia del desastre? ¿Podemos tener una base razonable para ser optimistas? La respuesta a estas preguntas tiene que ser sí, porque, si no, ¿cómo podríamos hablar de “fe”? En estos tiempos la vida nos recuerda cómo los problemas son difíciles, insolubles, “desesperados”. En cierto sentido, son problemas técnicos, complejos y frágiles, sujetos a cambios caóticos y radicales. Los líderes y los expertos pronostican las cosas con autoridad y seriedad, pero sus intervenciones siempre tienen la peculiaridad de que son provisorias. Uno de los rasgos más importantes de esta situación es la sensación constante de que ningún organismo humano logra prever el futuro. Sabemos que las cosas no serán las mismas para siempre, que seguirá habiendo eventos dramáticos, pero que del caos emergerá también alguna solución. Sin embargo, si actualmente esta solución estuviese a nuestro alcance ya la habríamos utilizado, ahorrando tiempo y evitando el riesgo, la confusión y la inestabilidad que nos azotan. Pero, para aquellos de nosotros que miran a Cristo como centro del tiempo y del espacio, el proceso es diferente. Podemos intuir principalmente dos cosas de este proceso: que es misterioso y que esta solución será mejor que cualquier otra en la que el hombre pueda pensar por sí mismo. Cuando la situación se arregle – de una manera u otra – los críticos describirán lo que ha pasado como un producto de las acciones y de los logros humanos. Así, a nivel superficial, las acciones y las declaraciones de los hombres serán las únicas intervenciones visibles. Sin embargo, nosotros podemos prever que, nada más aparecer una salida, nos asombrará. Será, casi por definición, algo que los expertos que hablan hoy en día de nuestra situación, no podían prever. En un futuro, quizás en un futuro lejano (pero no tan lejano como tememos), pensaremos en estos años de crisis y nos preguntaremos por qué teníamos tanto miedo, por qué todo parecía caótico e inexplicable, por qué nos dejábamos distraer por minucias inútiles o por eminentes personajes, olvidándonos de nuestra conciencia de que la realidad es positiva y benévola con nosotros. Por eso, hay que bendecir el momento presente porque nos ofrece la posibilidad de observar, bajo condiciones de laboratorio, la naturaleza del proceso mediante el cual, al final, nuestras peticiones encuentran satisfacción. Entonces, en vez de preocuparnos, ¿no deberíamos tener más curiosidad por ver qué es lo que va a pasar? ¿Cómo se realizará este milagro? Dejemos el miedo, la parálisis y el agobio que nos bloquean. Nuestra posición “correcta”, en estos momentos imprevisibles e incalculables, tendría que ser la de alguien que goza de poder comprobar su intuición: que la realidad es una roca firme y amiga. Y que nuestra vida está cuidada como lo ha estado siempre, porque Él vela por nosotros, desde siempre y para siempre.
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