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Huellas N.4, Abril 2012

LITERATURA / Encuentros

Era mi padre

Martino Cervo

«Me enseñó que la verdad viene sólo de la experiencia». Habla IGNAT SOLZHENITSYN, músico e hijo del autor de Archipiélago Gulag, de quien la Editorial Jaca Book publica en italiano una obra juvenil inédita. En ella se encuentra ya la idea de toda su obra: la línea divisoria pasa por el corazón del hombre

Por debajo de la puerta del estudio de su padre se oía una música bellísima. La siguió, primero con el oído y después con los pasos. Llamó suavemente y se asomó. Él levantó el dedo índice, sin hablar, dirigiendo la mirada a su hijo como diciendo: silencio, siéntate. Estuvieron uno frente al otro, esperando a que las notas del piano y de la orquesta terminaran de perseguirse, para encontrarse en el silencio: «Esto es Beethoven», dijo Aleksandr Isaevic Solzhenitsyn.
Ignat tenía 10 años, vivía con sus padres y sus hermanos en la casa de Vermont donde el autor de Archipiélago Gulag vivió durante más de una década, tras haber sido expulsado de Rusia. En la actualidad Ignat tiene 40 años, es un pianista y director de orquesta consagrado, en la plenitud de su carrera iniciada gracias a esa melodía escuchada en el tocadiscos de su padre. Huellas lo visita en Milán, a donde ha sido invitado por Jaca Book, la editorial que acaba de traducir y publicar una obra fundamental del Nobel de 1970, desconocida aún tanto en Italia como en España y América Latina. Se trata de ¡Ama la revolución!, extraordinaria prueba juvenil (su redacción precede 14 años a la obra maestra Un día en la vida de Ivan Denisovich, aparecida por entregas en la revista literaria Novy Mir en 1962), guardada durante más de 50 años: hasta 1999 no fue publicada en Rusia, por voluntad del autor, que no modificó nada con respecto a la versión original.

En la presentación de esta traducción al italiano usted ha insistido en cómo esta obra, que cuenta la historia de un joven soldado del Ejército Rojo obligado a desilusionarse del comunismo, pone ya las bases de lo que después sostendrá toda la creación de su padre: el drama de la verdad y la irreductibilidad de la libertad humana. ¿Podría explicarnos por qué y de qué manera esto guarda relación con su vida y su trabajo?
Años más tarde, mi padre se sorprendió por la calidad literaria del texto que ahora se puede leer en italiano gracias a la traducción de Sergio Rapetti. A pesar de la posterior maduración de su escritura y de su conciencia, la tensión moral característica de sus trabajos se encuentra aquí ya intacta: la batalla se libra en el corazón del hombre. Por ahí pasa cada día la línea divisoria, y no existe condición que te evite este enfrentamiento, ni la ideología más poderosa, ni la mayor aversión por dicha ideología. Sólo un compromiso personal permite la relación con la verdad. En esto existe un enorme paralelismo con Dostoievski: esta dimensión moral llega a influir en el lector pero no a través de la historia o la política, sino plasmándolo con la fuerza del arte. Es decir, lo que aprendí de mi padre es que la verdad sólo puede venir de la experiencia, nunca de las ideas o de los pensamientos. Si pienso en mi trabajo como músico, debo responder a la misma acuciante pregunta: ¿este arte es verdadero o no? No tengo que esforzarme por dar a la música un significado que ella misma ya posee. La verdad no es algo al estilo de Poncio Pilatos, o para la cual es necesario leer a Kant o a Schopenhauer, sino un camino cotidiano.

¿La relación con su padre fue una ayuda concreta en este camino?
Sin duda alguna, fue siempre, en todos los momentos de mi vida, la persona más interesante con la que haya tenido relación. De pequeños nos enseñaba matemáticas, ciencia y física, partiendo de las cosas corrientes, de manera discreta. ¿Por qué el lago está más frío de noche que de día? ¿Por qué los objetos caen hacia el suelo y los pájaros vuelan? Y de este modo nos explicaba a los niños las leyes de la naturaleza. Nunca nos dio grandes discursos de filosofía sobre la libertad y la verdad, sino que vivía con nosotros, también durante sus ausencias, interesándose por lo que nos sucedía.

¿Y hablaban de política, de Rusia, del comunismo?
Nací en Rusia pero de pequeño seguí a mi padre primero a Suiza y luego a Estados Unidos. La preocupación por su patria siempre fue un pensamiento recurrente, desde mis primeros recuerdos. Era imposible no hablar de Afganistán, de Polonia, de Reagan, de Granada, de Nicaragua, de la crisis de los misiles, y luego de la caída del Muro de Berlín en 1989. El 19 de agosto de 1991 estaba con mi padre, de vuelta de un viaje a Londres: vi con él la caída de la estatua de Dzerzhinsky en la plaza de la Lubianka. «¡Por fin lo han hecho!», suspiró mi padre con profunda e indecible alegría.

Hacia el final de su vida, Juan Pablo II, en el libro Memoria e identidad (La esfera de los libros, 2005) definió el comunismo, que él contribuyó a derrocar, como un «mal que en cierto modo es necesario para el mundo y para el hombre», porque ese abismo hace posible obras buenas inimaginables. ¿Podría decir algo parecido a propósito de Solzhenitsyn, que en Archipiélago Gulag llegó a bendecir la celda que lo atormentaba?
Desconozco la frase, me parece un poco chocante. Pero si entiendo su verdadero significado, sí: también fue así para mi padre. Vivir bajo el comunismo no es ciertamente un destino deseable, pero seguramente sin aquella tragedia no se hubiera convertido en el escritor que es. Sin embargo una frase así sólo puede pronunciarla quien vivió en sus propias carnes el comunismo, y nos pone en guardia contándonos cómo fue.

Italia ha podido valorar a Solzhenitsyn con gran retraso, por motivos ideológicos y políticos. ¿Qué juicio hace de esto?
Visto globalmente, este retraso no tiene importancia. Es verdad que lo lamento, pero con la presente publicación de ¡Ama la revolución! se va en sentido opuesto. Lo importante es que muchos puedan leer a mi padre, no importa si en algunos países hace falta más tiempo. Él no perdió ni un instante de su vida, jamás se detuvo en ninguna meta. Los únicos momentos en los que le recuerdo satisfecho y en paz eran aquellos en los que podía tener entre sus manos una copia de un nuevo libro suyo. Espero poder continuar por él esta alegría con el material que dejó sin publicar.

¿De qué se trata?
Relatos, ensayos literarios, poesías, prosa. No son novelas densas, sino que hay mucho material que él mismo quiso esperar para publicar, dejando rigurosas instrucciones a mi madre unos años antes de morir.
¿Cuáles eran los puntos de referencia literarios de Solzhenitsyn?
Le apasionaba Chejov, a quien conocía en profundidad. Entre sus textos inéditos, se hallan las notas en las que clasificaba y comentaba los relatos de este gran autor, dividiéndolos en obras maestras, obras imprescindibles, y material que juzgaba menos valioso. En un par de ocasiones, intenté con temor someter a su juicio los autores que me gustaban, buscando su opinión. Entre ellos recuerdo a Dürrenmatt y Lagerkvist. Me alegro de haberle sugerido la lectura de Barrabás, que le gustó mucho.

¿Participaba su familia de algún modo en la incansable actividad de su padre?
No puedo decir que colaborásemos de manera directa. A mí me hacía a menudo transcribir grabaciones de entrevistas o conferencias. Una vez hizo que me enfrentara a una complicada intervención sobre la filosofía de un tal Wojtyla, y sólo después supe quién era. De vez en cuando nos llamaba diciendo que necesitaba ayuda. Mi madre y yo nos colocábamos a ambos lados de la mesa. A mí me esperaba la tarea de leer en voz alta sus manuscritos, marcando la puntuación. Él escuchaba, interviniendo para posibles correcciones. Mi madre las anotaba, escribiendo notas en las hojas. Con el tiempo, llegamos a ser bastante rápidos...

EL CORAZÓN Y LA DISENSIÓN
Aleksandr Solzhenitsyn nace en Kislovodsk en 1918, hijo de una joven viuda (el padre, oficial del ejército, murió seis meses antes de que él naciera). Pasó su juventud en Rostov, a orillas del Don: apasionado por la literatura, estudió sin embargo Matemáticas en la Universidad local; combatió en la Segunda Guerra Mundial. En 1945, por una alusión a Stalin contenida en una carta, fue arrestado y condenado a ocho años de gulag en Kazajstán. Al finalizar su condena, fue recluido durante otros tres años en Asia central. Liberado en 1956, fue rehabilitado y se le permitió establecerse en Riazán, donde enseñó Matemáticas y comenzó a escribir, revelando al mundo la realidad del cautiverio en obras como Un día en la vida de Iván Denisovich (1962), El primer círculo (1968) y Archipiélago Gulag (1973). Premio Nobel de Literatura en 1970, cuatro años después fue expulsado de la Unión Soviética, donde volverá sólo en 1994. Murió en Moscú el 3 de agosto de 2008.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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