Nacía hace cien años, la noche del naufragio del Titanic. Un chico de buena familia que se convierte en artista ante a la tragedia de Bergen-Belsen. Los éxitos neoyorquinos con Pollock y Rothko, Venecia y la conversión en Asís. Hasta arribar a la Bassa milanesa: «Mi último viaje empieza parándome». He aquí la azarosa vida de un pintor y de un cristiano
Conmemorar el centenario de un personaje famoso es arriesgado. Nos quedamos tranquilos si quemamos un poco de incienso en memoria de aquel que celebramos y mientras tanto evitamos enfrentarnos a la razón por la cual vale la pena recordarlo. William Congdon estaría horrorizado al verse tratado – ahora que se cumple un siglo de su nacimiento – como una imagen venerada. Volver sobre su biografía significa, por tanto, plantearse la pregunta: ¿qué nos dice a nosotros hoy su experiencia de artista y de cristiano? Creo que podemos responder leyendo su vida como una obediencia dramática y fecunda.
Yale y la guerra. Congdon nace el 15 de abril de 1912 en una rica familia de industriales de Rhode Island. Su formación es la típica de la alta burguesía protestante americana: sólidos principios morales, dedicación incondicional a los negocios, religión en tanto sirve para vivir bien en sociedad. Un horizonte que al hijo segundo, William, le resulta asfixiante e inadecuado para sus aspiraciones. Cuando tiene que elegir universidad, Bill se sale de los esquemas que preveían para él estudios encaminados a los negocios familiares y se matricula en la facultad de Literatura en la prestigiosa Universidad de Yale. Es allí donde un amigo, por pura casualidad, le invita a seguir unos cursos de pintura. Se le abre así un horizonte de creatividad gratuita jamás imaginado, es el descubrimiento del arte. Para cultivarlo, Bill elige maestros ajenos a las reglas académicas, que purifican su mirada y modelan su técnica.
Los primeros pasos de su carrera artística se ven sacudidos por el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Bill se enrola como conductor de ambulancias; en calidad de tal asiste como espectador a las masacres de El Alamein y Montecassino y a los horrores del campo de concentración de Bergen-Belsen. Ante esta terrible tragedia, Congdon se da cuenta de que el don artístico del que se siente dotado no es sólo una forma expresiva, aunque refinada y libre, del individuo: es un combate con la muerte. Pintar es arrancar a la caducidad de lo que se ve una imagen viva, que de alguna manera salve de la nada tanto al artista como a aquello que se contempla. El arte no es un juego estético sino la posibilidad de aferrarse a una tabla de salvación, de sentido, en los tumultuosos remolinos de la insignificancia. La metáfora no se escoge por casualidad; a Bill le gustaba recordar que había nacido el mismo día en que se hundió el Titanic y a menudo comparaba su existencia con el viaje de un barco continuamente amenazado por la tempestad.
Descubierta la barca del arte, Congdon decide confiarse a ella sin reservas. Tras la guerra, abandona su ciudad natal y se marcha a Nueva York, que se prepara para convertirse en la capital mundial del arte. Es un período muy rico; Bill encuentra el objeto de su pintura en la ciudad, síntesis de toda la humanidad bullente que la compone y emblema de existencias que tienden a la vida y a la armonía y que se ven constantemente amenazadas por la muerte y el fracaso. Se encuentra trabajando y exponiendo al lado de una generación de grandes artistas (Pollock, Rothko, Kline), para quienes el gesto de pintar – Action Painting – exige una implicación existencial total, una lucha para que las líneas, los colores y los materiales desvelen el secreto que se esconde más allá de lo evidente, lo fácilmente consumible, aquello codificado en las formas tradicionales.
Es también un período de éxitos. Pero Congdon no puede contentarse ciertamente con las satisfacciones mundanas o las páginas satinadas de la revista Life. La obediencia a su don artístico lo empuja entonces lejos de EEUU en un interminable deambular por el mundo – de Italia a Extremo Oriente – en busca de imágenes que, traspuestas de la memoria al lienzo, puedan aunque sea durante un breve tiempo mantener la promesa de bien que suscitaron. El navío llega a los lugares más bellos del mundo y su capitán se apodera vorazmente de su belleza natural o de aquella de las obras construidas por la mano del hombre, y las transforma en series innumerables de cuadros. Pero ninguno de esos lugares es el puerto deseado y cada vez que regresa a Venecia, elegida como segunda patria, la esperanza de salvación se va debilitando. De tal manera que Congdon roza el borde de la desesperación: el arte por sí solo no logra vencer a la muerte; esa muerte contemplada en el escarpado volcán de Santorini, en el tren descarrilado al borde del desierto, en el buitre de Guatemala.
El puerto. Estamos en el verano de 1959 y es en este momento cuando, de nuevo, se introduce un acontecimiento imprevisto: el encuentro que convence a Congdon para entrar en el seno de la Iglesia católica, auténtico puerto de salvación. Al principio se trata de la compañía de la Pro Civitate Christiana de Asís y luego será aquella surgida en torno a don Giussani: Comunión y Liberación, y en concreto los Memores Domini, a quienes será fiel hasta su muerte. Para el nuevo converso no es fácil armonizar la obediencia al don artístico con la pertenencia eclesial. Trasladándose de manera definitiva a Asís, Bill acepta como posible solución dar a su arte contenidos religiosos, pero es un atajo que dura poco: el don no puede enjaularse en las estrecheces del devocionismo. Siente el deber de seguir pintando aquello que sus ojos ven y, atravesando la apariencia, encontrar en la propia realidad los signos de su significado. Por lo demás, el cristianismo que se le propone en el movimiento tiene precisamente como característica evitar cualquier enfoque dualista: Cristo es la verdad de lo humano y, por tanto, debe serlo también de su personalísima vocación de artista. Congdon renuncia a pintar temas sagrados; excepto el Crucifijo, porque en la imagen del Salvador que asume en su cuerpo martirizado los sufrimientos del mundo «ve» el dolor y la promesa de su propio camino. Así, la serie de crucifijos – casi doscientos – se desarrollará durante varios años, simplificando hasta lo esencial las formas y mostrando cada vez más claramente el resplandor dorado de la resurrección que brilla ya en la oscuridad de la muerte.
Los campos, las líneas. Mientras tanto, la barca de Congdon ha reanudado su viaje: África del Norte, España, Tierra Santa, la India. Él lo llama «segunda emigración» y es una propuesta continua de nuevas imágenes, de nuevas series de cuadros; pero ahora el mundo artístico americano pierde el interés por él, ya no lo expone y los críticos permanecen callados; lo mismo sucede en Italia. Sin embargo, como Bill escribe en su diario, existe una diferencia radical con respecto a la primera etapa del viaje: sabe que tiene una «casa» a la que volver, una compañía en la que – a pesar de todas sus rebeliones y las incomprensiones ajenas – puede encontrar apoyo, consuelo y corrección.
Los años pasan y la vejez empieza a hacerse notar. «Empiezo mi último viaje parándome», escribe Congdon en 1979, habiendo decidido trasladarse definitivamente a Gudo Gambaredo, en la llana campiña al sur de Milán. Tiene su apartamento y el estudio en el patio de la Cascinazza, sede de una comunidad de monjes benedictinos, y participa en la vida de la cercana casa de los Memores. El hecho de no ver ya la belleza multicolor del mundo, sino sólo la aparente monotonía de los campos de la Bassa, podría parecer una mortificación para el don artístico. Y sin embargo se abre de manera sorprendente una última y fructífera fase creativa, que incluso la crítica más atenta debe reconocer. La casi imperceptible mutación cromática de los campos, el transcurrir de las estaciones en la imponencia de las transformaciones que provoca, incluso el velo de la niebla que aparentemente lo borra todo, se transforman en imágenes nuevas y poderosas. La composición se hace cada vez más armónica, la paleta alcanza colores increíblemente tenues. Y cuando la artrosis le impide usar la espátula, Bill se inventa la forma de pequeños pasteles hechos con tizas diminutas, en los cuales cada línea es como la voz inconfundible de una armonía cósmica.
Congdon dibuja hasta pocos días antes de su muerte, acaecida el 15 de abril de 1998, día de su ochenta y seis cumpleaños. La permanente obediencia al propio don personal y a la pertenencia eclesial le permitió experimentar aquello que dice el salmo: «En la vejez seguirá dando fruto, estará lozano y frondoso».
Visto por un artista
«AQUELLOS ÚLTIMOS AÑOS TAN INTENSOS SON UN SIGNO DE GRANDEZA»
Un recorrido fuerte y complejo. «Pero en la última fase sintió la necesidad de ser más directo», explica el pintor Giovanni Frangi. He aquí el porqué
Luca Fiore
Nos encontramos con Giovanni Frangi en su estudio de via Spartaco en Milán, está preparando los cuadros que llevará a Art Basel, la feria de arte contemporáneo más importante del mundo. Es uno de los pintores italianos más valorados de su generación. Y siente una gran admiración por William Congdon.
¿Qué es lo que más le impresiona de su pintura?
Tuvo un recorrido artístico fuerte y complejo. Más allá de las apariencias apenas se desvió de una línea muy coherente. Me fascina muchísimo su última etapa.
¿Por qué?
Me impresiona la búsqueda de la esencialidad, que es lo más difícil de lograr para un artista. A su manera, siempre utilizó un lenguaje pictórico denso, delicado, articulado: el uso de la materia, del signo, las variaciones concretas de color. En los últimos años es como si ya no quisiera usar trucos. Como si tuviera la necesidad de ser directo. Para ir más al fondo. Los últimos cuadros tienen una extraña y a la vez enorme analogía con los de la última etapa de un gran pintor del siglo XX: George Braque. También él reduce su lenguaje descarnándolo, simplificándolo... No hay que dar por descontado que los últimos años de un artista sean tan fecundos. Una vejez potente es siempre signo de grandeza.
Sin embargo, el éxito lo vivió al principio de su carrera.
Sí, Peggy Guggenheim decía que después de Turner nadie había comprendido la poesía de Venecia como Congdon. Pienso que en los cuadros de su primera etapa hay algo de kieferiano. Massimo Cacciari dijo que los paisajes de Anselm Kiefer podrían ser los de Van Gogh tras la bomba atómica. Esto puede servir también para el sentido del desastre que se percibe en los cuadros del primer Congdon.
Luego vino la conversión...
Fue un hecho determinante. Pero si queremos hacer una lectura de su trabajo como artista, basándonos en la prueba de los hechos, me parece que no trajo una gran discontinuidad a su obra. Es necesario estar atentos a no centrarlo todo en la biografía: miremos el caso de Van Gogh. Está claro que no podemos prescindir de su trágica muerte, porque en cierta manera nos ayuda a comprenderlo. Pero la grandeza de Van Gogh se halla en su pintura, no en su terrible vida. Por lo que a mi respecta, Congdon habría podido también ser ateo, y mi estima por su pintura seguiría siendo la misma.
Congdon aparece hoy como un pintor exclusivo. ¿Por qué, según su opinión?
Sí, no es un artista popular, aunque su obra tiene virtudes para ser apreciada por el gran público. Pero su circuito sigue siendo marginal. Y esto por voluntad del propio Congdon: fue él quien eligió salirse del juego del mercado. No sé si esto fue un error o no, pero fue algo que ciertamente le castigó. Aunque cuando pienso en él me acuerdo de una cosa que dijo Jay Joplin, uno de los galeristas más importantes del mundo.
¿El qué?
Cuando a los artistas se les pregunta qué es lo que les mueve, todos responden más o menos de la misma manera diciendo que el arte nace de una necesidad vital. Algunos dicen que sin hacer arte no podrían vivir. En el fondo es la misma respuesta que yo daría. Pero Joplin añade: «Cuando en una ocasión se lo preguntaron a Damien Hirst, respondió: “Yo trabajo para las generaciones futuras”». Es una respuesta fulminante. Podría ser una definición válida también para Congdon. Él pinta para el futuro, aunque siga sin tener el papel que le correspondería.
RETORNO AL GRAN CANAL
William Congdon en Venecia (1948-1960): una Mirada Americana
del 5 de mayo al 8 de julio de 2012
Ca’ Foscari Esposizioni
Dorsoduro 3246, Venecia
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón