Sería suficiente ver una guardería para hacerte descubrir qué es el cristianismo. Los ojos de Amparito, las madres de su barrio, y todos los rostros que hemos encontrado en una metrópolis a 2.800 metros de altitud. Hemos estado en Ecuador, en donde crece una amistad (y una historia) de la que «nunca puedes decir que has comprendido todo»
Los ojos de cielo te esperan allí. Abiertos, como los rostros y las preguntas de los niños sentados en fila en el patio que se abre tras la verja azul. Algunas palabras de la maestra. Una canción de bienvenida. Y después se te echan a los brazos corriendo, y te acompañan por su universo hecho de aulas y dibujos, libros y trabajos que enseñan orgullosos al invitado que ha llegado de lejos. Te impresiona el orden, y también la belleza. La sensación de que las cosas están donde tienen que estar y van a donde tienen que ir, empezando por la sed de futuro de estos niños que cada mañana cruzan los caminos agrietados de Pisulí, en la periferia al noroeste de Quito, y entran en la guardería “Ojos de cielo”. Guardería modelo, dirían en Italia. Aquí es mucho más. Es algo completamente distinto de la pobreza y la violencia del barrio, uno de los más difíciles de Ecuador. «Y sin embargo han sido ellos, las madres y la gente del lugar», explica Stefania Famlonga, responsable local de AVSI y punto de referencia también de esta obra, nacida en 2006 gracias a un proyecto de la ONG italiana: «Este es el valor añadido». Es verdad. Hasta tal punto que sería suficiente con contar la historia de “Ojos de cielo” para darse cuenta una vez más de qué es el cristianismo. Un hecho que te cambia desde dentro. Algo que nos hace más humanos y hace ser más madre a quien es madre.
Stefania, con sus ojos azules y su risa constante, con sus pecas y sus rizos pelirrojos, pertenece a los Memores Domini. Lleva aquí desde 2003, «antes estuve en Rumanía». Es la responsable del movimiento en Ecuador. Trabaja para AVSI desde 2004, y lo hace en proyectos educativos desde el principio, proyectos nacidos sobre el terreno, no de los manuales sobre desarrollo. Aquí por ejemplo, empezó yendo casa por casa para conocer a las familias. Para hacer algo parecido a lo que por aquí se llama Pelca, preescolar en casa. «Se acompaña a los padres – madres sobre todo, con frecuencia solas – en el trabajo más difícil: educar. Reuniones, encuentros, momentos de convivencia en el que se afrontan problemas prácticos: las asignaturas, la escuela, la alimentación…». Así empezó. Y algunas madres se implicaron. Muchas abrieron sus puertas, y nacieron de este modo siete microguarderías familiares en otras tantas casas del barrio: madres que acogen a los hijos de otras madres para que puedan ir a trabajar. Hasta llegar a la guardería actual, porque la necesidad es muy grande. En la actualidad se atiende a casi ochocientos niños y jóvenes de formas muy distintas, «porque acabamos de abrir junto a la guardería un centro juvenil». Hay casi cuarenta personas trabajando allí, entre educadores y empleados. Casi todas de la zona y todas implicadas en una red de relaciones que tiene un punto sólido: «Todos los lunes nos vemos para juzgar juntos el trabajo y compararnos con los textos de don Giussani», dice Stefania. Es impresionante escuchar a Pilar: «Tengo tres hijos, pero es aquí donde he descubierto el gusto de educarles. Me he dado cuenta de que yo también necesito ser educada». O a Marta, que trabaja aquí desde hace cinco años: «¿Cómo he cambiado? Antes era muy rígida, incluso conmigo misma. Constantemente se me hace una pregunta: ¿por qué estás aquí? Es un desafío. Es estar ante lo que Dios me está dando. Cuando me siento triste, miro a esta gente. Y vuelvo a ponerme en marcha». O a Roberto, ex seminarista: «Aquí he encontrado de nuevo lo que estaba a punto de perder».
Sales con la impresión clara de la potencia que tiene una obra que se presenta con un rostro claro, preciso, hasta en el más pequeño detalle. De lo que construye, mucho más allá de los números con los que habitualmente se mide el desarrollo. Piensas en ello mientras el coche baja por una calleja llena de baches y tienes Quito ante tus ojos. Dos millones y medio de habitantes en una extraña ciudad que se extiende en un altiplano a 2.800 metros de altitud, con el aeropuerto en medio de la ciudad («de vez en cuando los aterrizajes hacen saltar alguna teja: ya sabes, el cambio de viento…»), con sus barrios burgueses que recuerdan la Europa de los años setenta, y un centro histórico de los más bonitos de Sudamérica. La iglesia de los jesuitas, con su barroco increíble, el convento de San Francisco. La Plaza Grande. Y una cuarentena de iglesias que resumen en el radio de unas pocas calles la historia del cristianismo en este lugar.
El gusto de Diego. En el fondo, de esa historia nacen las personas que están sentadas a la mesa para la comida. Diego y Vidal, Lucía y Rita. Y Pato, Cristian, Sara… Hasta Amparito, a la que conocí hace tres años cuando contó su historia en el Meeting de Rimini. Una historia dramática: una hija muerta a los dieciséis meses, otro a los cuatro años, una tercera que es ahora adolescente y a la que ha educado sola porque el padre se marchó y formó otra familia. Ya la había escuchado contar cómo el encuentro con Stefania y el trabajo en AVSI habían cambiado su vida por completo. Pero verla ahora entre las mujeres de su barrio, a las que ha ido a visitar también ella una por una a sus casas, o descubrir cómo es un punto de referencia para las maestras de su guardería, es otra cosa. Habla de sí misma. De la crisis de las últimas semanas, cuando el padre de su hija ha intentado volver de nuevo y luego se ha vuelto a marchar. De las dificultades para educar a Amanda, que va con un grupo de chavales como ella, frágiles y preciosos, de la sencillez y el esfuerzo con el que hacen Escuela de comunidad con Stefania («¿qué aprendo estando con ellos? Siempre me conmuevo», contará ella más tarde: «Están tan desarmados… Y a esa edad se decide todo. Al estar con ellos, tienes delante las exigencias fundamentales de tu vida. Las preguntas más verdaderas») y se pegan a su manera a lo único capaz de sostener heridas durísimas: un amigo que ha sido asesinado, un padre en la cárcel… «Pero ahora puedo decirlo: todas las circunstancias me confirman que lo que he visto es para mí», insiste Amparito. Y resulta impresionante escucharle hablar del sacrificio con ojos que ríen y están tristes a la vez: «El sacrificio es imposible si no es por Cristo. Pero Él responde a Su tiempo, no al mío. Si lo vivo sola, se reduce a rabia y dificultad. En cambio, en esta compañía se convierte en dolor. Es algo completamente distinto».
«Completamente distinto». Son palabras que aparecen con frecuencia en la conversación, cuando te hablan sobre la amistad que ha crecido en los últimos tiempos. Y que ha vuelto a florecer aquí, como en otros países de América Latina, alrededor de personas que simplemente están contentas porque está Cristo. «Es una novedad», dice el padre Alberto Bertaccini, oriundo de Romagna, que vive ahora en Guayaquil, a donde iremos a visitarle dos días después: «Algo por lo que te haces trescientos kilómetros sin esfuerzo para visitar a los amigos». Una novedad que tiene rasgos frescos y maduros a la vez. Unos rasgos que hacen decir a Diego, auxiliar administrativo en una fábrica de muebles y estudiante nocturno de contabilidad: «Aquí estoy descubriendo el gusto por vivir la vida». O a Vidal, que conoció el movimiento en un tren cuando estudiaba en Italia hace cinco años: «Cada vez que nos vemos, la experiencia está más cerca del origen».
También es madura la certeza sobre la fuente de esta novedad. «La Escuela de comunidad», responde con claridad Sara, una americana que ha estudiado en Bolonia y que trabaja aquí con AVSI: «Hemos descubierto el gusto por juzgar las cosas. Y nos ayudamos a hacerlo». Un gusto que resume así Kathy, en una frase que se te queda grabada tal como la dice: «Me mantiene despierta». Como se te quedan grabadas las palabras de Lucía, que trabaja en una agencia de viajes y se ocupa ahora de la secretaría: «Les conocí en unas vacaciones en el volcán Cotopaxi. Comprendí que me podía mostrar tal como era. Antes tenía un rostro en cada sitio. Aquí puedo poner toda mi persona en las manos de Cristo. Y cada día es un desafío. Nunca puedes decir que has comprendido todo».
El autobús y el océano. Nunca. Ni siquiera cuando la historia empieza a ensancharse. El movimiento está presente en Ecuador desde hace veinte años. En 1992 llegó aquí el padre Dario Maggi, lombardo de Gera D’Adda que vivía en Foggia, en donde entró en la Fraternidad Sacerdotal San Juan Apóstol. «Estuve cuatro años en la parroquia con los jóvenes, pero no sucedía nada», cuenta delante de una taza de café en el salón del palacio episcopal de Ibarra, de donde es obispo desde hace un año y medio: «Le pedí ayuda a don Giussani. Empezó a visitarme de vez en cuando el padre Carlo d’Imporzano. Era la compañía que necesitaba: una amistad que me generase, para poder yo ser padre a su vez». Y así organizó en 1996 unas vacaciones con algunos chicos en Conga, cerca del Cotopaxi. La primera noche don Maggi escribió en una pizarra la letra de Povera voce. «Si tuviese que decir cuándo nació el movimiento en Ecuador, diría que fue entonces». Delante de esas palabras escritas con tiza.
Las demás etapas llegan poco a poco. Las primeras obras, como la experiencia de los Pelca, que empezó precisamente el padre Maggi, y de los que se ocuparía más tarde AVSI. O como la CUET, que nace tras la estela de la CUSL, la cooperativa universitaria italiana, para ofrecer servicios a los universitarios y que se traslada después al campo de la educación. La llegada de otros sacerdotes (Francesco Rizzo, que ahora es párroco en Portoviejo, y el padre Alberto, de Paraguay). El nombramiento episcopal de monseñor Maggi como auxiliar de Guayaquil. Y la apertura de la casa femenina de los Memores Domini en Quito. «Una historia compleja», cuenta Stefania sonriendo: «Aquí las cosas son inestables, más que en otros sitios. Yo siempre digo: si tenemos que quedarnos aquí, el Señor nos dará trabajo. Hasta ahora ha sido así». Ella había empezado trabajando en una fundación bancaria, antes de que llegasen los proyectos de AVSI a Quito. Loretta, de Bérgamo, da clase en la universidad. Rosa, madrileña, trabaja para CESAL en proyectos de desarrollo de la habitabilidad entre la capital y Portoviejo.
Desde Quito a Portoviejo hay tres cuartos de hora de vuelo más otros tantos de autobús. Todo un mundo ese autobús. Un jubilado te cuenta que en realidad los sombreros Panamá nacieron aquí («luego el productor se trasladó allá, y nos robaron el nombre»), una estudiante cuyo rostro se ilumina cuando escucha la palabra «Italia». No hay puerto, el océano está treinta kilómetros más allá. Pero lo veremos al parar en Crucita para conocer a la gente que trabaja para la CUET. Están allí para un encuentro guiado por el padre Rizzo. También ellos llevan a cabo proyectos educativos y atienden a familias en las zonas rurales. Y es precioso escucharles hablar sobre «el descubrimiento, con el tiempo, de una razón más grande a la hora de estar con ellos» (Iván), sobre el darse cuenta de que «no debemos resolverles los problemas, sino caminar con ellos: el trabajo es de Otro y nosotros somos sólo instrumentos en las manos de Dios» (Jennifer), o sobre «lo contenta que estoy cuando una madre me dice que después del encuentro con nosotros está educando a su segunda hija de forma distinta a como educó a la primera» (Laura). «Pero la verdadera satisfacción es la relación con Cristo», observa el padre Rizzo. También en Portoviejo hay un pequeño grupo que está floreciendo, que está volviendo a florecer más bien. Allí está Olinda, señora de mediana edad que abre su casa a los amigos «contenta de que se vuelvan a hacer aquí las cenas del movimiento, como hace años». Diez personas en torno a una mesa. A algunas las habías conocido ya en Quito, como Pato y Rita. Pero es un regalo pasar juntos otras dos horas en las que se lanzan con fuerza a verificar «por qué es positiva la realidad».
«Te ofrezco una parte de mí». A la mañana siguiente partimos para nuestra última etapa: Guayaquil. Palmeras, calor y salsa a cien decibelios por la radio del microbús que después de tres horas de viaje nos deja en el centro de la ciudad, cerca de la parroquia del padre Alberto. Trece años de misión en Paraguay, con el padre Aldo Trento («fuimos uno para el otro una compañía total: de él he aprendido la obediencia, la regla de la confesión semanal y la gratitud»), luego una temporada en Italia por problemas de salud («diabetes, infarto, una válvula en el corazón… un poco de todo») antes de cruzar de nuevo el océano. «El médico me dijo: tu vida está en peligro, pero si hay un hospital cerca, da lo mismo estar aquí que en Guayaquil». Impacto duro: «Había dejado el Cumadin en las maletas, que se perdieron por el camino. Pensaba que aquí no había ciertas medicinas. Después de cuatro días, me tuvieron que amputar un dedo. Me dije: Señor, no puedo darte otra cosa. Te ofrezco una parte de mí».
Pero le está ofreciendo mucho más. Le está ofreciendo la vida, con total sencillez. A través de las relaciones con la gente de aquí. Consigues conocer a algunos antes de que el reloj te empuje al aeropuerto. Y se te quedan grabados para siempre. Como Juan y Erica, los padres de Giovanna. Es una niña minusválida a la que el padre Alberto ha preparado para la Primera Comunión. «Nos hemos hecho amigos a través de ella. Antes teníamos miedo. Ahora no. Sabemos que ella también forma parte de un camino». ¿Por qué? Sonrisa. Un instante de silencio. «El otro día, un tipo que pasaba por la calle se quedó mirándola y dijo: “Pero, ¿dónde está Dios?”. Hace algún tiempo no habría sabido responderle. Ahora sí. “Está ahí, en ella. Porque sus ojos son signo de Cristo”». Son ojos de cielo.
(En las entregas anteriores: Argentina, Brasil, Paraguay, Colombia, Perú y la Asamblea de Responsables de América Latina).
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