No se trata de una “cuestión católica”, lo que está en riesgo es «el bien de toda la sociedad» y la creación de «una cultura viva». La cobertura obligatoria de servicios preventivos (desde las medidas anticonceptivas al aborto) que el Gobierno de EEUU impone a los que dan empleo mina los fundamentos de la vida, a nivel comunitario e individual.
El jurista PAOLO CAROZZA analiza los factores principales de la polémica que se ha desencadenado. Es responsabilidad de cada uno no dejar un vacío que ocupe el Estado
El ordenamiento del Departamento de Sanidad y Servicios a la Persona (el ministerio de Sanidad estadounidense) que anunció su secretario Kathleen Sebelius el pasado 20 de enero, que impone a los empleadores, asociaciones religiosas incluidas, la cobertura sanitaria para todos los servicios preventivos recomendados por el Instituto de Medicina, incluidos la anticoncepción, la esterilización y el aborto, ha levantado una polvareda en todos los EEUU. Se han desencadenado reacciones y contestaciones no sólo en el mundo católico y de otras confesiones religiosas. Mientras muchos expertos celebraban la “liberación” de la sanidad americana, una gran parte de la prensa, incluida la que habitualmente asume posiciones abiertamente hostiles a la Iglesia (el New York Times, el Wall Street Journal o el Washington Post, por citar algunos de ellos) ha asumido tonos críticos, refiriéndose a la Primera Enmienda de la Constitución de EEUU. Hemos pedido a Paolo Carozza, profesor y director del Centro para los Derechos Humanos de la Universidad de Notre Dame, que profundice en el debate de estas semanas, para ver qué es lo que está realmente en juego. Corre peligro no sólo el ámbito de la libertad religiosa, sino «el aspecto principal de la libertad humana: la búsqueda y la adhesión al significado último de las cosas».
La Iglesia afirma que en esta cuestión se requiere la libertad religiosa no para proteger su pequeña parcela sino, en último análisis, para manifestar «la virtud singular de su doctrina en el ordenamiento de la sociedad y en la vivificación de toda actividad humana», como dice la declaración Dignitatis humanae. La protesta que va más allá de confesiones y corrientes políticas parece, en cierto modo, la confirmación de esto…
Sin duda. Claramente la polémica toca un elemento que se siente a nivel profundo y generalizado. Para entender la reacción al ordenamiento del Departamento de Sanidad es útil tener en mente cómo está estructurada la regulación sanitaria, la cual ha permanecido sin cambios sustanciales ante el “compromiso” ofrecido y todavía no llevado a cabo del presidente Obama. Primero: dice que todo lo que el Gobierno llama “servicios sanitarios preventivos indispensables” debe ser proporcionado y pagado por los empleadores. Hoy son la esterilización voluntaria, las medidas anticonceptivas y los métodos abortivos químicos; la semana que viene, o dentro de un año, será cualquier otra cosa que el Gobierno decida sumar a la lista. Segundo: dice que las únicas entidades que pueden ser exoneradas de estas obligaciones por razones de credo religioso son las que asumen y están al servicio principalmente de personas de su misma fe (por ejemplo, una parroquia). Instituciones como escuelas y universidades, hospitales u obras de caridad al servicio de los pobres y de los oprimidos no se consideran verdaderas y propias instituciones religiosas, por lo que deben atenerse al decreto del Gobierno, pues de lo contrario corren el riesgo de sufrir sanciones económicas.
Eso penaliza enormemente la libertad de las instituciones y de las personas implicadas en ellas…
En otras palabras, la comunidad de seguidores de una fe religiosa no puede dar vida a organizaciones que pretendan actuar y estar presentes de forma capilar en la sociedad (no sólo en el interior de las propias comunidades religiosas), sin que el Estado les imponga servir a los intereses y a los valores establecidos por el Gobierno. En este absurdo sistema no nos está permitido educar a los jóvenes, curar a los enfermos, vestir a los indigentes, consolar a los afligidos, buscar justicia para el indefenso, hospedar al extranjero o dar de comer al hambriento, sin violar nuestros principios fundamentales cada vez que el Estado ordena hacerlo. Aquí, por tanto, se ve qué es lo que está verdaderamente en juego, y es la libertad fundamental de las comunidades religiosas de actuar en el mundo, es decir, de vivir en solidaridad con los demás, participar plenamente en la realización del bien común y de la entera sociedad y crear una cultura viva. Como se puede ver, no se trata de una «cuestión católica».
¿Entonces es una exageración decir que lo que está en juego es el fundamento de la libertad humana?
Está en juego el principal y más importante aspecto de la libertad: la búsqueda y la adhesión al significado último de las cosas, no sólo en la esfera de la conciencia privada, indivisible e individual, con la ética personal del individuo y con actos de culto pietista, sino en relación con toda la realidad (familia, trabajo, educación, arte, política…). Está en juego la libertad de religión, de dar la vida, de estar presentes como realidad cultural. Esta polémica ayuda a recordar que la reducción moderna de la libertad religiosa a protección de la coerción en materia de credo personal, culto y conciencia “en sentido estricto” refleja tanto una reducción del ser humano en su integridad como una reducción de las inevitables dimensiones comunes y culturales de las religiones.
La libertad, en su significado más amplio, contrasta con la concepción que prevalece hoy de “derechos”. En particular, una cierta concepción del derecho parece insinuar que el Estado tiene el deber de proteger a los ciudadanos de las “influencias coercitivas” de los principios religiosos… De esta forma, ¿no están tal vez destinados los derechos que garantiza el Estado a entrar en conflicto con la religión y la libertad religiosa?
Me temo que este conflicto entre la libertad religiosa y ciertas concepciones y prácticas políticas de “derechos humanos” está destinado a ampliarse en la práctica. Pero estoy convencido de que, a un nivel más profundo, el concepto de derechos humanos fundamentales es compatible con una antropología auténticamente humana, es decir, de comunión y dependencia, y al mismo tiempo indispensable para regular la vida social y política. El problema no está en los “derechos” en cuanto tales, sino en su ideología específica, que arranca a la persona del complejo tejido de dignidad humana y bien común, ambos nacientes de un reconocimiento del destino trascendente del hombre. Sin esto, el lenguaje de los derechos se vuelve un mero juego de poder.
En esta confrontación ya no se es capaz de definir qué es el “bien común”…
Actualmente el bien común no necesita tanto de una definición abstracta o de un significado conceptual cuanto convertirse en experiencia de un hecho: el hecho de nuestra pertenencia a Otro, de las exigencias comunes, de los deseos objetivos y universales del corazón humano. El reconocimiento del significado de nuestra interdependencia material es ante todo un problema de educación. Tenemos necesidad de educarnos a nosotros mismos y a nuestros hijos, ante todo, en el significado de caritas, en la lealtad hacia el misterio y en la irreductibilidad de cada persona. Sin duda, volvemos así al punto de partida. Las indicaciones del Departamento de Sanidad y de Servicios a la Persona son peligrosas no sólo porque en una sociedad pluralista a menudo suceda que se transgreden las preferencias personales de cada uno, sino porque tocan el fundamento de nuestra libertad de educarnos recíprocamente. El magisterio de la Iglesia sobre el uso de anticonceptivos o el aborto, después de todo, no es simplemente un conjunto de preceptos morales casuales y arbitrarios, sino un juicio coherente sobre el significado y el destino de la vida humana, es decir, el juicio de que la vida es un don de Otro.
¿La estructura social y política de EEUU se está entrometiendo en la concepción y la práctica de la subsidiariedad?
En esta polémica no hay nada más evidente que el desprecio a la libertad de las asociaciones intermedias, que están entre el individuo y el Estado, por parte de los que tienen en sus manos la sanidad, la política y las leyes. Esas asociaciones a través de las cuales descubrimos nuestra humanidad y la de los que están cerca de nosotros. Estas normas representan una grave intolerancia del pluralismo, amargamente irónica en el contexto de una sociedad que se propone hacer de la tolerancia y de la diversidad sus más altos valores civiles. Pero sería demasiado fácil, y en última instancia inútil, buscar una respuesta en la “estructura política y social” del país. La subsidiariedad es más que un conjunto formal de disposiciones institucionales: es una forma de actuar en el mundo y una respuesta razonable a la dinámica realidad humana. Si dejamos de dar vida y apoyo a nuestra cultura, sólo quedará un vacío a llenar por el Estado. La subsidiariedad empieza en nosotros.
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