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Huellas N.4, Abril 2012

PÁGINA UNO

La fuerza de la persona: su autoconciencia

Julián Carrón

Apuntes de la Asamblea de Responsables de Comunión y Liberación en Italia
Pacengo di Lazise (Verona), 4 de marzo de 2012

¡Qué ayuda sería para afrontar las dificultades y los retos que se nos presentan cada mañana, ser conscientes de nuestro yo, de nuestro drama humano, de toda nuestra necesidad, a la hora de rezar la oración que la Iglesia acaba de poner en nuestros labios! Sería realmente la primera victoria sobre nuestro malestar, fuera el que fuera: «Dios es nuestro refugio y nuestra fuerza, poderoso defensor en el peligro. Por eso no tememos aunque tiemble la tierra y los montes se desplomen en el mar. Que hiervan y bramen sus olas, que sacudan a los montes con su furia. El correr de las acequias alegra la ciudad de Dios, el Altísimo consagra su morada […]. El Señor del los ejércitos está con nosotros, nuestro alcázar es el Dios de Jacob» (Salmo 45 de los Laudes del domingo, en El libro de las horas, CL Madrid, p. 78).
¡Qué experiencia tiene que vivir un hombre para poder hablar así! No es que se le ahorre nada en la vida, ni que no vea temblar todo a su alrededor, pero qué consistencia da a la vida esta conciencia de manera que podamos desafiar todo con la certeza de que «Dios es nuestro refugio y nuestra fuerza».
Es lo mismo que expresa don Giussani en un pasaje que he encontrado casualmente hace poco tiempo: «En efecto, cuando se estrecha a nuestro alrededor el cerco de una sociedad adversa hasta amenazar la vivacidad de nuestra presencia, y cuando una hegemonía cultural y social tiende a penetrar en nuestro corazón y agrava nuestras habituales vacilaciones...». Antes de seguir leyendo, me gustaría saber cómo acabaríamos nosotros esta frase: en una situación parecida, ¿qué pensaríamos?, ¿dónde pondríamos nuestra consistencia?, ¿dónde buscaríamos ayuda? De nuevo, don Giussani nos sorprende: cuando esto ocurre, «es que ha llegado el tiempo de la persona» (L. Giussani, «Ha llegado el tiempo de la persona», a cargo de Laura Cioni, Litterae Communionis CL, n. 1, Milán 1977, p. 11). ¿Y qué es la persona? ¿Dónde está su consistencia? «En una situación en donde todo es arrancado del tronco y reducido a un montón de hojas secas, lo que urge para que la persona sea es la autoconciencia, una percepción de sí clara y amorosa, cargada de la conciencia del propio destino y, por tanto, capaz de verdadero afecto a uno mismo, liberada de la obtusa instintividad del amor propio. Cuando perdemos esta identidad, nada nos aprovecha» (Ibídem, p. 12).
Don Giussani explicita cómo emerge esta autoconciencia: «Usando una analogía, la ley de la autoconciencia se encuentra dentro de la experiencia psicológica del hombre: la propia identidad se reconoce y se ama reconociendo y amando a otro. En la historia psicológica de una persona, la fuente de su capacidad afectiva es una persona que reconocemos de tal modo que la acogemos y hospedamos en nosotros mismos. Para el niño esta presencia es la de su madre, tanto es así que, si ésta falta, se seca la fuente del afecto. Pero, en un determinado momento, ya no basta este signo natural, porque el sujeto ha evolucionado hacia su juventud, que se complica y pone de manifiesto ciertas características, propias de la falta de afectividad: en la juventud, confusa, insegura, descompuesta y pretenciosa, ha llegado el momento del Otro [con O mayúscula], otro que sea verdadero, permanente, que nos constituye, el momento de la presencia inexorable y sin rostro, inefable [misteriosa]. La juventud es el tiempo del Tú [con mayúscula] en el que el corazón se sumerge […] como en un abismo, es el tiempo de Dios».
Pues bien, el contenido de esta autoconciencia es lo que da consistencia a nuestra persona y a nuestra presencia.

¿Cuál es el contenido de esta autoconciencia? ¿Cuál es el contenido de la autoconciencia del salmista? La presencia del Tú es la presencia que «debe ser reconocida, hospedada y amada; de lo contrario, desaparece la identidad […]. Es en la juventud cuando surge la dramaticidad de la vida; [porque] la dramaticidad de la vida consiste en la lucha entre la pretendida afirmación de uno mismo como criterio del vivir y el reconocimiento de esta Presencia misteriosa y penetrante». Por ello, «el fenómeno que le permite expresarse a la personalidad es la iniciativa». ¿Qué tipo de iniciativa? «Esa iniciativa que documenta el comienzo de una verdadera identidad cristiana […]: el deseo de la memoria de Cristo, el deseo de tomar conciencia de Él, de su Presencia» (Ibídem). Esta es la lucha que necesitamos librar entre nosotros, en nosotros y cada uno de nosotros: si ponemos nuestra consistencia en algo que creamos nosotros, en una última afirmación de nosotros mismos, en una imagen o un proyecto nuestro, en un intento nuestro con toda su inevitable inconsistencia, o si en cambio reconocemos Su presencia. No hay otra alternativa, y cuanto más avanza la vida, tanto más uno decide, tanto más uno se encuentra en una posición u otra.
«Tener la valentía de afirmar que nuestro problema fundamental es que llegue a ser habitual en nosotros el deseo de Su recuerdo, [de Su memoria], la conciencia de Su presencia, no puede dejar de sonar a nuestros oídos como algo abstracto [¡cómo da en el clavo Giussani!], añadido o superpuesto a los problemas que sentimos más apremiantes o concretos». Y, en efecto, aquí está nuestra resistencia. Por eso, «el deseo de recordar a Cristo madura en nosotros mediante una historia, no crece automáticamente, sino que crece siguiendo a alguien como cualquier otra capacidad». Y de la misma manera que «el proyecto de nuestra madurez no está en nuestras manos, así tampoco podemos decidir el maestro a nuestro antojo; sólo tenemos que reconocerlo. El maestro que tenemos que seguir nos lo ha dado el Señor, nos lo ha puesto el Señor en el camino que nos ha trazado, en la vía que estamos recorriendo. Elegir nosotros un maestro significaría elegir alguien que nos resulte más cómodo, que responda a nuestro gusto, al deseo de ver secundado nuestro proyecto. En cambio, seguir significa ensimismarse con los criterios de otro, del maestro, con sus valores, con lo que nos comunica, y no vincularse a una persona que, en sí misma, es efímera. En este seguimiento se oculta y se vive el seguimiento de Cristo. El motivo del seguimiento entre nosotros no es el apego a una persona, sino el seguir a Cristo. La amistad entre nosotros debe tender a este magisterio – concluye don Giussani – porque el amigo verdadero es aquel que con discreción y respeto ayuda al otro a caminar hacia su destino» (ibid).

Esta es la decisión que cada uno debe tomar. La apertura de la causa de canonización de don Giussani es una nueva ocasión, un reto decisivo en el presente. ¿Queremos seguirle? ¿Queremos seguir lo que don Giussani nos ha propuesto, estamos dispuestos a seguir lo que acabamos de escuchar, es decir, a seguirle haciendo un camino para identificarnos con sus criterios? Cuando esto sucede, vemos que emerge un sujeto nuevo – como resultaba patente en el día de ayer –, que se convierte en una presencia. Las dos asambleas y todo el día de ayer han documentado esta presencia según modalidades distintas en muchos de los que intervinieron, y también en los diálogos posteriores y con los que no pudieron intervenir. ¿Y por qué? ¿Por qué esta riqueza de presencia? Sólo por la certeza de lo que acaba de decir don Giussani, que para muchas personas se convierte cada vez más en una autoconciencia, que nos permite estar con libertad en la realidad, libres de las circunstancias y en las circunstancias, no al margen de ellas, sino en nuestros ambientes, libres también de los ataques (porque lo único que no apareció ayer es el peso de los ataques que sufrimos; no hubo casi eco de ello); libres, por tanto, de la dependencia del poder, sea cual sea la forma en que se exprese. Me asombra que esta certeza no coincida ni dependa de ostentar ninguna clase de poder, ya que el Señor en determinadas circunstancias puede negarlo. La historia del pueblo de Israel es preciosa desde este punto de vista, porque, en la antigüedad, la divinidad y el poder estaban tan ligados que, cuando un pueblo perdía su poder, esto marcaba también el fin de la divinidad, excepto en un caso: el pueblo de Israel. El Dios de Israel puede permitir que su pueblo sea derrotado, puede permitir que sea desterrado y, sin embargo, seguir siendo su Dios. El Dios de Israel y la consistencia de su pueblo no están vinculados a ningún poder, más bien, Dios puede consentir la derrota para purificar a su pueblo, como dicen los profetas, para que Israel cobre una consistencia propia, más allá de cualquier evento histórico. Porque Dios quiere generar una criatura nueva, un sujeto con tal novedad, con tal consistencia que, sean cual sean las vicisitudes de la historia, pueda permanecer firme, y tener una roca sobre la que apoyarse. ¿Cuál es esta roca? ¿Cuál es el contenido de esta autoconciencia que se convierte en una roca, si no Él? Y no sólo Dios no ahorró a su pueblo la prueba, sino que tampoco lo hizo con su Hijo: puede herir al pastor y dispersar a las ovejas, pero para reunirlas de nuevo y manifestar así la victoria definitiva de Cristo. Por eso entiendo muy bien por qué don Giussani dice que, en un momento como éste, ha llegado el tiempo de la persona. Es como si nos preguntara a cada uno, a ti y a mí: ¿dónde está tu consistencia?, ¿dónde pones tu seguridad? Si nosotros no somos libres de las circunstancias, acabamos siendo parte del problema, y no de la solución.
En cambio, vemos que justo en este momento de la historia en el que hay tanta confusión, podemos – aún a trancas y barrancas, con todos nuestros límites que conocemos al dedillo – ser una presencia, que muchos reconocen y a la que se dirigen, como sucedía con el pueblo de Israel, cuando algunos se agarraban a su manto para caminar con él; y no porque Israel tuviera algún poder, sino porque tenía lo único que permite vivir. Y precisamente una presencia así, que no depende de nada más que de Él, nos abre a las necesidades de los demás – lo hemos visto en las asambleas –, de cualquier naturaleza, desde la de los futuros profesores hasta la de quienes han perdido el trabajo, no tienen esperanza o sufren la dureza de la crisis. Esto demuestra cuál es la naturaleza de la necesidad ante la cual nos encontramos, que llega hasta la necesidad de encontrar una esperanza para seguir viviendo. Sólo si encontramos y experimentamos una respuesta verdadera a nuestra necesidad, podemos ofrecer una respuesta a la necesidad de otros, es decir, un lugar en la sociedad donde sea derrotada la nada, una compañía que sea verdadera compañía, una amistad que sea verdadera amistad hacia el destino.

Sólo una comunidad así incide en la historia, porque – como decía Giussani – cuando «la realidad de la fe se encarna en el hombre», plasmando «todas las expresiones de su realidad personal, […] en el sentido de que afecta a toda la persona, entonces cambia al sujeto» (L. Giussani, «La fe es claridad, coherencia y (también) gracia», entrevista a cargo de F. Dante, La Nostra assemblea, Comunidad de San Egidio, n. 9-10 de enero de 1978), y por lo tanto, califica de manera distinta a la acción de este sujeto en la historia. Esto es lo primero, el drama ante el cual nos encontramos cada uno de nosotros.
«En segundo lugar, la fe vivida en el ambiente, y por lo tanto una comunión eclesial vivida allí donde el hombre vive, en su ambiente […] – porque para nosotros el ambiente es la realidad donde el poder social trata de influir en la vida de la persona y configurarla, intentando utilizarla para sus propios fines […] –… Una comunión vivida en el propio ambiente realiza una presencia que – si es real, es decir, si es una presencia viva – no puede más que percibirse, sentirse y querer implicarse con los problemas que constituyen el tejido del ambiente mismo; porque un ambiente humano se constituye por una trama de problemas. En este sentido, existe una inevitable incidencia política que la mera presencia de un hecho cristiano realiza, ya sea una comunidad o también una persona cristiana singular. Digo a menudo – continúa don Giussani – que la comunión es una dimensión de la persona, y no necesariamente una agregación hic et nunc de individuos. […] Si la comunión es una dimensión de la persona, resulta esencial para la presencia cristiana, tanto personal como comunitaria; por lo tanto, si una persona está sola, vivirá esta conciencia como el modo en que se percibe a sí mismo y percibe su responsabilidad; si está con otros, manifestará esta comunión en la unidad fraterna con ellos» (ibid). Cualquier persona que viva esta conciencia lleva en su autoconciencia la comunión, y la expresa en la conciencia que tiene de sí misma.
Cuando vivimos esta autoconciencia en nuestro ambiente – como vimos ayer en las intervenciones –, nos convertimos en un factor de la vida social, y este es el nivel que nos compete a nosotros, a la comunidad cristiana, es decir, a nuestra presencia como movimiento. Luego, existe también «en su acepción más estricta, política, […] el intento de imaginar y realizar estructuras más justas de convivencia, estructuras sociales que expresen mejor lo humano»: a la responsabilidad del individuo, que por vocación decide entrar en política, le corresponde este nivel político en sentido estricto. «Nuestra tarea [como comunidad cristiana] es la de formar en la fe a las personas, mediante una vida de comunión […] que no puede dejar de implicarse con todos los problemas del ambiente» (ibid).
Volver a nuestras casas con esta conciencia, después de estos días, después de lo que hemos visto, nos permitirá estar cada vez más presentes en la sociedad, en la medida en que crece nuestra autoconciencia, es decir, la potencia de la persona desde dentro de su pertenencia a Cristo en la Iglesia, en el movimiento. Como dice Giussani, cuando crece esa autoconciencia que se apoya en el único fundamento que resiste ante cualquier circunstancia, adquirimos una consistencia que nos permite estar en la realidad.
Nuestra amistad es la ayuda a crecer en esta autoconciencia, porque sin ella no podemos aportar ninguna contribución y acabamos siendo arrollados por el torrente de la confusión, tengamos o no cierto poder en nuestras manos.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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