Elegida por el Papa como “portavoz” de los no creyentes, alumna de Derrida y Lacan, fascinada por la revolución cristiana y madre de un hijo discapacitado. Un diálogo con la escritora y psicoanalista franco-búlgara sobre la crisis, la debilidad, Dios. Y la verdad, que implica un combate constante
El pasado mes de octubre se celebró en Asís la Jornada de reflexión, diálogo y oración por la paz y la justicia en el mundo. Benedicto XVI convocó a los líderes de las distintas tradiciones religiosas, pero introdujo también una novedad respecto al encuentro de 2011, invitando a Julia Kristeva como representante de aquellos «agnósticos en búsqueda» que según Ratzinger «están más cerca de Dios que los creyentes por costumbre».
Julia Kristeva es una de las intelectuales más destacadas de Europa (y no sólo). Una de los primeros exponentes de la corriente estructuralista, “descubierta” por el célebre crítico Roland Barthes (llegó a París exiliada desde Bulgaria, donde nació en 1941), escritora, crítica literaria y psicoanalista, tuvo como maestros a Jacques Derrida y Jacques Lacan. Desde posiciones maoístas en los años sesenta, aunque proveniente de una familia ortodoxa, en los últimos años ha manifestado un interés cada vez mayor, sincero y apasionado por el cristianismo, por sus valores, por su capacidad «revolucionaria» respecto a temas que a ella, gran experta en Hannah Arendt, le preocupan, tales como los conceptos de límite, muerte, debilidad.
Por este motivo el Papa la considera una interlocutora esencial en el diálogo entre creyentes y agnósticos en ese “Atrio de los gentiles” que quiere retomar el diálogo acerca de Dios y de las grandes preguntas de la existencia. Esto es lo que sucede por ejemplo en el intercambio epistolar entre Kristeva y Jean Vanier, recogido en el libro Leur regard perce nos ombres (Su mirada atraviesa nuestras sombras, ndt, todavía sin traducir al español), un diálogo vivo entre su experiencia de madre – David, su hijo, es discapacitado – y la del fundador de El Arca, la conocida comunidad que ayuda a los discapacitados. Juntos abordan algunos de los temas que aparecen en las últimas obras de Kristeva. La muerte, el límite, la vulnerabilidad, la relación con el dolor. Y también el cristianismo: «La única religión que “habla de igual a igual” con el sufrimiento», como se lee en su densa obra Esa increíble necesidad de creer (Ed. Paidós 2009).
En una de sus cartas a Vanier, precisamente hablando del límite, escribe: « ¿Y si esta crisis hundiera sus raíces en el mismo entusiasmo por el superhombre gran consumidor y supereficiente, obstinado en negar los propios límites y los del planeta?». Para su hijo David el límite es la discapacidad. ¿Pero qué es en realidad el límite para el hombre?
En primer lugar existe una noción general de «límite» como lo abordo en el epistolario con Jean Vanier: el límite se declina de modo singular y específico cada vez, no se desarrolla de un modo «totalitario». Además, se caracteriza por ser un factor constitutivo de la persona. Esto no tiene nada que ver con el pecado, ni con el sentimiento de culpabilidad, el error o la culpa, sino con asumir una prohibición que se ejerce sobre la fisiología para que ésta se transforme en biografía. La vida humana es biología (zoon en griego) y relato (bios). La vida humana es una zoon y una biografía. Cuando el ser humano habla, cuenta y relata su historia con los demás y mediante un pacto con los demás. Este pacto se basa en el límite y en ciertas leyes. De ahí deriva la biografía. El niño recién nacido es introducido en el triángulo familiar (junto con el padre y la madre; ndr), y en el marco de la disciplina que de ello deriva se ve sometido a ciertas obligaciones. Sólo gracias a dichas obligaciones, únicamente en base a ellas, fisiológicamente un niño se llena de sentido y construye su personalidad única. Esas obligaciones son las que van constituyendo el código ético-moral del niño.
Por tanto, ¿el límite no tiene únicamente una connotación negativa?
No, al contrario. Los educadores ponen límites y precisamente mediante ellos el niño construye su personalidad: el límite hace posible el acceso al lenguaje y al pensamiento. También las religiones descubrieron que el límite es constructivo: Dios es ley, Dios llega incluso a negarte algo, pero de este modo el hombre se construye. Los seres humanos, por tanto, tienen en el límite un rasgo constitutivo de su propio ser.
Del límite individual al límite «social», que hoy aparece con el nombre de «crisis»: financiera, económica, política... Julián Carrón, en su intervención con motivo de la presentación del documento de Comunión y Liberación sobre la crisis económica, ha recordado este pasaje de Hannah Arendt: «Una crisis nos obliga a volver a plantearnos preguntas y nos exige nuevas o viejas respuestas pero, en cualquier caso, juicios directos. Una crisis se convierte en un desastre sólo cuando respondemos a ella con juicios preestablecidos, es decir, con prejuicios». ¿Qué significa para nosotros, los europeos de hoy, afrontar la crisis sin juicios preestablecidos?
La crisis – la misma palabra griega lo dice – es una situación de malestar, pero significa también un momento de decisión, de elección. Si elegimos bien, una crisis puede ser precursora de nuevas perspectivas porque cambia la situación presente. Por otra parte estoy de acuerdo con la cita de Hannah Arendt, a la que dediqué uno de mis libros (El genio femenino, Ed. Paidós 2000). En Europa es evidente que nos encontramos no sólo ante una crisis económica o monetaria, que no depende sólo de los responsables financieros, sino que es también de naturaleza moral, metafísica y existencial, y que exige soluciones de carácter humano.
¿Cuáles?
Desde el punto de vista político creo que un buen punto de partida sería una mayor decisión hacia una Europa federal. Esto no significa olvidarse de las naciones en particular, sino que haya una mayor solidaridad y una mayor referencia a la comunidad política superior, que es Europa. Esto significa también que existe una cultura europea, aunque muchos afirmen que se trata sólo de una convención. En cambio existe, y esto es sobre lo que sería urgente trabajar y reflexionar: profundizar en la identidad, en la naturaleza de la cultura europea. En este sentido – es sólo un ejemplo – en 2010 propuse la creación, a nivel de la UE, de un Instituto de la cultura europea para estudiar la influencia de las diversas religiones y de la secularización en la formación de la Europa actual.
Entonces, ¿qué debemos hacer para salir de las dificultades actuales?
Tiene razón el ministro italiano Lorenzo Ornaghi cuando afirma que para salir de esta crisis se tiene que apostar también por la cultura. Las cuestiones metafísicas son distintas de las cuestiones políticas, porque son de orden cultural. Eso presupone la necesidad de hacer frente a las preguntas sobre la justicia, la muerte, las cuestiones ecológicas, recuperar el valor de la laicidad. A menudo los “laicos” piensan que la ruptura con la tradición religiosa – o bien la secularización – es inevitable. Pero no está dicho que esta secularización deba transformarse en un rechazo permanente y en una opinión negativa sobre la religión, como sucedió en el siglo XX.
¿Pero qué significado tiene para usted la relación entre religión y laicidad?
La laicidad debe, por una parte, estar alerta ante cualquier integrismo, y por otra, crear puentes – el encuentro de Asís con el Papa Benedicto XVI y los distintos líderes religiosos ha sido una muestra de ello –, intercambios bajo el signo de la confianza recíproca. O bien, como dije en Asís, «creer y conocer juntos». Estuve muy atenta a cuanto Benedicto XVI nos dijo en la ciudad de san Francisco, es decir, permanecer abiertos a la verdad de la religión cristiana: personalmente me quedé muy impresionada por su discurso. Los católicos no deben sentirse dueños de la verdad. En este tema, deberían seguir el ejemplo de los humanistas y comprender que la verdad es un camino, implica un combate constante. Y este activismo, permítame decir, es un dato muy femenino, como he visto en Hannah Arendt, a pesar de todas las pruebas por las que tuvo que pasar.
Como no creyente, su mirada positiva sobre el cristianismo destaca también en este último libro epistolar. En una conferencia en Notre Dame en 2006, dijo que como no creyente constata la grandeza de la caridad cristiana: «Acercarse de manera caritativa a los discapacitados causa una verdadera revolución en la mentalidad, y nunca será lo suficientemente reconocido: es el fundamento mismo del humanismo». ¿Por qué afirma esto?
En la caridad cristiana existe sobre todo el reconocimiento del amor por el otro, sobre todo por el extranjero, el enfermo, a través de aquello que constituye el fundamento de lo que se denomina “humanismo cristiano”: todos los hombres son nuestros hermanos de sangre. Por eso debemos experimentar hacia cada hombre la necesidad de acompañarlo en los momentos más difíciles. Y precisamente en los períodos de crisis este sentimiento de “ser hermanos” debe aumentar. Recordemos que el primero en la historia que cuidó a las personas discapacitadas fue un monje cristiano, el bizantino Zotikos: él decidió dejar de comportarse como los antiguos griegos, los cuales exponían en público a los discapacitados – lo que le causó una fuerte impresión – para que los dioses se los llevaran con ellos. Zotikos empezó a ocuparse de ellos y a cuidarlos. Este modo de cuidar y de hacerse cargo de los demás se convirtió en un rasgo distintivo del mundo cristiano, por ejemplo con las órdenes hospitalarias, con los franciscanos, y hoy lo llevan a cabo personas como Jean Vanier. Siempre repito lo mismo a cuantos se ocupan de los discapacitados de manera profesional: con estas personas es necesaria una identificación, una ósmosis, una empatía. Y al mismo tiempo mantener esa distancia que permite conocer lo que es diferente. En mi opinión, es esta palabra, ósmosis, el nuevo nombre de la caridad en nuestros días.
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