Multitudes que salen a la calle. Cortes de tráfico por los peregrinos que hacen cola para venerar el Cinturón de la Madre de Dios. Después de las elecciones parlamentarias de noviembre y de las recientes presidenciales, en Moscú y alrededores sopla un viento nuevo que recuerda en ciertos aspectos al antiguo samizdat. ¿Dónde desembocará?
Lo que ha sucedido en Rusia tras las elecciones parlamentarias de diciembre y comienzos de marzo marca un giro decisivo en la conciencia del país. Un giro que sorprende a los mismos rusos, porque la imagen que se tenía de Rusia hasta hace unos meses era casi únicamente la de un país postrado por la falta de confianza y de esperanza. La ausencia de perspectivas ante una posible mejoría de la situación producía una indiferencia aplastante – visible en la depresión y en el descuido de la forma de trabajar y de vivir lo cotidiano –, así como un paroxismo de pretensiones, una de cuyas últimas manifestaciones era un nacionalismo emergente, con el mito de una potencia que reconquistar a cualquier precio. Sobre todo esto pesaba, como una losa, una violencia amenazante que impregnaba cada vez más el tejido de la vida civil.
Pero de repente, a la par que las protestas por el fraude electoral que ha superado cualquier límite (y que a pesar de todo no ha conseguido la mayoría absoluta del partido en el poder), es como si la sociedad rusa se hubiera despertado de su sopor, como si se respirara otro aire en la calle que ha transformado gradualmente las manifestaciones del 11 y 24 de diciembre y del 4 de febrero en una «declaración de no indiferencia», en una reivindicación por parte de la sociedad civil y de la persona de su derecho a contar, a no ser ninguneada o eliminada del espacio público. La definición más escuchada es «fiesta», «fiesta por el descubrimiento de uno mismo, del propio deseo infinito de justicia y de bien», como ha escrito Katya, una amiga profesora. Un descubrimiento digno de ser celebrado, a pesar de las reacciones de las autoridades, que están utilizando la falta de líderes y de interlocutores políticos en el movimiento para justificar su falta de diálogo con la calle. Pero por ahora, esta extraña «oposición extra sistema» no busca ni líderes ni una agenda política. Y te encuentras con que un hombre cualquiera de la calle te dice: «No es importante estructurarse en un partido político; ahora lo importante es formar una sociedad civil consciente de sus propios derechos y restar poder y credibilidad al partido de los ladrones y de los tramposos» (así es como llaman al gobierno que ha ganado en las últimas elecciones).
Aleksandr Archangelskij, conocido periodista de televisión, ve en la oposición al status quo un denominador común: «Nosotros no tenemos todos las mismas ideas, sólo somos compañeros de desventura. Lo que nos une es el deseo de no volver atrás, al año 2000, sólo por esto estamos dispuestos a unirnos, antes de volver a diferenciarnos»; pero evoca también una palabra nueva – solidaridad – que se convirtió en algo odioso en la época soviética porque el comunismo abusó de ella y la deformó: «El sentido de solidaridad es connatural a la cultura rusa desde los orígenes. El poder soviético la había sustituido por la idea del colectivismo, porque esto le facilitaba gobernar los cerebros de las masas. ¿En qué se diferencia el colectivismo de la solidaridad? El colectivismo antepone el elemento común al elemento personal, el poder al ciudadano. La solidaridad, en cambio, presupone que cada uno de nosotros asume sus propias responsabilidades, y justamente de aquí nace la posibilidad de juntarse para hacer algo útil e importante».
Un largo camino. De nuevo Archangelskij nos invita al «poco gratificante trabajo de reconstruir la vida sobre principios nuevos. El resultado no será deslumbrante, el camino será largo, pero entre una vida difícil y una muerte fácil es mejor elegir una vida difícil».
Hace cincuenta años, el puñado de jóvenes que en una plaza de Moscú dio comienzo al disenso recitando poesías en torno al monumento a Majakovskij, había hecho más o menos el mismo razonamiento: «En la multitud, en una situación extrema, vence el instinto de autoconservación… – ¿Por qué justamente yo? – se pregunta cada uno en la masa. – Uno solo no puede hacer nada. Y perecen todos. Cuando está contra la pared, el hombre reconoce: “Yo soy el pueblo, yo soy la nación”. No puede echarse atrás, y prefiere la muerte física a la espiritual. Y, cosa extraordinaria, al defender su propia integridad defiende a la vez a su propio pueblo, a su propia clase o partido. Éstos son los hombres que conquistan el derecho a la vida para su propia comunidad, aunque tal vez lo hagan sin darse cuenta. – Si yo no lo hago, ¿quién lo hará? – se pregunta el hombre que está contra la pared. Y salva a todos. De este modo, el hombre empieza a construir su propia fortaleza» (Vladimir Bukovskij).
Unos pocos días antes de las elecciones, tuvo lugar en Moscú un hecho, interpretado de distintas formas, pero en cualquier caso desconcertante por sus proporciones y significado: casi un millón de personas a lo largo de una semana se acercó a la iglesia de Cristo Salvador a venerar el Cinturón de la Madre de Dios, una reliquia traída desde el Monte Athos, permaneciendo en la cola incluso durante veinticuatro horas, con temperaturas bajo cero. La capital rusa, laica y desencantada, se vio paralizada en todos los sentidos, porque la afluencia masiva de peregrinos implicó cortes de tráfico en el centro de la ciudad, con todos los inconvenientes que esto supone, pero sobre todo se vio paralizada ante la escena de una religiosidad imprevisible y difícilmente encasillable: turbia, confusa, milagrera, pero desesperadamente sedienta de una respuesta. Es como si durante una semana, la «pregunta» de Rusia hubiese salido a la luz con sus gigantescas proporciones asumiendo los contornos de un pueblo entero, de una masa inmensa, a veces peleona y violenta, pero también marcada a fuego por una exigencia religiosa, que esperó durante horas ganándose palmo a palmo la posibilidad de desfilar por un instante ante la reliquia.
Este fenómeno ha suscitado muchos interrogantes, y ha sacudido las conciencias incluso dentro de la Iglesia: ante la generalizada «insatisfacción por lo que sucede, por la impotencia para cambiar cualquier cosa, para influir en los acontecimientos», resulta «significativo el impulso de energía, de expectativa y esperanza que ha suscitado en la sociedad la reliquia del Cinturón de la Virgen», comentaba al día siguiente el padre Georgij Mitrofanov, profesor de la Academia teológica de San Petersburgo.
Persona y comunidad. Entre estos dos fenómenos – las masas que se acercan a venerar la reliquia y las que salen a la calle – no parece haber ningún punto de contacto: no pertenecen a la misma franja social, tienen una forma mentis distinta, sustratos culturales diferentes. Hoy en día está muy difundida entre la gente una religiosidad instintiva, «una fe supersticiosa mezclada con elementos paganos», como destaca el publicista Aleksandr Scipkov. Pero en estos últimos años están creciendo experiencias de vida cristiana muy interesantes, tanto en las provincias como en la propia capital, en torno a parroquias «históricas» y en los núcleos de comunidades de hijos espirituales del padre Men (el sacerdote asesinado el 9 septiembre 1990, ndr), del metropolita Antonij de Suroz, del padre Georgij Kocetkov, etc. Son comunidades vivas, frecuentemente comprometidas con generosidad en la actividad catequética y caritativa, y que intentan estar presentes socialmente a través de formas de voluntariado, de asistencia a los pobres o a los ancianos. Lo que, paradójicamente, está más ausente es el nexo entre el compromiso cristiano personal y comunitario, y un juicio cultural, político, social, que procede en muchos casos de una mentalidad laica. Es como si a los creyentes les faltase la inteligencia de la fe, el reconocimiento de que justamente su experiencia personal de novedad y de resurrección es la hipótesis de partida para leer la realidad humana que les rodea.
Pues bien, para muchos sacerdotes y laicos, los eventos de los últimos meses han sido precisamente la ocasión para romper este dualismo, para redescubrir su tarea como cristianos, en la línea de la pregunta planteada por Katya después de la primera manifestación en la calle: «¿Será nuestra fe capaz de despertar continuamente nuestro deseo de justicia, y por lo tanto capaz de despertarlo también en los demás, generando un pueblo? ¿Permitiremos que nuestra razón llegue a conocer la realidad hasta sus mínimos detalles o la bloquearemos, sustituyendo la novedad de la aventura por estereotipos ya conocidos?».
No son pocas las personas que han tomado posición públicamente en los medios de comunicación a partir de un juicio de fe. Por ejemplo, recordando el desprecio del Salvador hacia el fariseísmo, el padre Feodor Ljudogovskij exhorta a no tolerar más «la mentira y la hipocresía. Un cristiano no debe, no puede resignarse a ellas. No es tarea mía decir cuáles pueden ser las medidas externas para combatir esta mentira impúdica. Pero lavarse las manos y hacer como que todo va bien es en mi opinión un pecado ante la propia conciencia, ante todo el país, ante nuestro pasado y nuestro futuro».
La verdadera libertad. El padre Filipp Parfenov reclama a los cristianos a testimoniar lo que han encontrado: «La gente ya no espera de nosotros discursos correctos, esperan cada vez más, en cambio, los frutos reales de la fe. Nadie puede llegar a alcanzar a Dios si no ve, por lo menos una vez, en el rostro de un hombre, el resplandor de la vida eterna (es un antiguo dicho monástico que le gustaba repetir al metropolita Antonij de Suroz). De forma análoga, podemos decir que nadie puede comprender el gusto de la auténtica libertad cristiana, que supera todas las posibles libertades existentes en el ámbito de las democracias de este mundo, si no saborea el espíritu de esta libertad en el encuentro con una persona o una comunidad cristiana».
Naturalmente, nada está garantizado en un proceso tan imprevisto y, hasta hace pocas semanas, imprevisible. Siempre existe el riesgo de la instrumentalización o de la degeneración. Pero la novedad que se respira hoy en la sociedad rusa es evidente, y pone de manifiesto inesperadamente una capa profunda de la cultura rusa que parecía eliminada por los años de la perestroika y de la carrera salvaje hacia el capitalismo, pero que ahora vuelve a aflorar en la superficie. «Los manuscritos no arden», se lee en El maestro y Margarita, la verdad no muere nunca. De este modo, los frutos del disenso y de la cultura difundida a través del samizdat, lentamente madurados en estas décadas, forman parte de los elementos que han contribuido a este nuevo inicio, al renacer de un “yo” que vuelve a descubrir su deseo de verdad y su hechura de infinito. Y todo se vuelve a poner en movimiento.
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