Las palabras nos sirven, pero no bastan. El Papa indica una esperanza muy parecida al “relámpago” del anciano Peter…
Hace unos diez años, me hice amigo de un hombre anciano, Peter Kanavagh. Era el hermano menor del gran poeta irlandés Patrick Kanavagh, que no conseguía definirse como “poeta católico” y escribía poesías que rendían testimonio a la creación y a la Presencia que reconocía en las cosas cotidianas. Peter era profesor de poesía, una vocación que había seguido por estar cerca de su hermano y tutelarlo. Ambos eran conscientes de los límites de la palabra. Lo importante para un poema, solía decir Patrick, era “el Relámpago”. Con este término quería expresar la irrupción de lo inesperado, del Otro. Una vez le pregunté a Peter cómo definiría la relación entre las palabras de un poema y su contenido ineludible, el Relámpago. «Las palabras – me respondió – son lo menos importante de un poema. En un poema, las palabras se consumen, y queda el increíble hilo de algo fuera de lo común, novedoso, que las une».
He pensado en Peter mientras leía el reciente mensaje que Benedicto XVI ha difundido en previsión de la cuadragésimo sexta Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, que se celebrará el próximo 20 de mayo: “Silencio y palabra: camino de evangelización”.
Nuestra cultura nos impulsa a ver y escuchar las palabras como la clave de toda clase de comprensión. Nosotros “explicamos” las cosas, o escuchamos “explicaciones”. Leemos algo y de alguna manera entra a formar parte de nuestra conciencia, o al menos se nos induce a creer que es así. En cambio el Papa nos invita a pararnos y a reflexionar. Las palabras requieren silencio, nos dice, ambas cosas operan juntas, son «dos momentos de la comunicación que deben equilibrarse, sucederse e integrarse para obtener un auténtico diálogo y una profunda cercanía entre las personas».
En el parloteo del mundo moderno, no es fácil encontrar y cultivar el silencio. Pero todas las preguntas nacen del silencio, y todas las respuestas, en el fondo, sólo se pueden encontrar allí. El Papa lo ha llamado «el silencio de Dios». El silencio se vuelve contemplación, que nos introduce en el silencio de Dios, del cual nace una Palabra nueva, la Palabra redimida.
Cuando hablamos de Dios, como nos recordaba don Giussani, buscamos las palabras menos inadecuadas para describirlo, siempre conscientes de que todos nuestros intentos de comprensión son torpes. Sólo se puede llegar a la verdad manteniendo una cierta distancia, dejando un espacio y las pausas necesarias.
«Al hablar de la grandeza de Dios – ha escrito el Santo Padre –, nuestro lenguaje resulta siempre inadecuado y así se abre el espacio para la contemplación silenciosa. De esta contemplación nace con toda su fuerza interior la urgencia de la misión, la necesidad imperiosa de “comunicar aquello que hemos visto y oído”, para que todos estemos en comunión con Dios (cf. 1 Jn 1,3)».
Es una extraña paradoja: necesitamos pronunciar las palabras, aunque limitadas, para percibir el espacio entre ellas, pero las palabras de por sí no bastan. Como máximo, inducen en el oyente o en el lector una identificación que se intensifica cuando se abre camino el silencio. En realidad, no hay más comunicación que el intercambio recíproco de experiencias. Entendemos sólo lo que ya, de alguna manera, hemos conocido. Las palabras ayudan, pero no son el término de nuestra reflexión.
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