Presentación del libro de Luigi Giussani Los orígenes de la pretensión cristiana (Encuentro), 25 de enero de 2012. Teatro degli Arcimboldi (Milán), en conexión con toda Italia por vía satélite
Os saludo a cada uno de vosotros, en particular a las personalidades civiles y religiosas que participan en este momento y a tantos amigos aquí presentes y conectados desde distintas ciudades. Doy las gracias también a los representantes de la editorial Rizzoli, Paolo Zaninoni y Ottavio Di Brizzi.
Hemos elegido esta modalidad para continuar juntos el camino de la «Escuela de comunidad». Después de El sentido religioso, este año abordaremos Los orígenes de la pretensión cristiana, que es el segundo de los tres volúmenes que componen el “Curso básico de cristianismo” trazado por don Giussani.
«Vino un Hombre, un hombre joven, nacido en cierto pueblo, en un determinado lugar del mundo que se puede precisar geográficamente, Nazaret. Cuando uno va a Tierra Santa, a ese pequeño pueblo, y entra en esa casita en penumbra en la cual hay una inscripción con la frase: Verbum caro hic factum est (“Aquí se hizo carne el Misterio de Dios”), se estremece».
El canto Et incarnatus est – de la Gran Misa de Mozart – es «la expresión más potente y convincente, más sencilla y más grande de un hombre que reconoce a Cristo. La salvación es una Presencia: esta es la fuente de la alegría y de la afectividad del corazón católico de Mozart, de su corazón amante de Cristo».
Et incarnatus est – dice don Giussani – «es canto en estado puro, cuando toda la tensión del hombre se libera en la limpidez original, en la pureza absoluta de la mirada que ve y reconoce. Et incarnatus est: es contemplación y petición al mismo tiempo, torrente de paz y de gozo que nace del asombro del corazón cuando se pone frente a la verificación de su esperanza, frente al milagro del cumplimiento de su deseo. [...]
¡Ojalá pudiéramos nosotros, como Mozart, contemplar con esa misma sencillez e intensidad el inicio en el mundo de la historia de la misericordia y del perdón, y saciarnos en la fuente que es el “sí” de María!
Este bellísimo canto nos ayuda a recogernos en un silencio agradecido, de forma que pueda nacer en el corazón, pueda brotar en el corazón la flor del “sí” [...]. Como para la Virgen, aquella muchacha de Nazaret, delante del Niño que había nacido de ella: una relación sin límites llenaba su corazón y su tiempo.
Si la intensidad religiosa de la música de Mozart – una genialidad que es don del Espíritu – penetrase en nuestro corazón, nuestra vida, con todas sus inquietudes, contradicciones y dificultades, sería bella como su música»1.
No podemos hacer nada mejor, para comenzar este gesto, que escuchar esta pieza de Mozart como contemplación y petición.
Et incarnatus est2
Resulta difícil encontrar una expresión artística que perciba mejor que el Et incarnatus est – usando palabras de Eliot – ese «momento en el tiempo y del tiempo, / un momento no fuera del tiempo, sino en el tiempo, en / lo que llamamos historia: cortando, bisecando / el mundo del tiempo, un momento en el tiempo pero no como un momento del tiempo, / un momento en el tiempo, pero el tiempo se hizo mediante / ese momento, pues sin el significado no / hay tiempo, y ese momento del tiempo dio el / significado»3.
Ante este acontecimiento, Dios hecho carne, que expresa toda la pasión llena de ternura de Dios por el hombre, no podemos evitar decir con el salmista: «¿Qué es el hombre, Señor, para que te acuerdes de él?»4. Es nada, como una paja que arrastra el viento. Y sin embargo, Tú te has hecho hombre por cada uno de nosotros. Cualquiera que tenga un instante de sencillez y deje entrar el anuncio cristiano, no puede evitar el mismo sobresalto que sintió Isabel en su interior cuando recibió la visita de María, que llevaba en su seno a Jesús. «En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre»5.
Es lo mismo que nos sucede hoy a nosotros. A nosotros, que somos unos pobrecillos, se nos anuncia hoy Dios hecho carne. Ya no estamos solos con nuestra nada. En este momento de confusión en el que muchos caminan a tientas en la oscuridad, se nos concede la gracia de esta noticia. ¿Quién no desearía vivir cada instante de su vida dominado por esta conmoción sin igual generada por Su presencia?
Pero, ¿es de verdad posible?
1. Un desafío para el hombre de hoy
«Un hombre culto, un europeo de nuestros días, ¿puede creer, realmente creer, en la divinidad del Hijo de Dios, Jesucristo?»6. Esta frase de Dostoievski sintetiza el desafío ante el cual se encuentra la fe en Cristo en nuestros días. No se trata de un desafío genérico, no plantea la pregunta de si es posible la fe en Cristo. El aspecto decisivo de la pregunta del escritor ruso es que se refiere a un contexto bien preciso: la época contemporánea. Y tiene como destinatario a un tipo concreto de hombre: un individuo formado culturalmente, que no renuncia a ejercer su razón en toda su amplitud, en toda su exigencia de libertad, en toda su capacidad afectiva. Es decir, un hombre que no renuncia a nada de su humanidad. Un hombre que lleva a las espaldas una historia cultural, una herencia comprometida, que está influido por un racionalismo invasivo, por una confianza espontánea en el método científico y por una sospecha hacia todo aquello que no se somete a una razón como medida. Para un tipo humano con estas características, ¿es posible creer hoy en lo que Cristo ha dicho de sí mismo?
En otras palabras, ¿tiene la fe alguna posibilidad de arraigar, es decir, de fascinar, de atraer, de convencer a los hombres de nuestro tiempo?
Pero esta pregunta no afecta sólo a aquellos que no han conocido todavía a Cristo, sino que nos afecta también a nosotros, porque, aunque hace muchos años que Le hemos conocido, nuestro corazón está muchas veces lejos de Cristo, como nos recordaba don Giussani en 1982:
«Os habéis hecho adultos: mientras que demostráis vuestra capacidad en vuestra profesión, existe – puede que exista – una lejanía con respecto a Cristo (con respecto a la emoción de hace años, sobre todo de ciertas circunstancias de hace años). Existe como una lejanía de Cristo, excepto en ciertos momentos. Quiero decir que existe una lejanía con respecto a Cristo, salvo cuando os ponéis a rezar; hay una extrañeza con respecto a Cristo salvo cuando, digamos, lleváis a cabo obras en Su nombre, en nombre de la Iglesia o en nombre del movimiento. Es como si el corazón estuviese lejos de Cristo. Con el viejo poeta del Risorgimento italiano podríamos decir: «En cualquier otro asunto muy a gusto empeñado»; nuestro corazón está como incomunicado o, mejor, Cristo permanece como aislado del corazón, salvo en los momentos de ciertas obras (un rato de oración o de compromiso, cuando se celebra un encuentro comunitario o hay que llevar una Escuela de comunidad, etc.).
Esta lejanía del corazón con respecto a Cristo, exceptuando ciertos momentos en los que Su presencia obra de forma manifiesta, genera también otra lejanía, que se revela como un obstáculo insalvable entre nosotros. [...]. La lejanía del corazón con respecto a Cristo hace que uno sienta el fondo último de su corazón lejano del fondo del corazón del otro, excepto en las cosas que hacen juntos (hay que sacar adelante la casa, atender a los hijos, etc.). Existe una relación, indudablemente; existe una relación recíproca, pero sólo en gestiones, en tareas, en gestos comunes que compartís o que compartimos. Pero cuando hacéis cosas juntos obráis de manera obtusa, poco o mucho se cierra vuestra mirada y vuestro sentir»7.
Y esto no tiene que ver sólo con el pasado, como me recordaba recientemente un amigo: «Después de haber tenido distintos encuentros con comunidades y personas, me he dado cuenta en este último periodo de que la frase “La realidad es positiva” se ha convertido de hecho, desde la Jornada de apertura de curso, en un hilo conductor que se ha visto corroborado más tarde con el manifiesto sobre la crisis, como un juicio ofrecido a todos sobre la situación que vivimos. Pero corre el riesgo de estar vacío, no tanto de comprensión, sino de certeza existencial. A veces vivimos una especie de triunfalismo en lo que hacemos, mientras que por otro lado nuestra vida tiene el tono trágico de una existencia sin esperanza. Nosotros [muchas veces] no estamos ciertos del camino que hacemos frente a la realidad tal como es. Estamos de acuerdo con ese juicio, hemos comprendido, pero no estamos convencidos, no estamos de verdad ligados afectivamente a la verdad de nuestra vida». Es suficiente con observar las reacciones de muchos entre nosotros ante la afirmación de la positividad de la realidad para ver la pertinencia de este juicio.
Todos sabemos perfectamente el camino que nos queda por recorrer para vencer la lejanía en la que mantenemos el acontecimiento de Cristo presente. Por eso, la pregunta que acabamos de plantear adquiere para nosotros toda su dramaticidad: ¿tiene la fe una posibilidad real de vencer esta lejanía y de arraigar en nosotros?
En una conferencia que dio en 1996, el entonces cardenal Ratzinger respondía que la fe puede “tener éxito” todavía «porque la fe corresponde a la esencia. [...] En el hombre vive inextinguiblemente el anhelo de lo infinito»8. Con estas palabras indicaba, al mismo tiempo, la condición necesaria: el cristianismo necesita encontrar la humanidad que vibra en cada uno de nosotros para poder mostrar todo su potencial, toda su verdad.
El libro que presentamos hoy es un intento de desplegar este planteamiento para responder a una ineludible exigencia de razonabilidad.
Don Giussani aborda esta cuestión ya desde el prefacio: «Los orígenes de la pretensión cristiana es el intento de definir el origen de la fe de los apóstoles. He querido expresar en él la razón por la que un hombre puede creer en Cristo: la profunda correspondencia humana y razonable de sus exigencias con el acontecimiento del hombre Jesús de Nazaret. He tratado de mostrar, pues, la evidencia de la razonabilidad con la que nos apegamos a Cristo, y por tanto nos vemos conducidos desde la experiencia del encuentro con su humanidad hasta la gran pregunta acerca de su divinidad. No es el razonamiento abstracto lo que hace crecer, lo que ensancha la mente, sino encontrar en la humanidad un momento en el que se alcanza y se afirma la verdad. Es el gran cambio de método que marca el paso del sentido religioso a la fe: ya no es una búsqueda llena de incógnitas, sino la sorpresa de un hecho que ha acontecido en la historia de los hombres»9.
Para poder percibir la novedad de este planteamiento es necesario darse cuenta de esto: lo que amplía la razón para que pueda reconocer a Cristo no es un razonamiento abstracto, sino la correspondencia entre el hombre y Cristo, que se produce en un encuentro real e histórico en el presente; una correspondencia en la que consiste la razonabilidad de la misma fe. Esto es lo que hace sencillo el camino de la fe. Basta con un encuentro en el que se pueda sorprender esa correspondencia. Y justamente cuando ese encuentro no sucede – por la reducción del cristianismo a discurso, doctrina o moral, por una parte, y por la reducción correlativa de la humanidad del hombre por la otra –, se establece entre el hombre y Cristo una perfecta yuxtaposición, se ahonda el surco de una profunda extrañeza (es una parábola que nos alcanza desde la modernidad), en definitiva, de una lejanía.
Con esta observación, don Giussani nos pone en guardia contra el mayor riesgo que podemos correr a la hora de empezar el trabajo de la Escuela de comunidad de este año. ¿En qué consiste este riesgo? Para la gran mayoría de nosotros, Los orígenes de la pretensión cristiana es un libro conocido. Por tanto, la tentación de lo “ya sabido” está más presente que nunca. Podemos sucumbir fácilmente a la reducción del cristianismo a “doctrina”. Normalmente esperamos que la novedad venga de lo diferente, de hacer o leer cosas distintas de lo habitual. En cambio, la novedad no consiste en la diferencia (de trabajo, de marido o de mujer), sino en que suceda lo que deseamos. Y no existe acontecimiento más grande que aquel en el que encontramos la correspondencia a las exigencias de nuestro corazón. Lo único que puede vencer la lejanía de nuestro corazón con respecto a Cristo es que vuelva a suceder este acontecimiento.
Si Cristo no vuelve a suceder como acontecimiento, a medida que pasa el tiempo va venciendo en nosotros ese «equívoco que entraña el “hacerse adultos”» del que habla Giussani: «El don que hemos recibido se sedimenta de tal manera que da fruto, pero el corazón, precisamente el corazón, en el sentido literal de la palabra, [...] es como si no supiera qué hacer ante Cristo, como si no secundase una familiaridad de la que ya ha gustado, aunque fuese con el sentimiento propio de una edad temprana. Nos da apuro sentirnos lejanos, no sentirle presente, determinante para el corazón. A la hora de hacer puede que sea determinante (vamos a la iglesia, “hacemos” el movimiento, incluso rezamos Completas, acudimos a la Escuela de comunidad, participamos en la acción caritativa, hacemos grupos de esto o de aquello, nos lanzamos incluso a la política). Cristo no falta en nuestras acciones: en las acciones, en muchas de ellas, puede que sea determinante, pero, ¿y en el corazón? ¡En el corazón no!»10.
Entonces, la verdadera cuestión es: ¿qué hace falta para que el reconocimiento de la correspondencia de Cristo al corazón sea lo más transparente posible, es decir, para que se produzca la experiencia cristiana?
2. Una toma de conciencia tierna y apasionada de mí mismo
Desde el primer párrafo del libro, que encierra toda la genialidad metodológica de su planteamiento, don Giussani es perfectamente consciente de los requisitos necesarios para que se produzca esta correspondencia. «No sería posible apreciar plenamente qué significa Jesucristo si antes no apreciáramos bien la naturaleza del dinamismo que hace del hombre un hombre. Cristo se presenta, en efecto, como respuesta a lo que soy “yo”, y sólo tomar conciencia atenta y también tierna y apasionada de mí mismo puede abrirme de par en par y disponerme para reconocer, admirar, agradecer y vivir a Cristo. Sin esta conciencia [la conciencia de lo que yo soy] incluso Jesucristo se convierte en un mero nombre»11.
Por tanto, para que el hombre pueda darse cuenta plenamente de qué quiere decir Jesucristo, es necesario que cada uno de nosotros se sitúe ante Él con toda su humanidad. Sin esta humanidad, sin esta conciencia atenta, tierna y apasionada de mí mismo, no me será posible reconocer a Cristo. La razón es muy sencilla: Cristo se presenta como respuesta a lo que yo soy; por tanto, sin conciencia de mí mismo, incluso Jesucristo termina siendo un mero nombre.
Es difícil encontrar una valoración mayor de la persona que la que se da en el cristianismo. Cristo no pretende entrar de forma escondida en la vida de la persona, como aprovechando una distracción: Él quiere entrar en la vida del hombre por la puerta principal, es decir, pasando a través de su humanidad, una humanidad plenamente consciente, hecha de razón y de libertad. Cristo se somete a la verificación del criterio con el que nace el hombre: el corazón. Sin esta comparación no hay experiencia cristiana, ni tendría el cristianismo posibilidad alguna de éxito. El motivo lo ha identificado con claridad el teólogo americano Reinhold Niebuhr: «Nada hay tan poco creíble como la respuesta a una pregunta que no se ha planteado»12.
Si el hombre está capacitado – gracias su estructura original – para reconocer a Cristo, entonces, ¿cuál es el problema? ¿Qué dificultad hace que sea tan problemático este reconocimiento? La cuestión es que nuestra estructura original está con frecuencia sepultada bajo el sedimento del influjo de la sociedad y de la historia, que reduce nuestras exigencias originales. Si no es despertado de su sopor, liberado de su medida, de una versión adulterada o reducida de su propias exigencias inducida por el contexto, el hombre se verá en distinta medida impedido o frenado a la hora de sorprender la correspondencia que le permite reconocer a Cristo.
También podemos reconocer en nosotros esta reducción por la perplejidad que sentimos ante el “décimo leproso” (cf. Lc 17,12), o escuchando la reacción de Cristo ante el triunfalismo de los discípulos por su éxito misionero (cf. Lc 10,17-20): también nosotros nos contentamos con la curación, como los otros nueve leprosos, o con el éxito, como los discípulos. No sentimos la necesidad de otra cosa. Y así, el corazón permanece alejado de Cristo.
A esta situación existencial del hombre, fruto también de motivos históricos, no puede responder un cristianismo reducido a discurso, y mucho menos a ética. Pero esta es también la gran oportunidad que ofrece al cristianismo la situación actual: llegar a ser consciente de que ninguna de sus variantes reducidas puede responder a la urgencia del presente del hombre. Porque para llegar a percibir el valor de una personalidad moral y religiosa, es necesario que esté viva en nosotros una genialidad humana, es decir, la «apertura original del ánimo; [...] una actitud original de disponibilidad y de dependencia, no de autosuficiencia»13. Sólo un cristianismo que se proponga en su naturaleza original de acontecimiento en la historia puede ser capaz de suscitar esa humanidad que permite al hombre reconocerlo, perforando la costra que constantemente lo recubre.
3. El cristianismo: un hecho
En un pasaje de la Vida de Jesús, François Mauriac describe la primera aparición en la escena del mundo de aquella presencia que – enseguida – se planteó como «problema», y que desde entonces ha recorrido la historia hasta hoy: «Tras cuarenta días de ayuno y contemplación, he aquí que vuelve al lugar del bautismo. De antemano sabía a quién iba a encontrar. “¡El cordero de Dios!”, dijo el profeta al verlo acercarse (y sin duda, a media voz...). Esta vez tenía a dos discípulos a su vera. Y ellos miraron a Jesús, y esa mirada bastó: le siguieron hasta el lugar donde vivía. Uno de los dos era Andrés, el hermano de Simón; el otro era Juan, hijo de Zebedeo: “Jesús, tras haberle mirado, le amó...”. Lo que está escrito en torno al joven rico, que tenía que alejarse entristecido, aquí se sobrentiende. ¿Qué hizo Jesús para retenerles? “Viendo que le seguían, les dijo: ¿Qué buscáis? Y ellos respondieron: Rabbí, ¿dónde vives? Él les dijo: Venid y lo veréis. Ellos fueron y vieron dónde vivía, y permanecieron junto a él aquel día. Era alrededor de la hora décima”»14.
Preguntémonos: ¿cómo pudieron Juan y Andrés verse conquistados tan de golpe, hasta el punto de reconocer que habían encontrado al Mesías? «Hay una desproporción aparente entre la forma extremadamente simple de lo ocurrido y la certeza que mostraron tener los dos. Si aquello ocurrió de hecho – dice don Giussani –, reconocer a aquel hombre – no detalladamente y hasta el fondo, pero sí quién era él en su valor único e incomparable (“divino”) – tenía que ser fácil. ¿Por qué era fácil reconocerle? Por su excepcionalidad incomparable»15.
¿Qué significa «excepcional»? ¿Cuándo podemos definir una cosa como «excepcional»? «Cuando corresponde adecuadamente a las expectativas originales del corazón, por confusa y nebulosa que pueda ser la conciencia que se tenga de ellas»16, como cuando vemos la belleza excepcional de un paisaje de montaña, de una mujer o de un gesto lleno de ternura y caridad: es fácil reconocerlo por su atractivo vencedor. Es justamente esa excepcionalidad la que, cuando sucede, despierta la experiencia original del hombre, por muy confusa y nebulosa que pueda ser la conciencia que se tiene de ella, con el fin de que, una vez despierto, pueda emitir un juicio sobre esa misma excepcionalidad.
¿Cómo podemos definir un fenómeno como el que acabamos de describir?
«El cristianismo es un acontecimiento. No existe otra palabra para indicar su naturaleza: ni la palabra ley, ni las palabras ideología, concepción o proyecto. El cristianismo no es una doctrina religiosa, una lista de leyes morales, un conjunto de ritos. El cristianismo es un hecho, un acontecimiento: todo el resto es consecuencia. La palabra “acontecimiento” es, pues, decisiva. Porque indica el método que Dios ha elegido y utilizado para salvar al hombre: Dios se hizo hombre en el seno de una muchacha de quince a diecisiete años que se llamaba María, en el “vientre que fue albergue de nuestro deseo”, como dice Dante. El modo con el que Dios ha entrado en relación con nosotros para salvarnos es un acontecimiento, no un pensamiento o un sentimiento religioso»17.
Pero atención: antes de seguir quiero afrontar rápidamente la tentación a la que estamos expuestos. Aunque sólo sea por la frecuencia con la que se lo hemos escuchado decir a don Giussani, ninguno de nosotros pondría en duda que el cristianismo es un acontecimiento. Pero con frecuencia reducimos el acontecimiento a algo del pasado – ya sea el comienzo de la historia cristiana hace dos mil años, como el momento de nuestro encuentro personal –, cuando no lo reducimos simplemente a una categoría abstracta. Pero si lo reducimos a un hecho del pasado o bien a una categoría, lo que queda del cristianismo en el presente es tan sólo la ética. Como cuando termina el acontecimiento del amor entre dos personas, quedan solamente las cosas que hay que hacer, las tareas a realizar. La fascinación ha quedado atrás y crece la lejanía entre las dos.
Entonces, ¿qué quiere decir que la naturaleza del cristianismo, lo mismo que el enamoramiento, es acontecimiento? A esto responde el mismo don Giussani con las palabras que utilizamos en el Manifiesto de Pascua del año pasado:
«El acontecimiento no sólo identifica lo que sucedió en un momento preciso, dando origen a todo, sino también lo que aviva el presente, lo define y le da un contenido, lo que hace posible el presente. Lo que sabemos o lo que tenemos llega a ser experiencia sólo si es algo que se nos da ahora: hay una mano que nos lo ofrece ahora, hay un rostro que viene hacia nosotros ahora, hay una sangre que corre ahora, hay una resurrección que acontece ahora. ¡Sin este “ahora” no hay nada! Nuestro yo sólo puede ser movido, conmovido, es decir, cambiado, por algo contemporáneo: un acontecimiento. Cristo es un hecho que me está sucediendo. Entonces, para que llegue a ser experiencia lo que sabemos – Cristo, las palabras sobre Cristo –, necesitamos un hecho presente que nos sacuda y nos provoque: alguien presente, como lo fue para Andrés y para Juan. El cristianismo, Cristo, es exactamente lo mismo que fue para Andrés y Juan cuando le siguieron: imaginaos el momento en que se volvió hacia ellos, ¡cómo se quedarían! Y cuando fueron a su casa... Así fue y así sigue siendo, siempre, hasta ahora, ¡hasta este mismo momento!»18.
Si no existe contemporaneidad no hay desarrollo, y el acontecimiento se aleja en el pasado, cayendo cada vez más atrás en el tiempo. De este modo, los años que pasan, en vez de colmar el foso que aleja al corazón de Cristo, lo ahondan.
Es muy distinta la experiencia que nos ha testimoniado don Giussani, una experiencia que crecía según avanzaba su vida:
«El toparse con una presencia humana diferente se da antes, no sólo al comienzo, sino también en todos los momentos que siguen a ese comienzo: un año o veinte años después. El fenómeno inicial – el impacto con una presencia humana diferente y el asombro que nace de ello – está destinado a ser el mismo fenómeno inicial y original de cada momento del desarrollo. Porque no se produce desarrollo alguno si ese impacto inicial no se repite, es decir, si el acontecimiento no sigue siendo siempre contemporáneo. O se renueva o si no, no se avanza, y se pasa enseguida a teorizar el acontecimiento ocurrido [se convierte en una categoría] y a caminar a ciegas buscando apoyos que sustituyan a eso que está verdaderamente en el origen de la diferencia. El factor original es, permanentemente, el impacto con una realidad humana diferente. Por consiguiente, si no vuelve a suceder y no se renueva lo que aconteció en un principio, no se produce una verdadera continuidad: si uno no vive ahora el impacto con una realidad humana nueva, no entiende lo que sucedió antes. Sólo si el acontecimiento vuelve a suceder ahora, se ilumina y se ahonda desde una perspectiva más madura en el acontecimiento inicial, estableciéndose de esta manera una continuidad, un desarrollo»19.
Concluye don Giussani:
«La continuidad con lo que sucedió al principio sólo se produce, por tanto, mediante la gracia de un impacto siempre nuevo, que produce la misma clase de asombro de la primera vez. De no ser así, en lugar de dicho asombro prevalecen los pensamientos que nuestra evolución cultural nos hace capaces de articular, las críticas que nuestra sensibilidad formula a lo que hemos vivido y a lo que vemos vivir, la alternativa que pretenderíamos imponer, etcétera»20.
Por tanto, la forma que ha elegido el Misterio para alcanzarnos – un hecho, un acontecimiento, no nuestros pensamientos o nuestros sentimientos – es la más adecuada para la situación histórica del hombre, y es la única capaz de vencer nuestra lejanía con respecto a Él:
«Para hacerse reconocer Dios entró en la vida del hombre como un hombre, en forma humana, de modo tal que el pensamiento y la capacidad imaginativa y afectiva del hombre se vieron como “bloqueados”, imantados por Él. El acontecimiento cristiano tiene la forma de un “encuentro”: un encuentro humano que tiene lugar dentro de la banal realidad cotidiana», que es capaz de imantar nuestro afecto y nuestra libertad. El acontecimiento cristiano no espera a que el hombre cambie, no requiere ninguna preparación ni condición previa: irrumpe y sucede, como el enamoramiento. Su presencia, justamente debido a su excepcionalidad, es decir, a su capacidad única de corresponder a las exigencias originales del corazón, es capaz de despertar tales exigencias en toda su amplitud, muchas veces sepultada bajo mil sedimentos, y de abrir completamente la razón del hombre atrayendo totalmente su afecto. En presencia de la respuesta, la pregunta se libera en su profundidad original e ilimitada. «Lo que caracteriza al fenómeno del encuentro es una diferencia cualitativa, la percepción de una vida diferente. El encuentro consiste en toparse con algo distinto que atrae porque corresponde al corazón, pasa en consecuencia por la comparación y el juicio de la razón, y suscita el afecto de la libertad»21.
Esto es exactamente lo que don Giussani llama el cambio radical del método religioso:
«En la hipótesis de que el misterio haya penetrado en la existencia del hombre hablándole en términos humanos, la relación hombre-destino ya no se basará en el esfuerzo humano, entendido como construcción e imaginación, como estudio dirigido a una cosa lejana, enigmática, como tensión de espera hacia algo ausente. Será, en cambio, dar con alguien presente. Si Dios hubiese manifestado en la historia humana una voluntad particular, hubiese marcado un camino para alcanzarle, el problema central religioso ya no sería el intento, en todo caso expresivo de la gran dignidad del hombre, de “fingir” ser Dios; todo el problema se centraría en el puro gesto de la libertad: que acepte o rechace». He aquí, por tanto, en qué consiste este cambio radical de método: «Ya no es central el esfuerzo de una inteligencia y de una voluntad constructiva, de una laboriosa fantasía, de una complicada moral, sino la sencillez de un reconocimiento; una actitud análoga a la de quien, al ver llegar a un amigo, le identifica entre los demás y le saluda»22.
Esto marca el comienzo de una aventura del conocimiento: «Cuando encontramos a una persona importante para nuestra propia vida, siempre hay un primer momento en que lo presentimos, algo en nuestro interior se ve obligado por la evidencia a un reconocimiento ineludible: “es él”, “es ella”. Pero sólo el espacio que damos a que esta constatación se repita carga la impresión de peso existencial. Es decir, sólo la convivencia la hace entrar cada vez más radical y profundamente en nosotros, hasta que, en un momento determinado, se convierte en certeza. [...] De la convivencia irá brotando una confirmación de ese carácter excepcional, de esa diferencia que desde el primer momento les había conmovido. Con la convivencia dicha confirmación se acrecienta». Para don Giussani, «ya que es cierto que el conocimiento de un objeto requiere espacio y tiempo, con mayor razón esta ley no podía ser contradicha por un objeto que pretende ser único. Incluso aquellos que fueron los primeros en conocer esa unicidad tuvieron que seguir este camino»23.
Con su genialidad habitual, don Giussani nos presenta dos indicaciones de método que son muy valiosas para alcanzar una certeza existencial sobre el Misterio que ha entrado a formar parte de la historia: la primera se refiere al hecho de que «yo soy más capaz de tener certeza respecto a otro cuanto más atento esté a su vida, es decir, cuanto más comparta su vida. La necesaria sintonía con el objeto que se quiere llegar a conocer es una disposición viva que se construye con el tiempo, en la convivencia. Por ejemplo, en el Evangelio, quien pudo entender que había que tener confianza en aquel Hombre, es quien le siguió y compartió su vida, no la masa de gente que iba buscando la curación». El segundo elemento que don Giussani nos invita a considerar está relacionado con el hecho de que, «cuanto más potentemente uno es hombre, más capaz es de alcanzar certezas sobre el otro a partir de pocos indicios. Esta es la genialidad propia de lo humano. Lo subraya Rousselot en este hermoso texto: “Cuanto más ágil y penetrante es la inteligencia, tanto más basta un ligero indicio para inducir con certeza una conclusión. [...] Por esta razón una tradición indiscutible que se remonta al Evangelio mismo dedica alabanzas a aquellos que para creer no han necesitado prodigios. No son alabados por haber creído sin razón: ello no sería sino criticable. Pero se ven en ellos almas verdaderamente iluminadas y capaces, a partir de un mínimo indicio, de captar una gran verdad”. Aunque el hombre dispone naturalmente de ella a un nivel fundamental para sobrevivir, esta capacidad de comprensión del mínimo indicio también necesita tiempo y espacio para evolucionar. Este es el don que la “pretensión de Jesús” exige para poder ser comprendida. La multiplicación de los signos respecto a su persona conduce a la razonable conclusión de que me puedo fiar de Él»24. Son precisamente los signos que han surgido en la convivencia con Él los que hacen brotar la pregunta: «¿Quién es este?». Y no conseguían encontrar una respuesta más adecuada a esta pregunta que la que ofrecía Él mismo.
Esta última observación nos introduce en el gran tema de la fe. En efecto, «la actitud del que se ha visto alcanzado por el acontecimiento cristiano, lo reconoce y se adhiere a él, se llama “fe”. La posición en la que nos encontramos nosotros frente al acontecimiento de Cristo es idéntica a la que tenía Zaqueo ante aquel hombre que se paró debajo del árbol al que se había subido y le dijo: “Baja enseguida, porque vengo a tu casa”. Es la misma posición previa que tenía la viuda cuyo único hijo había muerto, y que oyó que Jesús le decía, de una manera que nos parece a nosotros tan irracional: “Mujer, ¡no llores!”. Efectivamente, ¡es absurdo decirle a una madre a quien se le ha muerto su único hijo: “Mujer, ¡no llores!”. Aquello fue para ellos, como lo es para nosotros, la experiencia de la presencia de algo radicalmente distinto de lo que podemos imaginar, y, al mismo tiempo, total y originalmente correspondiente a las expectativas más profundas de nuestra persona. [...] Tener la sinceridad de reconocer, la sencillez de aceptar y el afecto para apegarse a semejante Presencia: eso es la fe. [...] La fe es esencialmente reconocer lo que diferencia a una cierta Presencia, reconocer una Presencia excepcional, divina. Insistamos en que lo excepcional no sucede normalmente, de tal modo que, cuando ocurre, uno dice: “¡Es otra cosa! ¡Estoy ante un poder sobrehumano!”. ¡Quién sabe cuántas veces habría tenido sed la samaritana de la actitud con la que Cristo la trató en aquel instante, sin jamás caer en la cuenta de ello antes! Pero cuando sucedió, lo reconoció enseguida»25.
Una fe concebida de este modo es lo más lejano que hay de una creencia ajena a lo humano: ¡ella trae consigo un itinerario de conocimiento que implica razón, afecto y libertad frente a un hecho sin parangón! Por eso, «la fe pertenece al acontecimiento porque, en cuanto reconocimiento amoroso de la presencia de algo que es excepcional, es un don, una gracia. De igual modo que Cristo se me ofrece por medio de un acontecimiento presente, también vivifica en mí la capacidad de captar y reconocer su carácter excepcional. Y así mi libertad acepta ese acontecimiento, acepta reconocerlo»26.
Pero, ¿cómo puedo saber que eso a lo que me adhiero es verdad, es real?
4. Una humanidad nueva: verificación de la fe cristiana
¿Qué se produce cuando me sucede el acontecimiento cristiano? El florecimiento de lo humano: «El cristianismo es un acontecimiento con el que se encuentra el yo y que a éste le resulta “consanguíneo”; es un hecho que revela el yo a él mismo»27. «Cuando conocí a Cristo me descubrí hombre». Esta frase del retórico romano Mario Victorino expresa muy bien lo que sucede cuando la fe es una experiencia real. En esta exaltación de lo humano reside toda la razonabilidad de la fe cristiana.
El reconocimiento del acontecimiento de Cristo (la fe) permite vivir todo de forma distinta. Justamente esta forma nueva, «subversiva y sorprendente»28 – como decía don Giussani –, de vivir lo cotidiano se convierte en la verificación de la verdad del encuentro que se ha tenido: ¡Cristo exalta la razón, Cristo exalta el afecto, Cristo exalta la libertad! «¿Cuál es la razón que esgrime la fe? La razón que esgrime la fe es que realiza mi humanidad con todas sus exigencias, cambia a mejor, hace crecer mi humanidad»29, ensalza mi humanidad. ¿Quién no desea ser ensalzado de esta manera?
Estamos juntos en esta aventura para sostenernos mutuamente. Y para que la experiencia que vivimos no se fosilice en doctrina, nuestro apoyo no puede tener otra lógica a lo largo de este año que la del testimonio. Pero esto no cambia el hecho de que cada uno tiene que responder personalmente: a la pretensión cristiana sólo puedo responder yo delante del Señor. El cristianismo, insiste don Giussani, «vive en una comunión, pero se juega por entero en la libertad personal»30. «Todo se juega en la fe real de la persona. [...] En consecuencia, el único y dramático problema es la fe personal, la fe como respuesta a nuestra propia historia humana; éste es el único y dramático problema de cada día y de cada hora, porque la fe supone un reto para la libertad; no hay nada más dado, más donado que la fe, y no hay nada menos automático que ella»31.
La iniciativa de Cristo en nuestra vida, su acontecimiento, suscita y requiere nuestra libertad, la desafía como ninguna otra cosa, al comienzo y en cada momento del camino. Don Giussani nos lo dice con claridad: «Jesucristo no vino al mundo para ahorrarse el trabajo humano y la libertad humana, o para evitar que el hombre sea probado – condición existencial de la libertad –. Vino al mundo para llevar al hombre hasta el fondo de todas sus preguntas, a su estructura fundamental y a su condición real. Pues todos los problemas que el hombre está llamado a resolver en la prueba de la vida se complican en vez de resolverse si no se salvan ciertos valores fundamentales. Jesucristo vino para llevar al hombre a la religiosidad verdadera, sin la cual es mentira cualquier pretensión de solución. El problema del conocimiento del sentido de las cosas (verdad), el problema del uso de las cosas (trabajo), el problema de una conciencia plena (amor), el problema de la convivencia humana (sociedad y política), carecen del planteamiento justo y por eso producen cada vez mayor confusión en la historia de cada individuo y de la humanidad, en la medida en que no se basan en la religiosidad para intentar su solución (“Quien me siga tendrá la vida eterna y el ciento por uno aquí”)»32: el ciento por uno en términos de afecto, de razón y de libertad es la demostración en acto de la razonabilidad de la fe, y constituye la superación de cualquier yuxtaposición entre la divinidad de Cristo y mi humanidad, entre mi corazón y Cristo.
De este modo, Cristo se somete a la verificación de nuestro corazón: no nos pide que creamos en Él “a priori”. Por eso, la “pretensión cristiana” es el mayor desafío ante el que un hombre se puede encontrar, porque pone en movimiento todos los recursos con los que cuenta – razón, afecto y libertad – para llevar a cabo una verificación. Nadie puede ocupar nuestro lugar, ni siquiera lo hizo Cristo:
«La fe no puede hacer trampas, no puede decirte: “Es así” y obtener mecánicamente tu asentimiento puro y duro. ¡No! La fe no puede hacer trampas porque está de algún modo ligada a tu experiencia: de alguna manera, se presenta ante el tribunal en el que tú eres el juez, se somete a tu experiencia. Tampoco tú puedes hacer trampas, porque para poder juzgarla debes emplearla, debes vivirla en serio para comprobar si cambia tu vida; y no una fe como tú la interpretas, sino la fe tal como se te ha transmitido, la fe auténtica. Por eso nuestro concepto de fe tiene un nexo inmediato con cada momento del día, con la práctica ordinaria de nuestra vida. [...] Si tú, que estás enamorado de una chica, o si has vivido otras veces la experiencia del enamoramiento, nunca has percibido de qué modo la fe cambia esa relación, si nunca te has sorprendido diciendo: “¡Mira cómo la fe ilumina este intento mío de relación, cómo lo cambia, cómo lo cambia a mejor!”; si nunca has podido decir algo así (en el lugar de la chica podéis poner cualquier cosa: el padre, la madre, el estudio, el trabajo, las circunstancias, etc.), si nunca has podido decir: “Mira qué humana hace mi vida la fe”, si nunca has podido decir esto, la fe nunca llegará a ser convicción, nunca será un factor constructivo, no generará nada, porque no ha tocado el fondo de tu persona»33.
Hace un año, en la presentación de El sentido religioso, nos habíamos propuesto vivir el sentido religioso como verificación de la fe, tratando de responder a la preocupación de don Giussani: «En el clima moderno, nosotros los cristianos nos hemos separado no de las fórmulas cristianas directamente, no de los ritos cristianos directamente, no directamente de los Diez Mandamientos. Nos hemos separado del fundamento humano, del sentido religioso. Tenemos una fe que ya no es religiosidad. Vivimos una fe que ya no responde como debería al sentimiento religioso; tenemos por tanto una fe no consciente, una fe que ya no tiene inteligencia de sí misma»34.
De forma análoga, hoy nos proponemos mantenernos dentro de la misma perspectiva de la verificación a la hora de abordar Los orígenes de la pretensión cristiana. ¿Qué significa esto? ¿Cuál es la verificación de que Cristo ha entrado en nuestra vida como acontecimiento presente? Hemos hablado del cumplimiento de lo humano, del ciento por uno de razón, afecto, libertad: esta es la verificación esencial e irrenunciable de la razonabilidad de la fe, de la verdad de la propuesta cristiana, la evidencia de su credibilidad. Pero el corazón de esta verificación, a través del cambio, es el incremento de la misma fe, del reconocimiento amoroso de Su presencia. «Tu presencia vale más que la vida». Volver a buscarle, como hizo el décimo leproso, vale más que la curación; haber sido elegido, como les pasó a los apóstoles, ¡vale más que el éxito! El culmen de la verificación es el surgimiento de una espera, de un conocimiento amoroso que crece al crecer la experiencia de la correspondencia, es un afecto que abraza todos los demás afectos.
En el corazón de la experiencia del ciento por uno domina la profundización de la relación con Cristo: una familiaridad, una tensión por afirmarle, una facilidad a la hora de reconocerle («¡Es el Señor!», decía san Juan). El cambio más profundo es la fe misma. En el encuentro continuo y cotidiano con Su presencia real encuentra respuesta, y al mismo tiempo se exalta y se amplifica, nuestra exigencia, nuestra sed infinita, y por eso se vuelve más fácil, en cierto sentido más “inevitable”, reconocerle como el único capaz de responder a ellas. Sólo así puede vencerse por fin la lejanía que separa nuestro corazón de Cristo.
El sentido del camino de este año podría sintetizarse con una frase de Pablo: «Sigo mi carrera por si puedo alcanzarlo, yo que ya he sido alcanzado por Cristo»35. Cada uno de nosotros ha sido aferrado por Cristo. Cuanto más ha sido uno aferrado, tanto más sigue en la carrera por alcanzarlo todavía más. Aquello que se persigue no es ya en última instancia un cambio, es decir, nuestra medida del ciento por uno, sino Su presencia, la relación con Él, como sucede en toda relación amorosa plenamente humana: nada satisface como la presencia de la persona amada. Esto pone ante el mundo el modelo de un hombre irreductible, que no se contenta con objetivos “intermedios”, con la curación o el éxito, un hombre que sigue su carrera, atraído por Su presencia, un protagonista libre de la historia, reconstructor indómito de casas destruidas. He aquí nuestra contribución a la sociedad.
Don Giussani siempre nos ha invitado a hacer un gesto en nuestro camino, un gesto que sintetiza el contenido del acontecimiento cristiano: el Angelus. Pidamos que vuelva a suceder en nosotros cada vez que lo rezamos. Será un signo claro de que estamos en camino.
Angelus
Doy las gracias a todos por haberme escuchado y haber participado en este acto.
Notas:
1 L. Giussani, «Il Divino incarnato», en Spirto gentil. Un invito all’ascolto della grande musica guidati da Luigi Giussani, BUR, Milán 2011, pp. 54-55.
2 «Et incarnatus est de Spiritu Sancto ex Maria Virgine, et homo factus est» («Por obra del Espíritu Santo se encarnó de María Virgen y se hizo hombre». W.A. Mozart, Gran Misa en do menor K.427, soprano Joo Cho, piano Luigi Zanardi. Véase W.A. Mozart, Grande Messa in do minore K.427, Herbert von Karajan, Berliner Philharmoniker, Deutsche Grammophon, Spirto Gentil Cd n. 24 (2002).
3 T.S. Eliot, «Los coros de “La piedra”», en Poesías reunidas 1909-1962, Alianza, Madrid 1995, pp. 181-182.
4 Cf. Sal 8,5.
5 Lc 1,41.
6 Cf. F.M. Dostoevskij, I demoni; Taccuini per “I demoni”, Sansoni, Florencia 1958, p. 1011.
7 L. Giussani, «La familiaridad con Cristo», en Huellas-Litterae Communionis n. 2, febrero 2007. p. 2.
8 J. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia, Sígueme, Salamanca 2005, p. 121.
9 L. Giussani, Los orígenes de la pretensión cristiana, Encuentro, Madrid 2001, p. 8.
10 L. Giussani, «La familiaridad con Cristo», en Huellas-Litterae Communionis n. 2 (2007), pp. 2-3.
11 L. Giussani, Los orígenes de la pretensión cristiana, op. cit., p. 9.
12 R. Niebuhr, Il destino e la storia, BUR, Milán 1999, p. 66.
13 L. Giussani, Los orígenes de la pretensión cristiana, op. cit. p. 100.
14 F. Mauriac, Vida de Jesús, Plaza & Janés, Barcelona 1989, p. 32.
15 L. Giussani - S. Alberto - J. Prades, Crear huellas en la historia del mundo, Encuentro, Madrid 1999, p. 19.
16 Ibidem.
17 Ibidem, pp. 21-22.
18 Comunión y Liberación, Manifiesto de Pascua 2011.
19 L. Giussani, «Algo que se da antes», en Huellas-Litterae Communionis n. 10 (2008), p. 2.
20 Ibidem.
21 L. Giussani - S. Alberto - J. Prades, Crear huellas en la historia del mundo, op. cit., pp. 31.33.
22 L. Giussani, Los orígenes de la pretensión cristiana, op. cit., p. 39.
23 Ibidem, pp. 62-63.
24 Ibidem, p. 53.
25 L. Giussani - S. Alberto - J. Prades, Crear huellas en la historia del mundo, op. cit., pp. 35-37.
26 Ibidem, p. 38.
27 Ibidem, p. 22.
28 L. Giussani, Dall’utopia alla presenza (1975-1978), BUR, Milán 2006, p. 330.
29 Ibidem, p. 359.
30 Ibidem, p. 327.
31 L. Giussani, Il rischio educativo, SEI, Torino 1995, pp. 162-163 (traducción del original italiano).
32 L. Giussani, Los orígenes de la pretensión cristiana, op. cit., p. 121.
33 L. Giussani, L’io rinasce in un incontro (1986-1987), BUR, Milán 2010, pp. 300-301.
34 L. Giussani, «La coscienza religiosa dell’uomo moderno», pro manuscripto, Centro Culturale “Jacques Maritain”, Chieti, 21 de noviembre de 1985, p.15.
35 Cf. Flp 3,12.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón